En este prolongado encierro he encontrado una libertad que no conocía. Me distraigo con cualquier texto, cualquier imagen, dejo me lleven a donde mi inconsciente lo prefiera —así—, sin freno y sin lógica. Rozo la locura y me divierto.

Ha habido un tema, sin embargo, que por el solo hecho de pasarle los ojos por encima me atrapa y me envuelve: el populismo; ese que ha resultado de las derrotas de la razón, suplantada ésta por el fanatismo, que ha encontrado tierra fértil en el miedo, la ignorancia, el rencor acumulado de viejos y nuevos agravios. Pienso es de aquí que han tomado nueva fuerza ideologías totalitarias que se hacen del poder, no para servir a la colectividad, sino para implantar un pensamiento absoluto que no tolera crítica ni disidencia. “…A los hombres de partido -dice Stefan Sweig- lo que les importa no es la justicia, sino sólo la victoria. No quieren dar la razón, sino únicamente tenerla” (Castellio contra Calvino).

Este tema —confieso— no me provee de la locura divertida que yo esperaba de mi covidiano encierro; si, en cambio, me acongoja y angustia, no sólo porque advierto la degradación de nuestros líderes, sino también por la degradación moral y espiritual de un pueblo que, antes que ser reivindicado de sus miseras y servidumbres, se ha convertido —cito de nuevo a Zweigen esa “gran masa que ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar”. “Millones y millones —agrega— como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar, e incluso violentar, y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él”.

Pero, ¿qué argumento –me pregunto– que no se haya utilizado antes se puede esgrimir en contra del discurso populista de estos iluminados? A lo largo de la historia podemos encontrar miles; mas ¿no hay alguno que nos ofrezca argumentos frescos, convincentes y de un alto grado moral? ¡Pues sí que los hay! Uno de ellos es el Papa Francisco, guía espiritual de algo así como mil trescientos millones de personas en el planeta. Y si el pregonero en turno esgrime argumentos evangélicos y bíblicos como base de su discurso populista (o populachero), a punto viene el dicho “pa´los toros del Jaral, los caballos de allá mesmo”.

El problema radica en que los líderes morales suelen ser todo, menos morales. Y es que, para desvirtuar el argumento perverso de los evangelizadores moralinos, nada mejor que una voz con verdadera autoridad ética y moral (y basado en los mismos principios). Es así que me encontré con la última Carta Encíclica (octubre 2020), Fratelli Tutti. De la fraternidad y la amistad social, hecha por un hombre cuyo sentido común me lleva a pensar que es un laico que deja el dogma a un lado y se dirige a su grey con el arma de la razón. Razona como láico, sin por ello dejar de ser Papa.

Uno de los argumentos centrales de la Carta Encíclica es su rechazo a la concepción binaria de la sociedad, al separar a “populista” o “no populista”. “Ya no es posible —afirma el pontífice— que alguien opine sobre cualquier tema sin que intenten clasificarlo en uno de esos dos polos, a veces para desacreditarlo injustamente o para enaltecerlo en exceso.”. Y nos dice que “en este juego mezquino de las descalificaciones, el debate es manipulado hacia el estado permanente de cuestionamiento y confrontación, …y al enfentarnos todos contra todos, vencer pasa a ser sinónimo de destruir.”.

El Papa Francisco no se refiere a ningún país en particular, aunque lo dicho, me temo, es aplicable a lo que estamos viviendo en México. Dice, por ejemplo, “que hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos”.

Es así como se ha planteado una lucha contra la probreza, lo que ha resultado en un ataque frontal en contra de la riqueza y de quienes la detentan ¡Nada más falso! En un video de esos que pululan en internet, me hallé con la sorprendente afirmación de un humilde y recién rehabilitado bailador callejero, Jon Boogz, del underground de Chicago: “Lo contrario a la probreza —decía— no es la riqueza, es la Justicia”. De ello concluyo —y estará de acuerdo el lector—: no son ricos lo que sobra, lo que nos falta es Justicia.

Me llama la atención en lo particular, su percepción de la manera degradante en que se usa el término “pueblo”, ya que éste es un término que implica formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales; sin embargo, la connotación que en la actualidad se le ha dado, “deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. Otras veces —dice Francisco— busca sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población. Esto se agrava cuando se convierte, con formas groseras o sutiles, en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad”.

Me parece que esta última afirmación es una llamada de atención a… (¿tiene, lector, algún candidato en mente?) quienes consideran a la Justicia y a la Moral, por encima de la Ley y el Derecho; también es un llamado a la razón para quienes piensan que el pueblo es una categoría separada del tejido social, creando así una innecesaria polarización, pues “pueblo” no es una categoría mítica o romántica, “que excluya o desprecie —nos dice el prelado— la organización social, la ciencia y las instituciones de la sociedad civil”.

Con argumentos como estos —pienso yo—, frescos y vigorosos, la prédica que desde el púlpito podrían invocar los ministros de la fe católica bien podrían aliviar el clima de confrontación y odio social que ha sido inoculado en nuestra sociedad, día a dia, desde muy temprano. Una duda que con frecuencia me asalta es ¿por qué las Encíclicas pasan de noche en el discurso sacerdotal?, ¿están prohibidas?, ¿no le gustan a la Mitra? ¿O piensan guardar la interesada neutralidad de la iglesia en las grandes guerras del siglo XX? ¿Les conviene ese fanatismo que sostiene al clero en su poderío terrenal? No lo sé, no lo entiendo.

Pero, si leyeran Fratelli Tutti, encontrarían los ministros del culto la condena a la fe ciega e irreflexiva de sus feligreses y niega la diversidad de opiniones, que, “ciertamente, genera conflictos, pero la uniformidad asfixia y hace que nos fagocitemos culturalmente”. El Papa mismo invita al abandono de los fanatismos cuando dice “No nos resignemos a vivir encerrados en un fragmento de la realidad”.

¿Cuánto más se podría decir de los males que acarrea el populismo; de quienes lo propalan y de quienes lo sufren; de sus consecuencias al corto y al largo plazo? ¿Cuánto deseamos todos, la sociedad entera, que se nos hable con la verdad, una verdad que nos ilustre, nos prevenga, nos informe, que nos dé certidumbre, que nos de la seguridad de estar pisando tierra firme?

2020 será un año que la generación actual (y las que vienen), habremos de recordar con tristeza y desencanto. Recordaremos cómo fueron nuestras vidas, a los que murieron, los que agonizaron y vieron la muerte de frente, y a los que perdieron todo. Recordaremos a quienes tuvieron en sus manos paliar nuestras angustias y no lo hicieron, o lo hicieron mal; a los que optaron por las giras de proselitismo político y dejaron de visitar hospitales, refugios, enfermos y desvalidos; recordaremos a los que creyeron que la vacuna del virus fue un “milagro”, y no resultado de la ciencia y de un esfuerzo compartido.

Y como tampoco el 2021 promete nada bueno, concluyo estas líneas —de por sí extensas y más parecidas a un ensayo, que a un simple artículo—, con la cita textual de un párrafo de la Carta Encíclica del Papa Francisco (https://acnweb.com.mx/2020/10/05/), que desde mi irredenta convicción láica, recomiendo como la mejor lectura para este cambio de década.

“La verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas. […] La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos. […] Cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.

Esta exaltación que hace Francisco de la verdad como un valor supremo, concluye con una revolucionaria reflexión:

“Los héroes del futuro serán los que sepan romper esa lógica enfermiza y decidan sostener con respeto una palabra cargada de verdad, más allá de las conveniencias personales. Dios quiera que esos héroes se estén gestando silenciosamente en el corazón de nuestra sociedad”.

Amén.