Estos días navideños del 2020, año sombrío, y los que corren en la víspera del 2021, atraen recuerdos y provocan reflexión. Suscitan preguntas y animan expectativas. Confesaré mi nostalgia de  las horas remotas, a la sombra del árbol familiar y a la vera del Nacimiento, poblado de figuras de barro y ríos de luminoso papel. En el centro, el establo al que acudían pastores y Reyes Magos, en fervorosa adoración. Y dondequiera una invocación de paz, que pretendió ser perpetua.

Sin embargo, la contienda nunca cesó, a pesar de los esfuerzos por moderarla, abolirla al amparo de la razón y del interés superior del pueblo. Para contener la violencia, así fuera por algunos días, en cierta etapa del Medievo  se instituyó una práctica bienhechora: la “tregua de Dios”, que conviene recordar y rescatar, con las modalidades que impone nuestra severa “modernidad”. En los días de esa tregua, los contendientes declinaban las armas y cesaba la violencia. Sólo temporalmente, por supuesto: lo que dura una jornada, lo que dura un suspiro. Podemos recuperar en nuestro tiempo esa antigua práctica que proveyó algún alivio.

Es útil atraer al presente las expresiones de pacificación que aparecieron en el pasado: la idea de una tregua. Lo digo en el marco de las jornadas de una batalla que arrecia. Invoco  —con ingenuidad— la posibilidad de gozar de una “tregua” en nuestra tierra y en nuestras vidas: tierra y vidas de ciento treinta millones de mexicanos, sobre los que se abaten muchos males, agravados por carencias cada vez más profundas e incitados por una constante provocación. Necesitamos paz, o al menos una tregua que nos conceda quien puede otorgarla: el señor de todas las batallas, que nos ha llevado a la arena del combate.

Con este ánimo, alentado por el espíritu de Navidad y la inminencia de un nuevo año, pregunto con respeto ceremonial —que conste— al presidente de todos los mexicanos, erigido en caudillo de una facción beligerante: ¿sería posible reponer en el presente la práctica medieval y contar con algunos días de tregua, que permitan cerrar heridas, aliviar agravios y ensayar un escenario de paz y reconstrucción?

¿Sería posible, presidente, que modere el discurso belicoso, febril, que ha generado la gran discordia en que estamos cayendo? Nos haría bien reencontrarnos como ciudadanos en un territorio común, en el que se renueve el pacto social. Bajo un signo de entendimiento habría que desalojar del discurso presidencial las invectivas caprichosas y los mensajes disolventes. Sería necesario que el Jefe del Estado  —que “gobierna para todos”, se dice—  abandonara las costumbre de confrontar a los “partidarios” con los “adversarios”, a los “liberales” con los “conservadores”: en suma, a una fracción del pueblo con otra, llamadas al recelo, la ira y la violencia.

¿Sería posible, presidente, que permita a sus compatriotas saber la verdad sobre lo que ocurre en la nación? La verdad lisa y llana, sin falacias ni distracciones, sin la muralla de esos “otros datos” que proliferan en la manga del poder, sin alteraciones ni disimulos que dispersen el conocimiento sobre los grandes  —y muy graves—  problemas que gravitan sobre la República, pendientes de verdadera solución. La veracidad en la información pública contribuiría a reducir la infinita desconfianza que prevalece en amplios sectores de la población y permitiría emprender, con solidaridad, tareas compartidas y soluciones fecundas.

¿Sería posible, presidente, que el gobierno de México acepte los errores cometidos en el manejo de la pandemia que ha cobrado más de cien mil vidas y colocado a nuestro país entre las naciones que han padecido los mayores daños? Habría que analizar las versiones enfrentadas que sostienen, por una parte, los manejadores de la política oficial frente a la pandemia y, por la otra, los analistas de los errores y las omisiones de esa política que no ha sabido detener la enfermedad: el grupo de los exsecretarios de Salud, los científicos versados en estos temas y los escrutadores de los organismos internacionales  —a la cabeza, la Organización Mundial de la Salud—  que nos han llamado a operar con “seriedad” en la contención de la pandemia. Las cifras que hoy registramos: contagiados y fallecidos, son aterradoras y se hallan a enorme distancia de las que supusieron y propalaron los gerentes de aquella política oficial.

