Celebramos un aniversario más de la promulgación de nuestra Constitución, expedida y promulgada el 5 de febrero de 1917, que fue, en su hora y para las condiciones de ese tiempo, fue un texto transformador del constitucionalismo mundial y, por supuesto, de la sociedad mexicana. Esta celebración ha sido extravagante,  —en el estricto sentido de la palabra. Declaramos—  porque feriado la hemos cumplido en un día, el 1º de febrero, que no corresponde a la fecha de promulgación. El pretexto: ajustar el puente vacacional de estos días, que se tendió al inicio de la semana y no al final  —abarcando del viernes los días 5 al domingo 7—  como hubiera sido razonable. Pero pedir racionalidad es mucho, y en todo caso no es éste el tema central de mi artículo.  En consecuencia, paso a otra cosa, siempre al amparo de la reflexión constitucional. Es nuestra fiesta, ¿no?

Las constituciones, amigo lector, que de esto sabe tanto o más que yo, son cartas políticas (y sociales y económicas) en las que constan nuestros derechos, se establecen las garantías principales para su amparo y protección y se fijan los deberes de las autoridades.  Obviamente, hay otras caracterizaciones, más densas y descriptivas. Me atengo a esa Pero me atengo a esa, para los efectos de esta nota, que quiere se propone llamar la atención sobre  el proyecto de “desconstitucionalizar” a México, o bien, si se prefiere decirlo de otro modo, de “reconstitucionalizarlo a modo” con una signo y un destino cada vez más ominoso.

El funcionario que asume su cargo jura, promete o protesta cumplir la Constitución. Y losel ciudadanos que observan ese acto respira tranquilos (¿todavía?) a sabiendas de que el gobernante ungido por la voluntad del pueblo hará honor a su promesa.  Por supuesto, esto no significa que no habrá reformas a la ley fundamental, cuando ello sea estrictamente indispensable, sino que cualesquiera reformas se ajustarán al “espíritu” de la Constitución cuyo cumplimiento se ha ofrecido.  EPor lo tanto, el gobierno en turno  —cualquier gobierno y cualquier turno — debe andar con  cautela en sus actos y en sus propuestas, si de veras quiere honrar  el compromiso contraído ante la nación (y con ésta  ella). Por supuesto, puede haber errores  —y para ello hay medios de control de constitucionalidad—  pero no debieran existir desvíos deliberados que descarrilen la marcha de un gobierno y agravien a los gobernados, es decir, a los ciudadanos.

El gobierno que ahora tenemos  —iba a decir  “que ahora sufrimos”, pero no debo hacerlo en tiempos de pandemia, para no arrojar más leña al fuego—  no ha dado ni siquiera una mínima muestra de fervor constitucional. Por el contrario, se ha distinguido  — y hasta ufanado— de de ejercer un mando discrecional y acomodar su conducta a preferencias políticas, ocurrencias mañaneras o conveniencias electorales. Las primeras apariciones en la escena de este “estilo personal” fueron inquietantes, pero al cabo del tiempo las  inquietud se convirtió  resultaron en alarmantes. Y en esas nos hallamos.

Dijo un antiguo filósofo  —el bueno de Platón, al que hoy se calificaría como adversario, neoliberal o fifí, sólo porque sí—  que en una sociedad bien constituida debe ser gobernada por la ley, no por los hombres (sin perjuicio de que reconozcamos, desde luego, que son los hombres quienes los que hacen las leyes). Quiso expresar ese personaje notable, maestro del pensamiento político universal, que la ponderación, claridad, certeza  y objetividad de una ley (que recoge la voluntad popular, se diría varios siglos después) debe prevalecer en la conducción de la sociedad, y no el arbitrio, el capricho, la ocurrencia mesiánica y caudillescaesca de del gobernante que pretende acomodar la marcha de launa nación a su proyecto personal. El caudillo quiere pretende reconcebir a un país bajo el molde de sus aspiraciones personales y asegurar su vigencia intemporal. El mejor ejemplo de esta pretensión desbocada la proporciona el Füehrer, que en el primer tercio del siglo XX pretendió fundar un “imperio que duraría mil años”. ¿Cuál es el patrón de temporalidad con el que sueñan otros conductores políticos?

Digo todo esto con la memoria cifrada en algunos actos de  gobierno que hemos presenciado  —y sufrido, ahora sí—  en años y meses recientes, que revelan un talante autoritario muy alejado del compromiso constitucional que debiera caracterizar a un Jefe de Estado. Invoquemos algunos botones de muestra . No debemos perderlos ni alterarlos en el torrente del olvido, que fácilmente sustituye los tropiezos de ayer con los tropiezos de hoy, y por lo tanto distrae o ignora a dónde lleva la marcha histórica y cómo se conduce.

