Las vísperas de Día de Muertos en México, resultan idóneas para desempolvar autores y obras antiguas que nos hablan sobre leyendas, fantasmas y sucesos de ultratumba, temas peculiarmente ligados a la cultura mexicana desde hace varios siglos. Ya en la Historia general de las cosas de Nueva España, el imprescindible fray Bernardino de Sahagún daba a conocer a la sociedad novohispana del siglo XVI, una relación de los seres sobrenaturales que atormentaban a los habitantes indígenas del centro de México, situándose en este texto, incluso, la primera referencia al afamado personaje de “La llorona”: Sin embargo, no sería hasta la consolidación paulatina de la metrópoli que se enriquecería, especialmente de manera oral, el repertorio de espectros, espantos y prodigios paranormales en las calles de México. Fue hasta el siglo XIX que muchos relatos de esta naturaleza fueron publicados de manera formal, y en aras de la formación de una identidad cultural, a través de las plumas de personajes como Juan de Dios Peza y Vicente Riva Palacio, llegando el género a un especial auge hasta los años 1900, y  gracias figuras como Luis González Obregón y Artemio de Valle Arizpe.

No obstante, y aunque su obra no podría clasificarse literariamente junto con la de los creadores mencionados, en 1921 Genaro Estrada concibió Visionario de la Nueva España. Fantasías mexicanas, un retrato entrañable y sensorial de la capital virreinal. En su texto, quien fuera secretario de Relaciones Exteriores y embajador de México en España, logra reconstruir a través de pequeñas estampas la esencia fantasmagórica de la urbe y llevar hacer cambiar al lector, solitario, entre la oscuridad y los murmullos de los palacios barrocos, las plazas y los callejones. Visionario de la Nueva España es, a la par, un complemento excelente a la Visión de Anáhuac, 1519 de Alfonso Reyes, que puede considerarse un punto de partida para descifrar no solo la hecatombe surrealista que representa la Ciudad de México, sino también la identidad nacional. En fin, aquí presentamos cuatro de las postales con las que Estrada hace de la página una ventana de escalofrío, un boleto de ida a la ciudad fantasma.

 

NOCTURNO DE SAN GERÓNIMO

Voici le soir; la terre a fait un tour de plus, et les choses vont passer avec lenteur sous le tunnel de la nuit.

  1. Renard, Le Vigneron dans sa vigne.

En la Plaza de San Gerónimo ni un ruido altera la dulce calma de la noche, y los arbolillos que bordean el arroyo se han dormido, arrebujándose en la tenue claridad de la luna que ahora asoma un segmento detrás de la iglesia conventual.

Ya la vieja que reza todo el día en aquel chiribitil del rincón, corrió la tranca, más pesada que la puerta que asegura, para que el diablo no vaya a meter el rabo, y mató la luz de su vela para rezar el último rosario desde la oscuridad de su camaranchón; el perro vagabundo se ha echado como una rosca, en un ángulo del 12 muro, para dar al olvido la paliza que le atizaron los léperos de las Atarazanas. Desde aquel balcón una maceta desborda las ramas de una madreselva y la planta exhala sus aromas que van difundiéndose en la noche silente. Un grillo se ha puesto a cantar allá arriba, en la torre, y su nota monocorde hace más grave la soledad de la hora.

Sólo en aquel alto ventanuco del convento se distingue una pálida luz rojiza, de una celda en donde a estas horas alguna monja jerónima debe de componer suaves endechas por el amor de Jesús.

La luna va rodando por el cielo y se entretiene en el viejo juego de la gallina ciega, escondiéndose entre las nubes para dejar la plaza a oscuras y apurar el canto desolado del grillo.

EL APARECIDO

Aquella noche el marqués de Branciforte tuvo un horrible sueño. Soñó que el propio Carlos V, armado como en la pintura del Ticiano, llegaba a la Plaza Mayor e iba con paso resuelto y ademán airado en derechura de la magnífica estatua de bronce de Carlos IV que el día anterior había sido descubierta con grandes fiestas y popular estrépito.

Y que el César invicto abría de un puntapié la puerta de la verja de hierro, y que se llegaba al pedestal para treparse y arrojar con ira la corona de laurel que adornaba las sienes del estúpido monarca.

Y que en su lugar colocaba una cabeza de ciervo cuya cornamenta crecía a cada momento, y sobrepasaba las azoteas de la Diputación, las torres de la Catedral y se perdía en las nubes.