¿Sería posible, presidente, dar respuesta en los hechos, no apenas en las palabras, a las demandas que elevan los servidores de la salud y a los apremios que lastiman a grandes grupos de población? Hemos visto y escuchado esas demandas a lo largo de varios meses. Sabemos del sacrificio y la fatiga de millares de compatriotas que libran la batalla por la vida de sus compatriotas y reclaman mayores recursos para persistir en esa trinchera. Y hemos conocido las reclamaciones de otros millares de mexicanos victimados por fenómenos naturales  —¿sólo naturales?—  y decisiones políticas, que prácticamente “imploran” la asistencia del poder público en las insoportables condiciones que padecen. En el estado de Tabasco —su tierra, presidente— una multitud de afectados aguarda soluciones que demoran o no llegan, formados en filas de dolientes, ya que no de ciudadanos.

¿Sería posible, presidente, que el gobierno de la República brinde a las fuentes de trabajo el apoyo que verdaderamente necesitan, aunque esto signifique la revisión o el aplazamiento de las obras faraónicas que han consumido los recursos de que disponemos? Existe una queja generalizada acerca de la penuria en que aquéllas se encuentran y sobre la necesidad urgente de que reciban el aliento que provendría de medidas de gran alcance  —como las aplicadas en otros países—  para conservar empleos y mantener salarios. No podemos ignorar por más tiempo el cierre masivo de empresas y el despido de centenares de miles de trabajadores, lanzados a la informalidad o a la pobreza extrema. Obviamente, esto no implica otorgar favores a los tiburones de aguas profundas, sino rescatar a trabajadores modestos y a familias desvalidas.

¿Sería posible, presidente, que el Ejecutivo de la Unión se abstenga de intervenir en el proceso electoral y permita que éste corra al amparo de la decencia republicana y conforme a las garantías que provee la Constitución? Es evidente que usted está participando en el proceso electoral a través del reiterado cuestionamiento de las acciones legítimas de los partidos de oposición, los llamados a reducir los recursos de éstos y la intimidación o el descrédito de activistas de la sociedad civil. Usted propone a los partidos renunciar a los tiempos de que disponen en los medios de comunicación, pero ¿renunciaría usted a la presencia sofocante del jefe del Estado mexicano en conferencias mañaneras de proselitismo?

¿Sería posible, presidente, que se suspendiera la agobiante persecución que padecen diversos órganos autónomos? Éstos forman parte de la estructura del Estado mexicano y tienen a su cargo tareas de la más destacada importancia; son diques frente al poder desbocado; son, en su esfera de competencia, frenos y contrapesos legítimos; son garantías de buen manejo de intereses públicos. La autonomía de estos órganos interesa a la nación. Los cuestionamientos directos o indirectos  —acciones del Ejecutivo o iniciativas ante el Congreso de la Unión —  que afectan al Banco de México, al Instituto Nacional Electoral, al Instituto Nacional de Acceso a la Información, sólo por ejemplo— implican un ataque frontal a decisiones fundamentales acogidas en la Constitución de la República y un notorio retraimiento en el proceso democrático.

¿Sería posible, presidente, que se alentara el progreso de la ciencia y la cultura, que padecen por la merma de recursos y las frecuentes arremetidas desde la cúpula del poder? En esta tribuna se ha descalificado con infinita hostilidad el quehacer de científicos y creadores. La supresión de mecanismos de operación y la disminución radical de recursos impuesta a estos sectores oscurece nuestro porvenir: agravia a la ciencia y empobrece a la cultura.

No pretendo formular más preguntas, a sabiendas de que no tendrán respuesta. En todo caso, el urgente alivio a tantos agravios operaría como una suerte de “tregua” en la dolorosa relación que existe entre el poder omnímodo y millones de ciudadanos que sólo tienen en su haber los derechos y las libertades reconocidos en la Constitución.

Al principio de esta nota invoqué el espíritu de la Navidad y sugerí la necesidad de llegar en paz y con esperanza al inicio de un nuevo año. Reitero ese ánimo. Asúmalo usted, presidente de todos los mexicanos. Renuevo la cortesía: por favor, denos una tregua a la luz de la Navidad y en la víspera del nuevo año. ¿Es mucho pedir?