La fe se prueba únicamente
en tiempos de adversidad
Ovidio

 

Plagas y epidemias han acechado a la humanidad a lo largo de su historia, y en todas ellas los mortales resultados han afianzado tradiciones funerarias milenarias que gracias a migraciones y conquistas se han enriquecido con otras formulas y protocolos que, adoptados por los pueblos, han dado origen a expresiones irrepetibles de la fe en vidas mejores.

La pluriculturalidad mexicana aporta al mundo coloridos y profundos ritos y ceremonias de Muertos, todos patentizan nuestra creatividad y nuestra profunda y singular concepción ante la muerte, pérdida celebrada con una vitalidad insospechada que a través de flores, cantos, rezos y ceras se funden y confunden en rituales familiares que enlazan clanes ancestrales a través de la fiesta y la gastronomía.

Si a fines de la década de los años 50 del siglo XIX una pandemia obligó a prohibir los entierros en atrios y templos, dando así origen a los panteones civiles, comunitarios y privados que albergan a nuestros muertos mexicanos, hoy la Covid-19 nos obliga a cerrar esos recintos, —tal y como se tuvo que hacer hace cien años ante la Gripe Española-—con la única finalidad de frenar contagios masivos que provoquen mortandades indeseadas entre los capitalinos.

Nadie puede negar que en el ánimo de la humanidad la búsqueda de vacunas y tratamientos a esta pandemia se hace cada día más urgente, sobre todo cuando  vemos trastocadas las más relevantes expresiones culturales comunitarias, pues si los hitos cívicos, como el Grito y el tradicional desfile de la Independencia pudieron ser asumidos a la distancia merced a la tecnología, un tema tan íntimo y tan familiar como es el recuerdo de los que se fueron, de quienes “se nos adelantaron”, pareciera trastocar irreparablemente una cadena milenaria de culto a nuestros muertos.

Pero aquellos que se consideran guardianes de la tradición ancestral mexicana, han reflexionado en torno a la importancia de sostenerla desde el lugar de su origen, es decir, desde la Calli, la casa, el espacio destinado a ser panteón familiar por excelencia, sustento del altar de muertos en el que la imagen de los fallecidos más cercanos  se honra con su fotografía y en su entorno se le ofrendan sus gustos culinarios y sus bebidas de preferencia; con este principio básico se retoma con fuerza la intimidad comunitaria de una fiesta de comunión ancestral cuyo espacio es el hogar, no el panteón, no el cementerio impuesto para ellos por los españoles desde 1519, cuando enfrentaron otra concepción de muerte muy diferente.

No obstante el sincretismo propiciado por nuestras culturas originarias y las de los conquistadores, a todas ellas les mueve una profunda fe en la otra vida, una honda creencia que anima el derecho a la memoria familiar, a la comunitaria y, en todas sus riquezas y sus matices, a la memoria nacional.

Por ello, este 2020 ofrece una inigualable oportunidad para profundizar en la práctica en esa certeza mágica que se encarnan en tales ritos y procesos socioculturales, confirmando así la razón que asistió al poeta Ovidio cuando afirmó que la adversidad templa la fe entre la humanidad.