Todos coincidimos en que el 2020 fue un mal año. Mucho que recordar; bueno, muy poco; malo mucho y de todo. No lo esperábamos; tampoco la vimos venir, a pesar de que desde diciembre de 2019 se dieron a conocer los primeros casos de Covid-19.
Todos hemos perdido seres queridos: parientes, amigos o conocidos. Hasta ahora han sobrevivido los que se cuidaron, los fuertes o quienes se atendieron a tiempo; también, hasta ahora, estamos con vida los viejos que nos escondimos y que hicimos del aislamiento una nueva forma de gozar la vida.
Este fin de año pocos, muy pocos, podrán cantar la canción colombiana “Yo no olvido el año viejo, porque me dejado cositas muy buenas”, … “Hubo pocas bodas, por ello no muchos podrán repetir … y una buena suegra”.
En esta colaboración aludo a un tema poco tratado: el de los invidentes y los problemas que trae aparejada su condición; lo hago respecto de dos rubros específicos: el del lenguaje y el del uso de las canciones que ellos entonan. Como se verá, se trata de temas de mucha trascendencia.
Respecto de los invidentes, viene a mi memoria un mandamiento que aparece en Levítico cap. 19, v. 14: “No maldigas al sordo, y delante del ciego no pongas tropiezo, …”
Desde la antigüedad, como parte de la cultura, se ha considerado que los invidentes merecen un trato especial. Este trato fue un gran avance en la evolución de la humanidad.
Existe la versión de que Homero era ciego; en la literatura se le conoce como el “divino ciego”. Al nacer le pusieron por nombre Melesígenes, por razón de haber nacido a orillas del río Melete de Esmirna. Posteriormente, al quedar ciego, cambió su nombre a Homero (rehén), por requerir de alguien para caminar.
En la Odisea (canto VIII) el aedo o cantor que fue mandado llamar para para amenizar una reunión era ciego: “Trajo en tanto el heraldo al piadoso cantor, al que amado sobremodo la Musa otorgó con un mal una gracia: lo privó de la vista, le dio dulce voz; …” (62 a 64).
Tiresias, el gran adivino de Tebas, fue privado de la vista por haber mirado desnuda a la Diosa Palas Atenea; a petición de su madre la ninfa Cariclo le fue concedido el don profético. Esa es una versión que explicaba su ceguera.
También fue ciego el poeta inglés John Milton; Juan Sebastián Bach perdió la vista al estar próximo a morir.
Ahora está de moda usar un lenguaje incluyente; se habla de ciudadanas y ciudadanos; de juezas y jueces y otros. Los que se consideran no pertenecer ni a uno u otro género exigen una tercera opción. Esta tendencia, llevada hasta extremos justos, debería comprender otras materias, por ejemplo, permitir a los invidentes expresarse correctamente. Lo digo por lo siguiente: hace muchos años, un amigo invidente me refirió que un conocido suyo le pidió un favor; como respuesta mi amigo le respondió: “Déjame ver”; a lo que su interlocutor le respondió: “Va a estar cabrón. Mejor olvídalo.”
El ciego de Tlacotepec
Me referían mis papás que allá por 1930 vivía en el pueblo de Tlacotepec, estado de Guerrero, un invidente; éste, a base de pedir limosna había hecho un capital considerable, tomando en consideración su limitante y la pobreza de los habitantes del pueblo donde vivía. Al final de su vida se dedicó a ser prestamista.
El invidente era de lo que se conocían como “malavidero”, es decir que daba muy mal trato a la mujer en turno. No afirmaban que se hubiera casado, pero sí que tuvo cinco mujeres. Cuando deseaba una nueva compañera se informaba respecto de qué dama estaba soltera y, sin existir noviazgo de por medio, la pedía para que se fueran a vivir con él; la agraciada debía estar “llenita”, es decir, entrada en carnes; para comprobar tal condición palpaba sus brazos; si reunían las características, sin más la llevaba a su casa. Las mujeres, debido al maltrato, a la poca comida y al mucho trabajo de andar guiando al invidente, pronto perdían su “encanto”.
Repudió a cuatro mujeres; el expediente para despacharlas era:” Mujer, te estoy viendo flaca.” Ella debía entender que la relación había terminado y que debía desaparecer de la “vista” del hombre.
El procedimiento le funcionó cuatro veces. La quinta mujer le salió lista. Ella lo “vio flaco”; lo dejó y huyó con otro hombre. Se llevó consigo dinero, alhajas empeñadas, enseres de cocina y hasta el “pepextle”, es decir el lecho conyugal.
Desvelos de amor
Hace algunos años, con unos amigos viajábamos en el Metro; como era de esperarse, en nuestro vagón entró un artista invidente; él, haciéndose acompañar de una guitarra, comenzó a cantar la canción de Rafael Hernández, Desvelos de amor, la que comienza:
“Sufro mucho tu ausencia, no te lo niego/ ya no puedo vivir, si a mi lado no estás, …”
El artista, porque merecía ese calificativo, tenía una bella voz de tenor; su manejo de la guitarra era aceptable. Todo iba bien; pasamos por alto lo absurdo de que alguien de su condición repitiera el verso: “… mirando tu retrato me consuelo;” y, lo que es más, por qué no reconocerlo, estábamos gozando su interpretación, hasta que llegó al verso que dice:
“Dejo el lecho y me asomo a la ventana/ contemplo de la noche su esplendor, /me sorprende la luz de la mañana ¡ay! /en mi loco desvelo por tu amor”.
En ese momento uno de nosotros soltó la carcajada; otro hizo una mueca de disgusto; yo me limité a comentar: qué mal andamos; se pretende regular, hasta el más mínimo detalle, todo: el outsourcing, los agentes extranjeros, el Banco de México, la Fiscalía General de la República, la Guardia Nacional y otras actividades. El que no exista una autoridad que haya reglamentado lo relativo a las canciones que deben cantar los que se suben al Metro, es algo inexcusable. Esto es una señal inequívoca del mal gobierno que tenemos y sufrimos. Es una muestra de la anarquía social en que nos hallamos y de la descomposición moral en la que hemos caído.
En la actualidad, ya que se habla de un lenguaje incluyente, es momento de pensar en una forma nueva y diferentes de comunicarnos con los invidentes.