Los recientes acontecimientos en el Capitolio estadounidense muestran los resultados de una combinación que ha resultado muy dañina para varias naciones, esa que mezcla una polarización alentada desde el poder, acompañada por medidas y discurso de corte populista, aderezada por tintes demagógicos.

Son varios los líderes políticos en diversos rincones del mundo que hacen de la polarización uno de los ingredientes principales para comunicarse con sus seguidores, por medio de arengas que identifican a un enemigo al que hay que combatir y destruir.

Atrás quedaron las nociones de adversarios a los que se les podía dar la mano luego de las elecciones, pues ahora se pide mantener vivo el recuerdo de que la situación actual por la que atraviesa un país –regularmente descrita como mala, aunque no lo sea en verdad– es culpa de los enemigos, nombrados con distintas etiquetas.

Esto se combina con dosis cada vez mayores de medidas y discursos populistas, en los que el líder habla a nombre del pueblo, toma decisiones en su nombre, dice defenderlo de –otra vez– sus enemigos y arremete contra quienes no considera parte del pueblo.

Claro está que esto viene acompañado por altas dosis de demagogia, que muchos votantes ven como algo atractivo y que logra que grandes sectores sociales busquen defender a este tipo de líderes, como se observó en el intento de toma del Capitolio en Washington.

Y no es privativo de países del tercer mundo como muchos pudieran pensar, sino que también en los llamados del primer mundo se cuenta con varios ejemplos de esta combinación que socava la democracia, sin que tengan mayor opción que una dictadura disfrazada de gobierno unipersonal y defensor de un pueblo, el que en realidad sufre por sus incapacidades políticas.