Vivimos tiempos interesantes, como “dicen que dicen” en China. Y se movió el piso, como decimos en México. Las elecciones en los Estados Unidos generaron ese movimiento y dotaron de más interés, que ya lo había, a los tiempos que vivimos. El proceso electoral en aquella nación, al que sólo concurren sus ciudadanos, no sólo importa a éstos. Cruza las fronteras y se proyecta sobre el mundo. Lo hace en múltiples direcciones y aterriza en todos los ámbitos: política, economía, relaciones internacionales, cultura, movimientos sociales. Y más todavía: suscita la reflexión y alimenta expectativas. Reflexionemos y analicemos, en nuestra propia experiencia nacional y personal, el horizonte que suscitan un modelo político opresivo, por una parte, y una expectativa democrática, por la otra.

Pero las elecciones ocurrieron en los Estados Unidos. Hablemos de ese marco. En este caso, el proceso electoral ha revelado, más allá de los estudios académicos y las especulaciones populares, la división imperante en una gran sociedad amparada en un discurso común, que nadie rechaza: la democracia. Al abrigo de ésta, todos proclaman sus derechos y sus libertades. Pero hay diversas formas de entender la democracia.  En los últimos años, la administración que llegó al poder contra el voto popular mayoritario, se esmeró en fomentar la división, los rencores, las rencillas entre los norteamericanos. Y lo consiguió sobradamente. Fue la versión trumpeana de la democracia.

Esa administración, con un presidente “desmesurado”, ofendió a diestra y siniestra, difamó a sus adversarios –también allá se utiliza esta expresión divisionista–, arremetió contra grupos sociales e instituciones, polemizó con la prensa, incendió la relación con otras naciones, atropelló a las minorías y desairó las iniciativas mundiales en favor de la paz, la salud, el clima, la energía y la cultura. Todo ello se halla en el haber histórico del señor Trump, que ahora recurre a las “vías legales” con la esperanza de obtener en los tribunales lo que no consiguió en las urnas.

Expulsado a fuerza de votos, el señor Trump dejará la presidencia de su país —a la que se aferra con fiereza—, llegando a éste una crisis insólita. No desaparecerá por arte de magia o de votos, el encono que alentó Trump: el trumpismo, que es una deplorable manera de entender la vida y ejercer el poder y la riqueza, anidó en muchas conciencias y se hallará presente por mucho tiempo, reclamando posiciones. Sabe hacerlo: el discurso es una de sus vías más socorridas, pero también la violencia. Los populismos fascistoides se valen de todas las armas para arrebatar por las malas lo que no consiguen por las buenas.

El nuevo presidente y la flamante vicepresidenta de los Estados Unidos han iniciado su era con buen paso. En sus primeras expresiones de triunfo, que modularon con admirable acierto, destacó la idea de gobernar para todos los norteamericanos, no para un sector o una facción. En este discurso, “todos” significa “todo” lo que repudió el gobierno saliente: mujeres, clases medias, minorías étnicas o sociales. Empero, ya no se entenderá que los derechos de unos y sus ímpetus supremacistas implican menoscabo o pérdida de los derechos de otros, condenados a mantenerse en la sombra.

Si bien es cierto que en la contienda electoral norteamericana subió al escenario el contraste entre ideas y proyectos, también lo es — y más todavía, por los factores de emoción o sentimiento que conducen la mano de muchos votantes— que en la decisión final operó el contraste entre la personalidad de los candidatos demócrata y republicano. Éste militó más como presidente, dueño del poder y la gloria, que como verdadero candidato, solicitante de la voluntad de sus compatriotas.

