El lejano Oeste, de la realidad y las películas, que menciono en el título de esta colaboración, fue escenario de violencias, regido por leyes que terminaban sometidas a la ley del más fuerte: duelos y tiroteos. Como parecería estar sucediendo con las leyes nacionales de países que son considerados paradigma del Estado de Derecho y en las relaciones internacionales de tales Estados.
No me refiero a los gobiernos y países de los que no puede afirmarse que sean Estado de Derecho: Rusia y China, para hablar de las grandes potencias. O entre las llamadas potencias medias, Turquía; o Corea del Norte y su horrible dictador. Tampoco me refiero al mundo árabe, donde, salvo un par de excepciones, la tónica son Saudi Arabia y los países del Golfo, dictaduras religiosas, ¡a 50 años de la muerte de Gamal Abdel Nasser, el rais egipcio que trató de modernizar el Oriente Medio!
Está igualmente ausente el Estado de Derecho en una legión de países de menor —a veces insignificante— peso en Asia, África y América Latina, como son Nicaragua, padeciendo al sátrapa sandinista Daniel Ortega, Filipinas con Duterte, un demente que ordena asesinar a presuntos traficantes de drogas, y Mali -hoy mal saliendo de un golpe de Estado y víctima de una filial de Al-Qaeda.
Hay otros gobiernos que son —y no— Estado de Derecho. Es el caso de Israel que padece, con el beneplácito de millones de hebreos, a Netanyahu, tramposo, corrupto, abusivo y mal educado, al grado de realizar viajes oficiales con maletas de ropa sucia, para lavarla ¡a cargo de sus anfitriones!, la Casa Blanca entre otros —esto lo informa The Washington Post— y decidido a despojar de sus tierras a los palestinos. Aunque con ello los palestinos terminarán siendo israelíes y el Estado judío que trata de conformar el premier y millones de hebreos se irá a la basura. Hay que reconocer, sin embargo, que Israel es, al mismo tiempo, una democracia que funciona.
Otro ejemplo de países que son —y no son— Estado de Derecho es India, la democracia más grande del mundo, con 600 millones de votantes, un sistema de votación sólido y sofisticado, la confianza de su población en el sistema —el 79%, según lo documenta el politólogo Ashutosh Varshney— desarrollo económico impresionante —6, 7% anual en 25 años, superando ya a China— y un multipartidismo que enriquece y fortalece al sistema político.
Sin embargo, esta democracia tan ejemplar no ha podido superar la realidad lacerante de enfrentamientos mortíferos entre hindúes y musulmanes —éstos constituyen el 14.2% de la población— que datan de 1947, cuando Pakistán y la India se independizaron, y que actualmente —informan analistas— vuelven a agravarse porque el primer ministro Narendra Modi y su partido exacerban el nacionalismo hindú y la xenofobia, incluso a través de leyes que no reconocen ciudadanía a los musulmanes.
Vuelvo a Latinoamérica y al Caribe para echar un vistazo sobre la vigencia del Estado de Derecho en la región, consciente de que mi percepción puede ser criticable: al margen de la ideología de los gobiernos, en Colombia, Perú, Chile, Uruguay e incluso en Argentina, puede considerarse que hay Estado de Derecho; ¿y Paraguay? En el caso de Bolivia y de Ecuador, las campañas y elecciones presidenciales, de octubre y febrero, fortalecerán o debilitarán su democracia.
Respecto a Venezuela, un régimen que viola sistemáticamente los derechos humanos y ha destruido al Estado de Derecho, mi sola esperanza, en el corto plazo, es que, ante las presiones internacionales, particularmente de la Unión Europea, el régimen celebre elecciones “creíbles” —según la expresión empleada por Bruselas— previstas para renovar la asamblea nacional; y después veremos. Sobre Brasil, hay que decir que está desbarrancándose políticamente con un presidente zafio, copia de Trump, experto en mentir, como éste, y que atenta todos los días contra el Estado de Derecho.
En Centroamérica y el Caribe, los países del Istmo padecen gobiernos mediocres y corruptos, entre los que destaca el mencionado sátrapa nicaragüense y Bukele, de El Salvador, enamorado del tuit como herramienta de gobierno y con apetitos de dictadorzuelo. Respecto a las islas, Cuba sigue sin despegar hacia la democracia, empantanada en un socialismo que ya no da más de sí, y ahora, además, hostilizada por el gobierno estadounidense.
