“Pisa con alegría el suelo aquel
que antes había temido”.
Lucrecio

Los procesos teatrales han acompañado a la humanidad a lo largo de sus diversidades y desarrollos, desde tiempos inmemoriales la espiritualidad convocada por hechos y leyendas ha permitido mantener vigente la recreación de las principales virtudes y flaquezas de los seres humanos; así, el arte dramático penetró diversas expresiones colectivas y su impronta es innegable en rituales religiosos y paganos.

Por ello, analizar la historia de las ciudades a través de sus carteleras de teatro, es una asignatura que permite entender los enfrentamientos o las fugas anímicas de sus habitantes ante situaciones gozosas o adversas.

Hace una centuria nuestra Ciudad era un espacio de angustias sanitarias, políticas y económicas:  1918 había dejado una huella indeleble de mortandad debida a la “Gripe Española” y luego, el 21 de mayo de 1920, la inestabilidad política golpeó a los habitantes por el asesinato de Carranza; entonces el grupo revolucionario acuerda nombrar Presidente Sustituto al sonorense Adolfo de la Huerta, hombre culto quien entendía perfectamente la importancia de las artes escénicas como muestra de confianza gubernamental y como catalizador para promover y provocar las necesarias catarsis populares.

El olfato político de Don Adolfo y el de su consorte, Clara Oriol, quien ya habían ocupado en dos ocasiones la gubernatura de Sonora, estaba avalado por experiencias que fueron fundamentales para que el Contador Público se propusiera generar ese gobierno de consensos que diera paso a la elección del 5 de septiembre, –ganada por Álvaro Obregón–  en la que el teatro sirvió de válvula de escape, al tiempo que generaba en la capital la certeza de recuperar tranquilidad económica y política de cara a la nueva década.

A pocos días del asesinato del Barón de Cuatro Ciénegas, la Ciudad fue sorprendida por la comicidad y talento de un joven actor, Roberto Soto “El Panzón”, en la puesta en escena de “El gato montés” de Manuel Penelló; mientras que María Conesa deleitaba en el Colón con la sátira “La huerta de Don Adolfo”, aclamada por el propio presidente, quien envió felicitaciones a su autor, Guz Águila, en tanto el candidato Obregón se convertía en asiduo al camerino de la Gatita Blanca.

Lupe Rivas Cacho presentaba en julio de aquel año “Cabaret Frappé” con Celia Montalbán y Aurora Walker, a quien acompañó un joven Joaquín Pardavé; en septiembre, el Lírico presentó “El sainete de la Democracia”, comedia de Humberto Galindo en la que se hacía mofa del proceso electoral que dio el triunfo a Obregón.

En octubre la Conesita interpreta en el Colón la comedia “Lysistrata”, y en noviembre Lupe Rivas Cacho presenta en el Lírico “El Tenorio Bolcehviki”: luego, el Colón haría vibrar a su auditorio con “Las Diosas Modernas” pues María Conesa embelesó al respetable a ritmo de Fox Trot, de Tango y de un mítico e irrepetible Jarabe Tapatío.

Recobrando al poeta romano, autor del “Rerum Naturae”: el teatro permitió a la Ciudad pisar ese suelo tan temido con la singular alegría de los nuevos tiempos.