Este año ha dejado una narrativa que va de la violencia a la impunidad, incertidumbre, heridas que no cicatrizan y un tejido social visiblemente erosionado, no deja de sangrar.

Recién se cumplió un aniversario de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, un registro reprochable que pone de manifiesto la brutalidad acompañada de la impunidad, la verdad no se ha llegado a descubrir porque afloran las inconsistencias para anudar dicho expediente.

Los feminicidios se han incrementado a niveles escalofriantes, la ausencia de autoridad ha sido evidente porque la mayoría de los casos permanecen bajo la sombra ominosa de la impunidad. La justicia parece estar de vacaciones.

México se convierte en un inmenso panteón, la violencia confirma la descomposición social.

Este 2 de octubre se conmemoraron 52 años de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas en una noche de terror de 1968, un quiebre, el antes y después que no deja de recordarse.

En aquellos tiempos de finales de los años sesenta muchas banderas del cambio y la transformación ondearon en diversos sitios, una gran cantidad de fantasmas recorrieron el mundo, destacando el de la rebeldía juvenil como sucediera en el mayo rojo de París en donde la poesía recorrió las calles y las plazas para abatir modelos anacrónicos y clamar por la imaginación al poder. Prohibido prohibir.

El mundo cambió, se instalaron otros objetivos, digamos que se había sembrado otra primavera para modificar las agendas gubernamentales y los relojes adelantaban sus agujas.

Nada sería igual a partir de 1968, el mundo registraba irrupciones de diferente índole, la protesta social elevaba sus decibeles en un mundo atenazado por la Guerra Fría que enfrentaba a los colosos del mundo en aquellos tiempos.

En lo que concierne a nuestro país, a poco más de seis años de los hechos en Iguala que recuerdan la desaparición de los 43 normalistas se mantienen diversas hipótesis, aunque la impunidad también, la exigencia de justicia no se ha esfumado, sigue intacta.

La violencia en nuestro país no disminuye, los homicidios dolosos continúan al alza, la realidad muestra un rostro descompuesto, a todo ello se suman las constantes pugnas entre actores políticos.

Estamos en el siglo XXI, se pensaría que episodios macabros como los mencionados no tendrían espacio en esta era en la que se promueven los derechos humanos y se globaliza una nueva cultura jurídica, sólo que en nuestro país no disminuye la violencia, los feminicidios así lo indican.

El estado de derecho es una aspiración y la paz luce distante porque la realidad así lo refleja, más allá de buenos propósitos y de una pirotecnia discursiva que se queda anclada en lugares comunes.

Seguramente en un tiempo no lejano habremos de escuchar discursos proselitistas que aborden una agenda temática en la que se hable de legalidad, justicia y cómo recomponer el tejido social, en muchos casos serán mensajes huecos, repetitivos, obvios.

La demagogia ocupará espacios, aunque una señal que luce esperanzadora es que no se perdió la capacidad de asombro ni la de indignación ante los hechos que suceden, la sociedad sin partido también se organiza, sabe levantar la voz y exigir justicia para visibilizar a grupos vulnerables y oponerse a la impunidad.