¿Y México?, nuestro anémico Estado de Derecho es hostilizado todos los días.
Me interesa informar de Europa, más que de países de otros continentes menos cercanos a nuestros valores y tradiciones morales y políticos, así que hago un breve comentario al respecto, partiendo de los confines del Este: Ucrania, mal que bien, goza de democracia política, después de años violentos para instaurarla, pero está ahogada en un pantano de corrupción, despojada por Rusia de parte de su territorio y víctima de milicias separatistas, sometidas a Moscú.
Bielorrusia, que es noticia a raíz de la enésima reelección, fraudulenta, de Aleksander Lukashenko como presidente, las protestas multitudinarias, la represión a los opositores y el apoyo de Putin al autócrata. Ausencia de democracia y de Estado de Derecho.
La Unión Europea también sufre los embates de gobiernos y de sus líderes, así como de personalidades de oposición contra el Estado de Derecho: irrumpen gobiernos iliberales, según el concepto, propuesto en los años noventa por el politólogo estadounidense Fareed Zakaria, que celebran elecciones, pero a través de medidas legales o administrativas, atentan contra la división de poderes y la libertad de prensa.
Es el caso de la Hungría de Orban y del gobierno polaco que maneja, en una suerte de poder tras el trono, o súper poder, Jaroslaw Kaczynski, sometidos ambos Estados a un procedimiento por la posible violación de los valores de la Unión Europea, que vulneran el Estado de Derecho.
La ley del revólver lisa y llanamente
El símil del lejano Oeste y de la ley del revólver es, en mi opinión, particularmente ilustrativo al referirnos a lo que está sucediendo en Estados Unidos y en el Reino Unido, hoy escenario de violaciones a los derechos de las personas, al derecho constitucional y al derecho internacional, que perturban gravemente la convivencia social.
Respecto al Reino Unido, el primer ministro, Boris Johnson, intenta romper el Acuerdo de Retirada, firmado por él mismo, en octubre de 2019, con la Unión Europea: el brexit pactado, que a finales de 2020 debería implementarse en materias tales como seguridad, comercio, ciudadanía o pesca.
Este pacto entre un gobierno y la instancia supranacional Unión Europea —es decir sus 27 Estados miembros— es de derecho internacional y romperlo entraña una violación al derecho internacional —enfatizo—. Pero Johnson anunció que presentaría al parlamento una Ley de Mercado Interno —entregó ya el borrador— para “matizar o corregir” el Pacto de Retirada. Una ley que, por otro lado, haría volar en pedazos el cuidado andamiaje construido en torno a Irlanda del Norte, a fin de no poner en riesgo el llamado Acuerdo del Viernes Santo de 1998, que ha erradicado la violencia de años entre católicos y protestantes.
La impúdica intención de violar este acuerdo internacional, que —dice un asesor de Johnson— solo viola, “de un modo específico y muy limitado” (sic) el derecho internacional, es congruente con lo que el premier quisiera en el fondo: romper las negociaciones con Bruselas y lograr un brexit sin acuerdo, lo que, declaró, “sería un buen resultado”.
Esta suerte de desafío a Europa, ¡por un país europeo! ¿responde a pulsiones soberanistas en un mundo que será cada vez más de bloques que de Estados soberanos; pretensiones imperiales, de un imperio que ya no es; a torpes conspiraciones “anglosajonas” —un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos?— Un pacto, que ya advertido Biden a Johnson, no tendrá lugar si el Reino Unido pone en peligro los acuerdos de paz de Irlanda.
Sin embargo, este brexit, de interminables contradicciones, sigue negociándose entre Londres y Bruselas y sus delegados, así sea con “la confianza mutua rota”, siguen reuniéndose. Contra reloj. Hasta este viernes en la capital belga y con la intención de llegar a acuerdos a más tardar el 15 de octubre.
En un escenario en que la economía británica está en caída libre como consecuencia del coronavirus, Johnson, al igual que su casi compatriota del otro lado del Atlántico, actúa como un pistolero del lejano Oeste.
