Alfonso Romo renunció por lo que viene. No solo se va de la Oficina de la Presidencia por mal trato y menosprecio a sus opiniones, sino porque no quiere convertirse en cómplice del endurecimiento del régimen.
La dimisión del empresario regiomontano se produjo horas después de que López Obrador presentara el segundo informe de gobierno. Un informe, por cierto, plagado de egos, mentiras y omisiones.
El 1 de diciembre nos levantamos con extrañas mediciones que daban a López Obrador entre 61 y 64 por ciento de aceptación mientras aparecía reprobado, cuando menos, en seguridad, economía y combate a la corrupción.
Las encuestas siguen alimentando la “Fiesta del Chivo”, el triunfo de un demócrata que necesita reafirmar su popularidad, –cuando menos en los sondeos y en la propaganda–, para convertirse en dictador.
AMLO criticó hábilmente a las casas encuestadoras para darles credibilidad. Fingió reclamarles que no tenía el 60 sino el 70 por ciento de aprobación, pero descubrió su juego cuando dijo que se trataba de una medición hecha por el mismo gobierno. El competidor, ¡faltaba más!, calificándose a sí mismo.
La popularidad de AMLO es uno de los misterios políticos más grandes y mejor guardados de los últimos tiempos. Nadie se ha atrevido hasta ahora a revelar como obtuvo en el 2018, 30 millones de votos.
Quienes sí lo saben guardan silencio. Ahí está el ex presidente Enrique Peña Nieto y el ex secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray. Ambos deben mantener bajo mil llaves el secreto. La pregunta es cuándo abrirán la caja de Pandora en beneficio de México.
Teorías sociológicas, psicológicas, antropológicas van y vienen para tratar de explicar el “fenómeno López Obrador”, cuando en realidad es resultado de algo más pedestre: de un pacto con múltiples cláusulas de impunidad que el presidente, por cierto, ha comenzado a traicionar.
El 9 de marzo de 2018, —cuatro meses antes de la elección y cuando ya se habían entregado las llaves del poder al candidato de Morena—, este lanzó la famosa advertencia: “Si sueltan al tigre con un fraude electoral, no seré yo quien lo amarre”.
Lo que en realidad quiso decir AMLO en aquella ocasión es que mandaría a sus seguidores a la calle a protestar si el gobierno y el PRI no cumplían con los acuerdos hechos para que ganara la presidencia.
La imagen del “tigre” quedó en el imaginario colectivo como un símbolo del supuesto poder que tenía el entonces candidato ante la masas. Los mismos funcionarios del sexenio pasado contribuyeron a alimentar la leyenda. Decían que si AMLO no ganaba estallaría una revolución.
Hoy, sin embargo, ese “tigre” está bastante flaco. Ya no llena plazas espontáneamente y saca las garras cada vez con más frecuencia para reclamar — a su “dueño”— que cumpla con las promesas de campaña.
Estamos a seis meses de la elección 2021 y la renuncia de Romo pronostica que se quedarán en el gobierno únicamente los autócratas. Los decididos a hacer de México el país del “Señor Presidente”, “el país de un solo hombre”, como tituló Enrique González Pedrero a los gobierno de Santa Anna; o una “presidencia imperial” de acuerdo a la versión de Krauze.
López Obrador sabe que en su victoria está implícita su derrota. Que en la forma cómo llegó al poder radica su debilidad. Quienes le entregaron la presidencia saben como bajarlo. Solo hace falta subir a las redes la película o las películas, porque deben ser varias. La entrega de dinero a su hermano Pío López Obrador es apenas una parte muy pequeña del reparto.
El próximo año va a ser crucial en la vida del país, habrá elecciones, se decidirá si el Congreso vuelve a quedarse bajo el control del Presidente, si logra, por consecuencia, hacer de México una tiranía o si quienes ordenaron poner en las urnas 30 millones de votos a favor de un dictador toman la decisión patriótica de quitarle el halo de invencible.
Algo o mucho, le deben a México quienes lo pusieron a las puertas del inframundo.


