LOS CONSEJOS DEL DIABLO

Agoniza la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, entre el clamor universal que espera deshacerse del personaje que tanto daño ha hecho a la humanidad y a la democracia en su país, y el apoyo enfebrecido de sus partidarios, más de 50 millones que, sin pruebas, afirman que el mandatario es el vencedor de unas elecciones que le fueron robadas.

Por más que del conteo de los votos y de las conclusiones de los colegios electorales fue evidente el triunfo del candidato demócrata Joe Biden en los comicios, Trump se empecinó en lo contrario y vociferó declarándose víctima de un gigantesco fraude, multiplicando demandas ante tribunales y presiones sobre sus correligionarios republicanos, para invalidar los resultados y abrirle el camino a la reelección.

Jerarcas y otros políticos del partido republicano, manifestaron al principio su apoyo, expreso o implícito, al presidente en su descalificación de las elecciones, mientras sus partidarios, azuzados por este, subían el tono de sus protestas por el resultado de los comicios y difundían toda clase falsedades sobre Biden y los demócratas, así como sobre supuestas conspiraciones contra Trump.

Mitch McConnell, el poderoso, deshonesto, líder de a mayoría republicana en el Senado, se abstuvo, durante un prolongado período, de felicitar al presidente electo, como también se abstuvieron otros republicanos importantes; y, pocos días después de la elección, llegó a afirmar que Donald Trump tenía derecho a cuestionarla; a pesar del evidente triunfo de Biden. En cambio, George W. Bush, único expresidente republicano que sigue con vida, sí felicitó al demócrata.

Al paso de los días y de un mes de la elección, la ofensiva legal y política de Trump para anular el triunfo de Biden, hacía agua por todas partes: en los tribunales, incluso en la Corte Suprema -de mayoría conservadora- en los colegios electorales de los Estados y ante el Fiscal General -que el mandatario había nombrado y que, furioso ante su actuación, acabó defenestrando.

A pesar de tales denegaciones, el presidente continuó exhortando a sus partidarios a impedir que el Congreso certificara la victoria de Biden el 6 de enero y a no dejar que tome posesión el 20 de este mismo mes. Exigió, al mismo tiempo, al vicepresidente Mike Pence, quien por disposición de la ley presidiría la sesión conjunta del Congreso para contar los votos del Colegio Electoral, que él también desconociera la elección.

Por cierto, la víspera de la reunión del Congreso del 6 de enero, se celebraron las elecciones de senadores de Georgia, que estaban pendientes, las que favorecieron a los candidatos demócratas Jon Ossoff y Raphael Warnock -este último afro estadounidense, pastor de la iglesia de Atlanta, donde oficiaba Martin Luther King. Como consecuencia de ello, los demócratas tendrán la mayoría en ambas Cámaras del legislativo.

También en la víspera de la sesión, Trump, aclamado por una muchedumbre que, convocada por él llegó a Washington procedente de múltiples Estados de la Unión, declaró, vociferante, que nadie le arrebataría el triunfo; y al día siguiente, cuando los senadores y representantes iniciaban el debate, el mandatario convocó a sus partidarios a marchar hacia el Capitolio, para “animar a nuestros valientes senadores y congresistas” a impedir la certificación del triunfo de Biden; y añadió, “nunca recuperaréis vuestro país con debilidad, tenéis que mostrar fuerza y ser fuertes”.

 

ASESINATO EN LA QUINTA AVENIDA

Iniciado el debate en el Congreso, el mismo Mitchel McConnell, que había dicho que Trump tenía derecho a cuestionar los resultados de la elección presidencial, criticó al grupo de senadores -once encabezados por el texano Ted Cruz- que insistían en desconocer la victoria de Biden, y afirmó que eso “dañaría la república para siempre”.

El vicepresidente Pence también rechazó las presiones del mandatario saliente y escribió, en un texto presentado al Congreso, que los Padres Fundadores no habían dado autoridad al vicepresidente para decidir sobre la validez de los votos electorales.