Recordemos, pues, cómo se giró desde Palacio Nacional un famoso memorándum presidencial (en el fondo, una simple carta) del 16 de abril de 2019 a los secretarios de Hacienda, Educación y Gobernación para exhortarlos a reconsiderar el imperio de la ley que debían aplicar, optando mejor por sus propias elucubraciones acerca de lo que entendieran como justicia (en versión doméstica). Se les invitaba, pues, al incumplimiento de normas  —la Constitución a la cabeza de ellas—   en aras de su preferencia particular, disfrazada como acto de justicia.  ¿Y dónde quedaban  —¿lo consideró el emisor del memorándum?— los derechos y las garantías de los ciudadanos que depositaron sus esperanzas en el cumplimiento puntual de la ley? El viejo Platón se revolvió en su tumba.

En este camino sembrado de ocurrencias han aparecido, en días más recientes, otros botones de muestra. No podemos olvidar, aunque comenzamos a hacerlo, la insólita promoción del presidente de la República (que había ofrecido no suscribirla) ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación para someter a consulta popular la aplicación de la ley a una serie de exfuncionarios impopulares. La flagrante inconstitucionalidad de la petición fue advertida por muchos analistas y observada  —como no podía ser menos—  por la propia Suprema Corte, que debió esquivarla con una salida por la tangente. La consulta ha sido el “aperitivo” de las elecciones de 2021.

Al extraño planteamiento político del ocurrente promotor de esta consulta se asoció lo que a todas luces constituía una oscura advertencia, si no una franca amenaza: si el alto tribunal no resuelve en los términos que estoy planteando, reformaré la Constitución. ¿Podía cumplir esa amenaza? Quizás, valido de su enorme poder  —cada vez mayor, en fuerza de sucesivas medidas de concentración—  y del seguimiento “a ciegas” (lealtad a ciegas a la 4ª Transformación, señaló el presidente en septiembre de 2020) de sus acompañantes parlamentarios.

Últimamente han arreciado las arremetidas contra una nueva figura constitucional, depositada en la ley suprema precisamente para evitar la irracionalidad y el abuso del poder en la adopción de ciertas decisiones y la supervisión de determinados programas o procesos: los órganos constitucionales autónomos. Incurriendo en una severa confusión  —tanto más grave cuanto anida en quien preside la nación—  se ha sugerido insistentemente la absorción  de funciones de los órganos autónomos por las dependencias administrativas subordinadas al Ejecutivo. Esta subordinación fue el motivo  —¿lo hemos olvidado?—  para retirar al Ejecutivo las atribuciones que se trasladaron a los órganos autónomos. Ahora se querría dar marcha atrás a un progreso histórico y dotar al Ejecutivo de las facultades que le retiró el Constituyente Permanente.

Todavía en torno a este último asunto, hemos tomado nota de ciertas declaraciones de quien se desempeña actualmente al frente de la secretaría de Economía. Ha dicho, invocando determinaciones del Ejecutivo, que la COFECE y el IFT quedarán al abrigo del diluvio que se avecina porque se hallan bajo el amparo de compromisos de México con sus socios en el T-MEC: Estados Unidos y Canadá. Estos serán el paraguas que los proteja de las decisiones arbitrarias internas. Es posible que los otros organismos deseen ampararse también bajo el paraguas de compromisos internacionales (así, los que tenemos sobre preservación de libertades y democracia, que podrían moderar la tormenta sobre el INE, el IFAI y el INEGI), ya que no parecen bastar las disposiciones constitucionales, piedras removibles en la marcha triunfal del poder omnímodo.

Otras galas del constitucionalismo de última hora, diligente y autoritario, son las reformas penales a la Constitución, de las que me he ocupado en diversas ocasiones y en las que no me detendré ahora. Retrocedieron las manecillas del reloj para volver al penalismo autoritario. Lo acreditan la expansión de la prisión preventiva forzosa, la extensión de la privación de dominio, la sustitución de la policía civil federal por un cuerpo militar al que se quiere calificar como civil  —Guardia Nacional—  y la criminalización de diversos ilícitos fiscales, convertidos en crímenes graves.

Todo esto y mucho más, que sería imposible reseñar en el espacio del que dispongo, viene al caso cuando los mexicanos celebramos (fuera de fecha, ya lo dije) a nuestra Constitución. De ella esperamos defensa y garantías. Empero, ni la una ni las otras bastan para disuadir el apetito del poder y detener la carrera emprendida hacia un destino que cada día se vuelve más oscuro (o acaso más claro).

Sin embargo, festejemos la Constitución. Recordemos a los diputados del Congreso Constituyente de Querétaro. Elogiemos la orientación social de la ley suprema.  Ponderemos las aportaciones del nuevo constitucionalismo. Invoquemos los méritos del sistema interno de control de constitucionalidad. Pretendamos que hemos avanzado en la consagración de la democracia. Pero mantengamos la mirada alerta para escrutar los designios del poder efectivo. Valgámonos nuevamente del viejo Platón: ¿quién gobierna: la ley o el hombre? Se podría responder que gobierna la ley, siempre sujeta a reformas. Digamos, entonces, que vamos en el camino de un constitucionalismo “a modo”.