Y que de un tirón arrancó el manto romano de la estatua para sustituirlo con el miriñaque de doña Luisa de Parma y con el levitón de don Manuel de Godoy.

Y que después, con grave paso, encaminábase a Palacio, en donde urgido preguntaba por el virrey, conminando a la guardia de entregarlo sin dilación.

A la mañana siguiente el marqués despertó mucho

más temprano que de costumbre. Al punto llamó a un

criado y le dijo:

—Abrid ese balcón y ved qué hay que hay de nuevo

en la plaza.

—A estas horas, Excelencia, no hay nada de nuevo.

Sólo distingo la estatua ecuestre de Su Majestad Carlos IV, que eleva al cielo la gloria del laurel de Marte…

Don Miguel la Grúa Talamanca y Branciforte suspiró largamente, como si se despojara de un gran peso,

y volviéndose de un lado entre las revueltas ropas del

lecho, dijo al camarista:

—¡Cerrad el balcón … y no me despertéis hoy hasta las diez!

 

 

LAS DOCE

ln the silence of the night,

How we shiver with affright

At the melancholy menace of their tonel.

Edgar Allan Poe, The Bells.

Las doce. Han dado las doce en el monasterio de las capuchinas. Como la letanía de los muertos que cantaran sucesivamente doce monjas; como si doce losas tombales cayeran, una después de otra, en la cuenca sonora y lúgubre de doce sepulturas en un cementerio abandonado hace muchos siglos; como si doce gritos trágicos desgarraran las sombras pobladas de fantasmas y de presagios; como si la voz lejana de los doce apóstoles le hablara al mundo en esta hora de silencio y de angustia; como si los doce signos del zodiaco cayeran a la tierra en augurio pavoroso.

Han dado las doce en el monasterio de las capuchinas. ¡Las doce! La hora en que en los cubículos de la Inquisición se oye arrastrar cadenas; la hora en que en el cementerio del convento de San Francisco aparece una procesión de monjes grises que repasan las cuentas de sus rosarios entre los dedos descarnados; la hora en que la horca que está en la Plaza despide llamas azules; la hora en que se escuchan palabras de espanto y llamadas de socorro en el quemadero de San Diego, y en el coro de la catedral cantan las letanías las almas de los canónigos impenitentes, y las campanas de la torre de San Pablo tocan solas, y en un rincón de la Calle de la Celada se dibuja la sombra del caballero de Solórzano, y un viento inexplicable apaga las lámparas de aceite de las hornacinas…

¡Dios mío! ¿Qué es esto que me ahoga, que no deja salir de mi garganta el grito horroroso que me sugiere este silencio mortal y lúgubre en que está sumido el mundo después de la última campanada de las doce?…

 

LA ALCOBA

Quelqu´un a huerté la porte.

¿Qui donc a heurté, serait-ce le vent?

  1. Wyseur, La Flandre rouge

Desde mi lecho, por los cristales de la ventana que la vida ilumina, veo el jardín en donde hay una tapia cubierta de yedras y algunos árboles que parecen más oscuros al dibujar su silueta contra la luz difusa, que a veces las nubes hacen más débil y apagada.

Hace ya muchas horas que maté la luz de mi lámpara y, sin embargo, el sueño no ha venido. Hay algo que mantiene abiertos mis ojos, fijos en el ciprés del jardín, en donde una lechuza lanzó tres silbidos horrendos.

Han sonado, muy lejos, unas campanadas. ¿Han sonado las campanas de Regina, o son las viejas campanas del convento de Santiago? Han sonado, muy lejos, unas campanas…

Y siento como si las sábanas fuesen un sudario helado que a cada momento paraliza mis miembros.

De pronto las cortinas de mi habitación se mueven, como si las hojas de la ventana se hubieran abierto y penetrado el aire. La luna ha ido a ocultarse detrás de la tapia y en el jardín el silencio se ha hecho más profundo.  Oigo que unos pasos, lejanos y sordos, se han deslizado por la callejuela. Alguien debe pasar en estos momentos bajo la hornacina de las ánimas. El jardín ha quedado en tiniebla. Los ojos de la lechuza, sobre el ciprés, encienden sus fanales y las maderas de mi ventana crujen apenas, como si una mano sin fuerzas las hubiera empujado…

Yo hago la señal de la cruz…