El señor Trump ha exhibido rasgos que no son ajenos a otros países y a otros gobernantes. Entre aquellos rasgos figuran la prepotencia, el sectarismo, el afán de remover rencillas y sembrar odio en el seno de una sociedad a punto de estallido. Con talante y gesto mussolinianos, convocó a sus partidarios “duros” a dar batallas que abrieron viejas heridas y provocaron nuevas.  No tendió la mano, sino el puño, a quienes diferían de sus puntos de vista y cuestionaban sus propuestas. Y logró, con habilidad de aplanadora, atraer en su favor a quienes podían compartir temores y resentimientos. En el calor de las elecciones, éstos fueron poco menos de la mitad del electorado, pero constituirán una buena parte de los gobernados.

En contraste, el señor Biden procuró actuar con prudencia y mesura, tantas que algunos partidarios desearon que se condujera con más energía frente al gladiador republicano. El discurso de Biden al proclamar su triunfo en una tribuna de Delaware, la noche del sábado 7 de noviembre, ha sido un modelo de cordura y patriotismo. Despejó el camino hacia la indispensable concordia, factor de gobernabilidad en una sociedad verdaderamente democrática. Anunció el alba de un nuevo tiempo, sembrando la esperanza. Se alejó de prejuicios y partidarismos impropios de un buen gobernante. Inició la marcha, pues, con pie firme y conciencia despejada. Ojalá que éstos prevalezcan en sus conciudadanos a lo largo de los próximos días, que el contendiente derrotado colmará de saña.

Por supuesto, esta elección norteamericana es relevante para los mexicanos que hemos mirado el combate a muy corta distancia, en la geografía y en otros extremos. Lo es porque habrá una inevitable redefinición en algunos aspectos de la relación entre países, que podrá marcar el futuro: sobre todo, el nuestro. Lo es porque constituye una lección muy viva y elocuente sobre el precio altísimo de la siembra de discordia desde la cumbre del poder y el manejo imperito, torpe, apresurado, pasional de los asuntos públicos. Lo es porque nos invitará a repensar nuestra política y a repensarnos como ciudadanos que no desean aclimatar aquí ese autoritarismo cavernario que los norteamericanos derrotaron en las urnas y que los mexicanos podremos abolir con el mismo procedimiento democrático.

Y también lo es, obviamente, por el porvenir que se avecina en las relaciones entre los gobiernos de México y Estados Unidos, que abarcan a los mexicanos y a los norteamericanos en diversos sectores de la vida que inexorablemente compartimos. En esa relación pesan los agravios que Trump infirió a nuestro país y a nuestros compatriotas, difamados e injuriados. No hubo, en el trato reciente, una lluvia tan copiosa de invectivas, a las que jamás correspondimos. También pesa la penosa —penosísima, para nosotros— entrevista entre ambos presidentes, que se colmaron mutuamente de ditirambos en un extraño ejercicio de palabras laudatorias y silencios deliberados sobre los grandes temas de la relación bilateral. Y ahora habrá que descifrar las consecuencias de la conducta de nuestro presidente, que se abstiene de felicitar al mandatario electo e invoca el problema electoral norteamericano en los términos del suyo propio de hace muchos años: un “robo”. Bien estaría que el declarante actuara como presidente de México, más que como dolido candidato, porque no habla en su propio bien o mal, sino para el bien o el mal de México. Es lo que está en juego.

A fin de cuentas, como dije en las primeras líneas de esta nota, la elección norteamericana desborda las fronteras de su territorio: se proyecta hacia el mundo entero, cuya primera estación es México. Constituye una lección de vida política, que no podríamos ni deberíamos desaprovechar. Los norteamericanos a los que no llegó la infección provocada por su gobernante, sabían que el remedio estaría en sus manos cuando sonara la hora de las urnas. Debieron saberlo también los contaminados por la furia trumpeana. Otro tanto hay que decir de México. En los Estados Unidos, sólo los ciudadanos operaron para dar un vuelco a su historia, en la que abundaban las páginas sombrías. En México, sólo los ciudadanos podremos alcanzar un giro semejante. Aquéllos tuvieron y aprovecharon la hora de las urnas, una hora que también llegará para México.