Hasta las recientes fiestas patrias de septiembre de este aciago 2020 fue que me percaté de un hecho tan curioso como inadvertio para mi: Leona Vicario había sido declarada Benemérita y Dulcísima Madre de la Patria. Pues, bueno —me dije— sí que lo merecía, dados los grandes peligros y sufrimientos que hubo de padecer doña Leona durante la gesta independentista, junto con otras Madres de la Patria también notables, como Josefa Ortiz de Domínguez, Mariana R. del Toro de Lazarín y Antonia Nava. Después de mi hallazgo —y por puro divertimento—, di rienda suelta a conjeturas  absurdas sobre los lazos sanguíneos entre la Madre Patria, la Patria, Los Padres y Las Madres de la Patria. Caí en la cuenta que, México —mi Patria—, tiene varios padres (Hidalgo, Morelos, Allende, Guerrero) y varias madres (las arriba mencionadas) beneméritas y dulcísimas ellas. En mi jocosa cabeza, caí en la cuenta que mi mexicanidad está inoculada del ADN libertario de varios padres y madres, todos enraizados en la Madre Patria, o sea, España, que vendría a ser mi abuela. “Hombre —me dije—, pues qué bonita familia la mía”.

Pero, ¿por qué estas divagaciones marihuanescas? Pues resultan de una reflexión un tanto más seria sobre la creación de los mitos fundacionales y que son esas invenciones que, sin embargo, crean redes invisibles que cohesionan —paradójicamente— con gran fuerza a propios y extraños dentro de una nación, grupo o comunidad: desde las religiones, doctrinas, partidos políticos, hasta la fanaticada del fútbol. Lo importante es el mito, la leyenda, la creencia.

Un viejo relato cuenta que, en ocasión de la visita de la arqueóloga Eulalia Guzmán al Presidente López Mateos, ésta le informó que estaba confirmado el hecho de que los restos de Rey Cuauhtémoc no correspondían a los encontrados en Ixcateopan, Guerrero. Sin inmutarse —cuentan—, don Adolfo se levantó de su silla, haciendo lo propio la investigadora Guzmán, y encaminándola a la puerta, le dijo: “Reconozco maestra todo el esfuerzo y conocimiento que ha puesto usted para llegar a esta conclusión, pero recuerde que un país necesita y vive de sus mitos. Los huesos, que le quede claro, sí son los de Cuauhtémoc”, y cerró la puerta.

Este relato me confirma, una vez más, que en la cohesión de los grupos sociales, creer es más importante que saber. El credo y el dogma (equivalentes al mito y a la ficción) son crisol de identidades compartidas basadas en la fe y en el pensamiento irracional.

En la reciente obra de Yuval Noah Harari, De animales a dioses, nos habla que la revolución cognitiva del Homo sapiens, sobre cualquier otra especie de Homo, fue realmente “esa capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en lo absoluto”. Ejemplos sobran: los dioses, los espíritus, las fuerzas del mal y del bien, los milagros. “El secreto -nos dice Harari- seguramente fue la aparición de la ficción. Un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes”. Piense el lector, por ejemplo, en la ficción jurídica de las sociedades anónimas o personas morales, cuya existencia es incorpórea pero nos es útil fingir existen y tienen vida propia.

Sin embargo, los mitos y ficciones no son eternos, pues —agrega el mismo Harari— “en las condiciones apropiadas, los mitos pueden cambiar rápidamente. En 1789, la población francesa pasó, casi de la noche a la mañana, de creer del mito del derecho divino de los reyes a creer en el mito de la soberanía del pueblo”. El mérito —me parece— de los líderes políticos y religiosos, duches, caciques y tlatoanis, es crear la ficción o el mito en el momento y en el lugar propicio.

Hoy en México, por ejemplo, ha vuelto a tomar vida la creencia —antagónica por cierto— entre liberales y conservadores, entre chairos y fifí, entre buenos y malos, entre pobres y muy ricos, entre académicos y pueblo sabio. Viejos y nuevos mitos, para nuevos propósitos ¿Han prosperado éstos? Parece que sí: varios millones de mexicanos los abrigan devotamente.

Por eso me intriga y sorprende la reciente exaltación de Leona Vicario, real y mítica al mismo tiempo, como también me sorprendió aquél Grito de independencia de Luis Echeverría en el que incluyó su “¡Viva el Tercer Mundo!”, mito que se desvaneció (afortunadamente) con su sexenio. Muchos mitos habrán de perdurar por largo tiempo (el águila devorando la serpiente, Juan Diego, la Virgen de Guadalupe, el Grito de Dolores); otros languidecen en la retórica cívica (el Niño Artillero, el Pípila, el Niño Héroe). Y vendrán otros nuevos para nuevos propósitos (Junto a la heroína independentista, podrían aflorar —se me ocurre— los beneméritos y dulcísimos Paco Ignacio Taibo y Gerardo Fernández Noroña). Todo puede suceder en los tiempos que corren.

¿Qué nuevos o viejos mitos habrán de prevalecer en la historia de México? No lo sé, no me atrevo a escribir la historia de mañana de lo que está pasando ahora; tendremos que esperar a que las fuerzas del poder y del tiempo nos digan qué mitos y ficciones pervivieron. Hoy no. Nadie en su sano juicio vive pensando que será parte de la historia, y que sus mitos y creencias —y su persona misma— seguiran siendo parte esencial de su revolución cognitiva. Me resisto a adoptar aquello que no ha alcanzado la categoría de egregio, clásico o memorable.

Prefiero, por tanto, quedarme con mis Madres y Padres de la Patria, buenas y buenos por conocidos, que buenas y buenos por conocer. No rechazo, aclaro, los merecimientos de Leona Vicario Fernández para sumarla a mis Madres de la Patria, pensando que algunas de ellas habrán de sobrevivir al tiempo y al olvido; así, siendo tantas, me libraré de caer en la horfandad cívica De aquí la importancia de —como mexicano— tener madres que perduren, y no que a la postre digan: “éste, de plano, no tuvo madre” ¡Dios me libre!