Con estas declaraciones, tanto el líder republicano en el Senado, como el vicepresidente dejaron clara su posición a favor de certificar la elección de Biden, en un Congreso en el que además participaba, en su carácter de líder de la Cámara de Representantes, la prestigiada demócrata Nancy Pelosi.

Pero los cientos de manifestantes que Trump había animado a marchar hacia el Congreso, derrumbaron las barricadas que rodeaba la parte trasera del edificio, y alrededor de la una de la tarde, ingresaron violentamente a los jardines del Capitolio y avanzaron sin que los policías que lo guardaban pudieran resistir su arremetida.

Ante ello, la policía ordenó el desalojo de las instalaciones, brindando especial protección, por razones obvias, a Pence, convertido en víctima de la furia del presidente.

La televisión y los medios audiovisuales internacionales dieron cuenta, en tiempo real de los desórdenes, de la destrucción y de la violencia que estaba teniendo lugar dentro del Congreso, hasta la misma sala del plenario, mientras una verdadera horda de salvajes con atuendos agresivos y banderas estadounidenses, se enfrentaba a las fuerzas del orden.

Los saldos de los desórdenes fueron múltiples daños materiales y, por lo menos, una persona fallecida -se dice que han sido cuatro- de un balazo: Ashli Babbitt, veterana del ejército y fanática de Trump, que todavía la víspera de los desordenes había escrito en su tuit: “Nada nos va a parar, la tormenta está aquí y llegará a Washington en menos de 24 horas. De la oscuridad, a la luz”.

Lo que estaba sucediendo ameritó la condena incluso de políticos republicanos y, por supuesto, de Joe Biden, quien lo calificó acertadamente de “insurrección” y pidió a Trump mostrarse en televisión para pedir a sus partidarios que suspendieran sus desórdenes y se retiraran del Congreso.

Pero Trump no quiso hacerlo, temeroso seguramente de que la tragedia que provocó para la gente repercuta en su contra. Aunque seguramente sin importarle el grave atentado contra las instituciones del Estado y contra la democracia estadounidense.

El asesinato en la Quinta Avenida que -Trump se vanagloriaba- podría cometer sin que alguien le reclamara, se convirtió en violencia y asesinato en el Congreso y en una insurrección. Además de un grave daño a las instituciones y a la democracia actuante más antigua del mundo.

 

LOS ÚLTIMOS ESTERTORES TRUMPIANOS

La gravedad de lo sucedido y la responsabilidad del mandatario saliente dio lugar a que legisladores y políticos, incluso republicanos, exigieran su destitución, a través de la aplicación de la Enmienda 25. Por otro lado, encarriló el procedimiento de certificación del triunfo de Biden como presidente, lo que felizmente concluyó.

La Enmienda 25, de la Constitución estadounidense, prevé la sustitución de un mandatario que no pueda seguir ejerciendo sus funciones, pero para empezar, exige que el vicepresidente y una mayoría del Gabinete de Trump informen al Congreso por escrito de que el presidente no puede cumplir con su tarea.

Por el momento, ni Pence ni miembro alguno del Gabinete del mandatario parece dispuesto a pedir la aplicación de la Enmienda, la que solo ha sido aplicada para cubrir ausencias temporales de mandatarios, por razones médicas. Sin embargo, según algunos medios estadounidenses, se está discutiendo seriamente su aplicación, en virtud de la actitud violenta de Trump y del peligro en el que está poniendo al país.

El personaje, después de los graves sucesos, de los que podría decirse que es autor intelectual, y en cuanto el Congreso confirmó el triunfo de Biden, emitió un comunicado protestando por el resultado, pero comprometiéndose, por primera vez a una transición de poderes “ordenada” el 20 de enero.

El mundo y Estados Unidos seguiremos mientras temerosos de la conducta de un desaforado con poder. Salvo que los seguros institucionales y os políticos responsables en Estados Unidos puedan controlarlo, o deshacerse de él.