Estados Unidos de América (EUA) ya no podía darse el “lujo” de reelegir a otro presidente como Donald John Trump, aunque nadie puede negar que más de 70 millones de ciudadanos estadounidenses –de todos los grupos humanos fundidos en el crisol multiétnico que componen la sociedad estadounidense; el melting pot que tanto llama la atención–, lo hicieron el 3 de noviembre del presidente año, e incluso algunos días antes, varios millones más que hace cuatro años. Al parecer terminó una de las tantas pesadillas que ensombrecen la vida cotidiana de la poderosa Unión Americana. E infinidad de estadounidenses mentalmente repitieron, como el cuervo de Edgar Allan Poe: “nevermore”: “jamás”, “nunca más”. Aunque, propios y extraños, no dejaron de pensar que el fenómeno político puede repetirse. En esta materia todo es posible. Por el momento, se salvó la situación. Trump pasa al basurero de la historia, aunque algunos “tengan otros datos” que avergüenzan. En tanto termina su mandato, el 19 de enero próximo, mueve su equipo jurídico tratando de echar abajo la elección que perdió en lo general y en los votos electorales.

Las elecciones presidenciales de este año en los dominios del Tío Sam, pasan a la historia por muchas razones, no sólo por desarrollarse en el “año de la pandemia” –el mortífero Covid-19 que dio pie para que el presidente Donald Trump demostrara su torpeza (por decir lo menos) para combatirla, argumento válido para sus adversarios en el momento de votar–; sino porque fueron algo más que comicios tradicionales, se convirtieron en un plebiscito en contra de la administración Trump, caracterizado por sus ocurrencias y su irregular comportamiento ya no sólo como presidente, sino como una persona “normal”. Su infinidad de mentiras, contabilizadas periodísticamente, impusieron la poca credibilidad que tenía nacional e internacionalmente. Desde los primeros minutos de su (des)gobierno empezó a juntar piedras para que al final lo lapidaran. Lo hizo a conciencia. Y lo logró, aunque se negó a aceptarlo. Pésimo perdedor.

Al final de cuentas, Trump es un fenómeno político contradictorio. Llegó al poder por un hastío de los votantes en contra de los “políticos profesionales”, pero, su propia inexperiencia –y demasiada ambición– lo condujo a la orilla equivocada: en muy poco tiempo hartó a la ciudadanía, aunque en el trayecto “convenció” a otros de que era el “mandatario perfecto”. En buena medida, los excesos del magnate provocaron que estas fueran las votaciones más copiosas de la historia de EUA. Los votantes acudieron a las urnas como nunca antes. En su beneficio, pero más en provecho de su adversario, el abanderado demócrata, Joe Biden, que será el presidente más anciano de EUA, cuando asuma el poder el 20 de enero de 2021, contará con 80 años de edad. No obstante, el ex vicepresidente posiblemente sea el mandatario que más votos haya obtenido en la vida electoral de la Unión Americana, incluso más que Barack Hussein Obama. De tal suerte, los republicanos continúan siendo republicanos y los demócratas, demócratas. Pero, los estadounidenses se hartaron de un payaso “presidente”, mentiroso, autoritario, prácticamente amoral, patán, inculto e ignorante del sistema gubernamental de su país. Logró, en pocos meses, que el admirado United States of America, fuera repudiado en muchas partes del mundo; en síntesis, “una vergüenza internacional”. A los sucesores de Trump les costará mucho trabajo recuperar la posición de su país en el escenario mundial. Sacar a EUA de la UNESCO, de la OMS, y casi de la OTAN, no es cualquier cosa. Como tampoco abandonar el Pacto de París, en los momentos en que el planeta sufre en todas las latitudes las consecuencias del cambio ambiental. Si los estadounidenses lo hubieran dejado cuatro años más en la Casa Blanca, las consecuencias hubieran sido imprevisibles. La llegada de Biden a Washington no resolverá, ni mucho menos, los gravísimos problemas que creó Trump, pero sí es una buena bocanada de oxígeno no sólo para EUA, sino para el mundo. Así de claro.

Después de cuatro días de desesperante recuento de votos y de amenazas del presidente Trump en el sentido de que los comicios habían sido un fraude por lo que no reconocería sino su victoria, el sábado 7 las autoridades electorales de Pensilvania anunciaron que Joe Biden ganaba  el voto popular en el estado, por lo que sus 20 votos electorales le correspondían, con lo que alcanzaba el número mágico de 270. Automáticamente el candidato demócrata era el ganador de los comicios y el próximo presidente de EUA, el número 46. Poco después, como semillas de rosario, Nevada hacía lo propio aumentando la suma electoral a 279 votos, siete más de los indispensables. Y aunque Trump hubiera recibido algunos votos electorales más, la ventaja del ex vicepresidente ya era irreversible. Empecinado, Trump decía que no. Las grandes cadenas noticiosas refrendaron el triunfo de Biden, tal y como lo marca la costumbre.

