El antialcoholismo es un tema recurrente. Invocarlo gana la simpatía de gente poco informada; es un buen expediente para ganar votos. Quienes recurren a él lo hacen, preferentemente, por motivos electorales. Por esa razón aparece periódicamente como propuesta política en tiempo de elecciones. Tan pronto se celebran, deja de tener vigencia. Es un señuelo para atrapar a votantes ingenuos: puritanos, conservadores o mojigatos. Muchos de ellos muerden el anzuelo.
También son antialcohólicos, de fachada o sinceros, quienes se dicen revolucionarios. Es propio de ellos proclamarse puritanos y salvadores de las buenas costumbres. Algunos abandonan esa mascara cuando llegan al poder; otros, que son los menos, la conservan y se vuelven peligrosos; el caso de Maximillen Robespierre lo comprueba.
El constituyente de 1917 no quiso quedarse atrás. Quienes formaron parte de él, oficialmente fueron abstemios. Para que México no quedara al margen de la moda antialcohólica que en esa época prevalecía en los Estados Unidos de América, que derivó en la aprobación de la enmienda prohibicionista, la décimo octava de 1919, algunos constituyentes propusieron se incluyera en la Constitución mexicana una prohibición parecida.
Al presentarse la iniciativa ante la asamblea soberana, uno de los constituyentes, que era abstemio, hizo notar dos detalles: uno, que en ese cuerpo colegiado a lo más habría dos abstemios; el segundo, refirió una pequeña incongruencia; ante el pleno afirmó que tenía noticias de que los redactores de la cláusula antialcohólica, para celebrar tan feliz iniciativa: “…habían agarrado una…” No terminó la frase, sólo agregó: la risa de ustedes denota qué fue lo que hicieron los redactores de ella.
A pesar de tan malos antecedentes y de la risa de los constituyentes, el combate al alcoholismo penetró, aunque mediatizado, en el texto de la Constitución de 1917, prueba de ello son el artículo 73, fracción XVI y el último párrafo del artículo 117.
Insisto, en México el antialcoholismo de los legisladores es de dientes para fuera; es electorero. No tiene nada que ver con un propósito real, firme y decidido de combatir el consumo de alcohol.
Lo anterior viene a colación por razón de la iniciativa presentada ante el Congreso de la Ciudad de México por el diputado local Fernando Aboitiz Saro, integrante del Grupo Parlamentario Encuentro Social, por virtud de la cual propone prohibir la venta de bebidas alcohólicas, productos derivados del tabaco, inhalables o solventes, a los menores de 21 años, mediante la modificación de la fracción I, del artículo 11, y adicionar el artículo 12 Bis de la Ley de Establecimientos Mercantiles.
Si bien los propósitos perseguidos por la iniciativa pudieran ser laudables, su autor pasa por alto algo que es importante: cuando alguien llega a la mayoría de edad, tanto la ley como la sociedad consideran que es apto para el pleno ejercicio de sus derechos y obligaciones. Tan es así que, mediante su voto, quien cumple los dieciocho años, está en posibilidad de decidir libremente por sí, sin intervención de un tercero, a través del ejercicio del derecho de voto, respecto de la naturaleza del estado mexicano, sus instituciones, poderes y órganos. Eso no es de poca monta.
De aprobarse la iniciativa, en la Ciudad de México, habría ciudadanos de primera y de segunda; dicho de obra forma: habría ciudadanos menores de edad y ciudadanos mayores de edad, lo que es un contrasentido; admitirlo implicaría una violación al derecho humano de igualdad ante la ley (artículo 12), y un desconocimiento de los derechos políticos, concretamente los reconocidos en el artículo 35 constitucional. Quien es mayor de edad es considerado, por regla general, imputable para los efectos penales.
La iniciativa adolece de otros vicios de inconstitucionalidad; estos ya los hizo notar el constitucionalista don Sergio Charbel Olvera Rangel:
Es violatorio del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Este derecho deriva del principio de autonomía personal, y consiste en la capacidad de elegir y materializar libremente planes de vida e ideales humanos, sin la intervención injustificada de terceros. Tiene una dimensión interna y una externa.
Su dimensión interna se relaciona con la libertad de conciencia o la libertad de expresión, debido a que su función es salvaguardar la esfera personal. En este sentido, protege una “esfera de privacidad” del individuo en contra de las incursiones externas que limitan la capacidad para tomar ciertas decisiones a través de las cuales se ejerce la autonomía personal.
La dimensión externa da cobertura a una genérica “libertad de acción” que permite realizar cualquier actividad que el individuo considere necesaria para el desarrollo de su personalidad.
Este derecho se ha reconocido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación como parte de nuestro sistema jurídico.
La propuesta no constituye una medida necesaria para proteger los fines constitucionales que persigue el legislador, porque existen medidas alternativas que son igualmente idóneas para alcanzar dichos fines, pero que afectan en menor grado el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Para alcanzar los fines que pretende podría limitarse a desalentar ciertas conductas o a establecer prohibiciones en supuestos más específicos.
El legislador presume la afectación al orden público por la compra de bebidas alcohólicas por parte de menores de 21 años. Eso es un límite abstracto que no cumple con un test de razonabilidad.
En el mismo sentido se pronunció la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el caso del consumo lúdico de la marihuana.
Es violatorio del concepto de ciudadanía y la mayoría de edad previsto en el artículo 34, fracción I, de la Constitución General.
La mayoría de edad es un concepto que se basa en el requisito de 18 años que necesitan los mexicanos para adquirir la ciudadanía
Esa edad tiene dos dimensiones, una externa y otra interna. La externa se traduce en derechos políticos, en la posibilidad de decidir y participar activamente en los temas de relevancia democrática, lo cual es un aspecto externo de relevancia social; la interna, en la capacidad jurídica plena –salvo determinadas excepciones–para la celebración de actos jurídicos y la toma de decisiones que inciden en el desarrollo de las personas. La limitación a la capacidad jurídica, y en general a los derechos humanos, requiere razones justificadas constitucional y convencionalmente, que en el caso no existen”.
Los pocos abstemios absolutos que hay, y yo soy uno de ellos, no somos de fiar. He invocado el caso de Robespierre; ahora agrego los nombres de Hitler, Pancho Villa y Luis Echeverría. Hay otros.
Termino estas notas refiriendo una historia que narra Plutarco:
“Pirro de Epiro: “Al oír que unos jóvenes, mientras bebían, habían dicho muchas difamaciones contra él, ordenó que al día siguiente los trajeran a todos a su presencia. Una vez allí, preguntó al primero si había hablado esas cosas de él. Y el joven respondió: «Si, majestad, y habríamos dicho mucho más que eso, si hubiéramos tenido más vino».” Plutarco, Moralia III. Máximas de reyes y generales, 184 C.
También refiere esa anécdota Dión Casio, Historia romana, libro X, Zonaras, VIII, p. 358.