La campaña por las elecciones presidenciales en Estados Unidos también se está dando en un ambiente que parecería del lejano Oeste por las trampas, mentiras, bravatas, ignorancia y racismo de Trump, así como por su amenaza de pasar por encima de la ley. En esta atmósfera de polarización y de violencia, el presidente, es ese racista, rijoso e ignorante para muchos analistas, entre los que me incluyo, para el segmento educado de los estadunidenses y para la minoría negra y mexicana. Mientras el demócrata Joe Biden, su contrincante, candidato de larga y rica experiencia en la alta política personifica la sensatez.
Pero si esa es la percepción de millones de estadounidenses —y de analistas nacionales y extranjeros— otros millones de sus connacionales siguen viendo al presidente —lo siguen venerando— como un patriota que los escucha y los representa frente a los “comunistas, pedófilos, pro homosexuales y pro aborto, contrarios a la libre posesión de armas, enemigos de la religión”, que Biden y los demócratas representarían.
Los partidarios del candidato republicano, supremacistas blancos y gente común, se nutren de teorías de la conspiración proTrump, que difunden QAnon y comentaristas y redes sociales, como Ben Shapiro, Breitbart News, Franklin Graham, pastor evangélico, hijo del célebre predicador Billy Graham y muchos otros.
Hasta antes del primer debate —29 de septiembre— las preferencias, con márgenes de entre 3 y 9 puntos favorecían a Biden, pero los expertos toman esa información con mucha reserva, habida cuenta de la complejidad del sistema electoral estadounidense, que es federal, de los Estados, y de elección indirecta, a través de los votos de electores de cada Estado. Lo que puede dar lugar a que el candidato con el mayor número de votos no sea elegido presidente, como le sucedió en 2016 a Hillary Clinton que perdió la elección a pesar de superar en 2.8 millones de votos a Trump.
Por otra parte, la elección hace abrigar serios temores, en primer lugar porque Trump ha dado a entender que no reconocería el triunfo de su oponente; y sospechando que efectivamente triunfe Biden, se ha dedicado a desacreditar el proceso electoral, afirmando, por ejemplo, que las votaciones por correo —obligadas en muchos casos por la pandemia— se prestan a fraudes.
El problema es grave, porque si el presidente pierde los comicios, pero no reconoce su derrota, provocará un sismo político de proporciones. Lo es, además, porque de llevarse el caso —como puede suceder— a la Suprema Corte de Justicia, es de temerse que el tribunal falle a favor del presidente.
Lo anterior en virtud de que el reciente fallecimiento de la magistrada Ruth Bader Ginsburg, liberal y feminista, admirada, dio oportunidad al mandatario de nombrar a Amy Coney Barrett, católica, antiaborto, favorable a la libertad de portar armas y que ha votado a favor de medidas antiinmigración. Con ello, el alto tribunal cuenta con una significativa mayoría de magistrados conservadores.
Otro elemento. que complica aún más el escenario, es la revelación de The New York Times acerca de la presunta evasión de impuestos por parte del presidente, que ha pagado por años, cantidades irrisorias al fisco. Que podría hacerlo —y también a algunos de sus hijos— responsable penalmente, con riesgo de pisar la cárcel en cuanto pierda su inmunidad al dejar de ser presidente. Una inmunidad que procura, a todo trance, no perder.
La lucha entre los candidatos demócrata y republicano es despiadada, como lo ha confirmado el debate celebrado el lunes 29 entre ambos: violento, confuso, en el que Trump se rehusó a condenar a los supremacistas blancos, y que, según las encuestas flash —apenas terminado el debate— de CBS/YouGov y CNN, habría ganado Biden.
Sin embargo, hacen notar las encuestadoras y los analistas, ello solo tendría importancia, y muy relativa, para mover al no más del 5%, que es la cifra máxima de los votantes indecisos.
¿La hora de Europa?
Concluyo diciendo que, ante la reclusión internacional de Estados Unidos, que Trump agravó, la estafeta de árbitro de la sociedad internacional democrática y defensora de los derechos humanos tiene que quedar —para mejor— en manos de la Unión Europea. ¿De Alemania como primus inter pares?