Al caer la noche del sábado 7 de noviembre, las principales ciudades del país –por cierto, las 25 más populosas de USA votaron a favor de Joe Biden y de Kamala Harris, compañera de fórmula del azul democrático– se convirtieron en un escenario de fiesta, parodiando la novela de Ernest Hemingway, París era una fiesta. En Wilmington, Delaware, donde vive Biden, fue el festejo, en un escenario al aire libre. Ahí declaró: “Dejemos que está sombría era de demonización en Estados Unidos comience a terminar aquí y ahora”. Opuesta a la retórica ofensiva de Trump, la de Biden es la de un líder que no busca la división, sino la unidad, que no diferencia entre “estados rojos y azules”, refiriéndose a los colores tradicionales del Partido Republicano y del Demócrata.

A su primer discurso como presidente electo, Biden agregó: “Quiero restaurar el alma de EUA para reconstruir la columna vertebral de esta nación, la clase media, y para hacer que el país vuelva a ser respetado en el mundo de nuevo”. Manteniendo una oferta conciliadora, tendió la diestra a los simpatizantes de Donald Trump –gesto que difícilmente hará el magnate aficionado al golf: ¿cuántos tiros habrá dado con el palo a la pelota de golf, para descargar su coraje, el día que supo que Biden le había ganado?–: “a todos ustedes que votaron por el presidente Trump, entiendo su decepción, yo mismo he perdido un par de veces, pero ahora démonos una oportunidad los unos a los otros, ya es hora de apartar la retórica estridente, bajar la temperatura, vernos los unos a los otros y escucharnos de nuevo”.

Antes de que el expresidente tomara la palabra, Kamala Devi Harris apareció primero, vestida ad hoc, de blanco, como las históricas sufragistas –las que consiguieron que en 1920 se aprobara la décima novena Enmienda de la Constitución de  EUA, según la cual ni los estados ni el gobierno de EUA pueden negar a nadie el derecho al voto por razón de su sexo–, y agradeció a Biden “por haber tenido la valentía de escoger como compañero de fórmula a una mujer y además negra. Visiblemente emocionada, Kamala, ex fiscal general de California y ex senadora Jr., por el mismo estado desde 2017, aseguró que, aunque ella será la primera mujer en el cargo de vicepresidenta, y la primera no blanca en ocupar la Vicepresidencia de EUA, “no será la última “porque cada niña pequeña que nos está viendo esta noche ve que este es un país de posibilidades”.

No podía desaprovechar el histórico momento y rindió homenaje a las “generaciones de mujeres, mujeres negras, asiáticas, blancas, latinas y nativas estadounidenses de toda la historia, que han abierto el camino para el momento de esta noche”. “Mujeres que lucharon y sacrificaron tanto por la igualdad, la libertad y la justicia para todos. Incluidas las mujeres negras, y a las que a menudo no se tiene en cuenta, pero que a menudo demuestran que son la columna vertebral de nuestra democracia”.

Además de hacer un llamamiento para calmar los ánimos electorales, Biden trazó con sus primeras palabras como presidente electo cuáles serían sus prioridades, la principal de ellas la lucha contra la pandemia del Covid-19, así como acabar con el racismo sistémico, la crisis climática y retornar a la prosperidad económica.

El lunes 9, además de advertir que el país enfrenta un “invierno muy oscuro”, por lo que rogó a todos los habitantes de EUA que “lleven cubre bocas” –“se los suplico, lleven mascarilla, háganlo por ustedes, por su vecino, una mascarilla no es una declaración política, pero sí una buena manera de empezar a unir al país”–, anunció la formación de un grupo de trabajo para detener la pandemia, en los momentos que EUA acaba de superar los 10 millones de contagios del letal virus.

El Comité lo forman 13 expertos médicos, como el ex director de la Administración de Fármacos y Alimentos, David Kessler; la profesora de la Universidad de Yale, Marcella Núñez-Smith y Zeke Emmanuel, ex asesor de la administración del ex presidente Barack Obama.

Al final, pero no menos importante, la mayoría de los dirigentes de los países que forman la Organización de Naciones Unidas (ONU), han felicitado al presidente electo de EUA, Joe Biden, excepto, el de China, Rusia, Corea del Norte, y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Es posible que el mandatario mexicano, como siempre, “tenga otros datos”, y pueda asegurar que “las elecciones estadounidenses fueron un fraude”, tal y como propala el derrotado Donald Trump sin presentar una sola prueba de este ilícito. ¡Qué tontería! López Obrador y Ebrard Casaubón no saben lo que hacen. Biden los tratará con guante de seda. El próximo jefe de la Casa Blanca ni suda ni se acalora porque el tabasqueño no lo haya felicitado. Mientras el ex vicepresidente estadounidense busca la conciliación nacional en su país, en México, los de de la 4T “tratan de inventar el hilo negro o el agua hervida”. VALE.