Podemos y debemos preguntarnos: ¿qué pasa en México? No sólo en los campos en que cunde la pandemia, crece la inseguridad y se desploma la economía —extremos de una tragedia negada en el devocionario oficial—, sino en otros espacios de la vida pública que merecen la reflexión colectiva y atañen a la vida de los ciudadanos porque afectan derechos y libertades.
Haré algunos comentarios previos, para enlazar los hechos a los que me referiré adelante con los acontecimientos y las tendencias en los que podríamos inscribir aquéllos. La democracia y el autoritarismo izan sus banderas y toman sus caminos. Enfrentada a la tiranía, la democracia opta por la tolerancia. Abre el campo a sus partidarios, pero honra el derecho a la discrepancia. El autoritarismo sólo abona el espacio de sus partidarios, convertidos en secuaces. Combate la pluralidad. Postula un solo pensamiento, a título de doctrina uniforme e invariable. Al cabo, elimina a los diferentes, calificados como adversarios; más aún, como enemigos. En ocasiones, el tirano se vale del populismo: utiliza los formatos de la democracia para tomar por asalto el porvenir.
El tirano vuelca contra sus opositores el poder que adquirió en las urnas. Para exterminar las disidencias se vale de todos los medios a su alcance. Son muchos: la violencia directa, devastadora; el discurso provocador y difamatorio; la aplicación de la ley, tan rigurosa como puede hacerlo —si quiere, y ciertamente lo quiere— quien se adueña de la justicia y administra los patíbulos. Por cierto, ninguno de esos medios excluye a los otros: pueden combinarse. Todo es factible cuando se trata de imponer un imperio.
Se ha dicho que la libertad de pensamiento y expresión es el cimiento de todas las libertades. Se halla en el fundamento de la democracia. Por lo tanto, el tirano debe enderezar sus baterías contra los pensadores insumisos. Éstos, ciudadanos anómalos en una sociedad autoritaria, se sustraen a las convicciones oficiales, rescatan la virtud de la palabra libre y pretenden pensar y hablar por su cuenta. Alteran la paz. Ponen en riesgo la gobernanza.
Estas reflexiones y otras que pudieran desprenderse de ellas vienen al caso en nuestro tiempo y circunstancia. Pueden aplicarse a ciertas experiencias que estamos padeciendo en América y en Europa, por no hablar de otras regiones donde opera la antigua dialéctica entre la democracia y el autoritarismo. México no queda a salvo. Difícilmente podría escapar a esta medición de fuerzas entre las tendencias liberales y las corrientes opresivas. Sometido a presiones inéditas, nuestro país es un escenario para la confrontación de esas fuerzas y la disputa por el futuro. Este es el trofeo que se halla en juego: el porvenir de la nación. Un porvenir que se está sellando ahora mismo. De ahí la enorme importancia de volver a ocuparnos de la libertad de expresión y su ejercicio.
En los últimos años —sin desconocer sucesos precedentes— hemos presenciado y padecido situaciones que nos ponen en guardia acerca de esa libertad, sus vicisitudes y la suerte de quienes la ejercen. En días recientes llegaron nuevas nubes cargadas de tormenta. Observamos hechos sorprendentes; más todavía, aleccionadores. Precedido por decisiones polémicas adoptadas por algunas autoridades, el Ejecutivo introdujo en su conferencia mañanera —el pan nuestro de cada día— una exposición insólita. Puso a la vista de la nación las actividades de un grupo de empresas que operan en la industria editorial —esto es, en la difusión del pensamiento— y de algunos escritores y periodistas vinculados a esas instituciones —es decir, personas que ejercen la libertad de expresión, al amparo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Me parece desmesurado que el jefe del Estado —¡y qué Estado! — , que tiene sobre sus hombros deberes inmensos y problemas agobiantes, comparezca ante el pueblo para analizar la situación que guardan algunas publicaciones y los escritores que participan en ellas. No suelo mencionar el nombre de las personas afectadas por las arremetidas del gobierno. Pero en este caso es necesario recordar que los afectados en este lance o en otros semejantes (con expresiones que son, en estricto sentido, difamatorias: porque se proponen generar un ambiente de hostilidad y censura) fueron “Letras Libres”, “Cal y Arena” y “Nexos”. Sobra decir que estas entidades o publicaciones cuentan con una larga trayectoria de servicio eminente a sus lectores y seguidores. Las personas señaladas en estas arremetidas oficiales fueron varios escritores -— antes que esto, ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos— que han destacado en nuestro medio por el valor de su obra: Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y Rafael Pérez Gay.
Por supuesto, las opiniones de los ciudadanos agraviados por este despliegue del inmenso poder del Estado no han sido favorables al gobierno de la República. Han expuesto puntos de vista críticos sobre las políticas de aquél y han argumentado con razonamientos que ofrecen al juicio de sus conciudadanos, como es propio de una sociedad democrática. En suma, discrepan, difieren, se alejan del pensamiento oficial dominante. Mala suerte para éste, y buena para los ciudadanos que tienen a la vista dos versiones de la realidad —cada una con sus propios argumentos— para ilustrar sus propias conclusiones. En suma, democracia.
Pero este no ha sido el único suceso desafortunado —por usar un eufemismo— que se presentó en estos días (el único, quiero decir, en este orden de cosas, porque desafortunados ha habido muchos en distintos ámbitos). Puesta en rotación la rueda del poder, que suele ser abrumadora, como lo fueron las ruedas de tortura medievales, se hizo a Krauze y a Aguilar Camín una recomendación: “cambiarse de país” (“El Universal”, 12 de septiembre de 2020). No se trató de una invitación irresistible, sino de un “consejo fraternal”. Si la recomendación de mudanza viniera de cualquier compatriota —o de una agencia de viajes o de un promotor de inmuebles en el extranjero—, podría ser admisible, pero dudo mucho que lo sea cuando proviene de un funcionario de alto rango en la pirámide del poder público. Krauze respondió como debía: “No me iré nunca”.
Regreso al principio de esta nota: ¿qué pasa en México, más allá de la pandemia, la inseguridad y la economía? ¿Qué pasa con las libertades elementales de los ciudadanos? ¿Qué pasa con el derecho a la expresión franca y libre del pensamiento, que entraña el respeto a la diversidad de pareceres? ¿Cómo es posible que el Jefe del Estado distraiga su tiempo y convoque a sus gobernados para presentar el estado que guardan algunas publicaciones, cuyos responsables se han separado del pensamiento oficial? ¿Cómo se puede invitar a un mexicano —desde algún punto de la estructura del poder— a callar sus puntos de vista o abandonar su país? ¿Llegará el día en que una invitación a viajar entrañe una amenaza por no hacerlo? ¿Veremos la quema de los libros de los discrepantes en una hoguera oficial! En fin, ¿qué pasa? ¿Democracia, que va para mayor libertad, o autoritarismo, que va para tiranía?

