Aquí hago referencia a una injusticia; ella, por ser general y reiterada, es más hiriente e inaceptable. Estoy aludiendo al trato discriminatorio e injusto que en algunos sectores de la sociedad se da a las divorciadas. Ese maltrato es más injusto en los casos de mujeres que, por el maltrato de sus maridos a ellas y a sus hijos, han tenido y tienen el valor de demandar la disolución o anulación del vínculo matrimonial. Para el caso no importa que sea civil o religioso.
En los sectores conservadores de la sociedad mexicana una divorciada, por el simple hecho de serlo, es discriminada. Insisto, para el caso no importan las razones que hayan llevado a una mujer a tomar la determinación de romper el vínculo matrimonial. La religión no está ajena a esa forma de discriminación. En el libro de Levíticos se prohíbe a los sacerdotes judíos contraer matrimonio con mujer que hubiese sido repudiada por su marido (cap. 21, v. 7).
Las divorciadas, para algunas religiones, viven en pecado; si se han vuelto a casar, viven en pecado; son adúlteras. Las casadas, por regla general, ven en ellas, no a posibles, sino seguras competidoras. Las excluyen de sus círculos sociales o de oración. En los libros religiosos, sin importar el credo, no hay instituciones que las protejan o que establezcan algún beneficio a su favor.
Las viudas
En la cultura occidental las viudas, con toda razón, son objeto de un trato especial. Esto es así siempre y cuando sean de avanzada edad. A las que lo son gozan de un estatus privilegiado. A las que no están en el supuesto anterior, en menor grado, también son objeto de discriminación. En el mismo libro de Levíticos se prohíbe a los sacerdotes contraer matrimonio con viudas (cap. 21, v. 14).
En la Biblia existen varias disposiciones con relación a ellas:
“A ninguna viuda ni huérfano afligiréis.
“Que si tu llegas a afligirle, y él a mi clamare, ciertamente oiré yo su clamor;
“Y mi furor se encenderá, y os mataré a cuchillo y vuestras mujeres serán viudas, y huérfanos vuestros hijos.” Éxodo, 22. Vs. 22 a 24. Ver también Deuteronomio cap. 10, v. 16). En otra parte se obliga a dar de comer a las viudas hasta saciarse” (Deuteronomio) (cap. 14, v. 29),
No obstante, lo anterior, en otra parte
En cambio, las divorciadas, que pudieran estar en iguales o peores condiciones de abandono y necesidad, por injusticia de la vida no gozan de idéntico respeto y consideración.
En la mitología griega hay relatos conmovedores de viudas que al perder a sus maridos optaron con acompañarlos; que renunciaron a seguir viviendo sin sus maridos.
Helena, la que provocó la guerra de Troya, a pesar de que había llevado una vida muy tormentosa desde el punto de vista sexual o de matrimonios, al morir Menelao, su legítimo marido, no volvió a casarse. Fue expulsada de su nativa Esparta y se refugió en Rodas; ahí, acosada por las Erinias, o vengadoras, se suicidó. Corre la versión de que las mujeres que habían quedado viudas por su coquetería, se disfrazaron de Erinias, la acosaron y la orillaron a suicidarse.
Hace muchos años conocí a un matrimonio griego, él se llamaba Costas y ella Mata; tenían un solo hijo. Los visitaba con frecuencia en su departamento en el Pireo o en su casa de campo en Villa, cerca de puerto Germeno, frente al mar de Corinto.
Mi amigo Costas murió. En la primera oportunidad que tuve fui a visitar a Maras, su viuda. Al quedar sola invitó a vivir con ella a su hermana. A instancias de ella visité la tumba de mi amigo en Villa. En los panteones griegos existe la costumbre de poner el retrato del difunto en una lápida vertical que ponen sobre la tumba. Tiempo después volvía a visitar a la viuda; lo hice en su departamento en el Pireo. Platicando de una y otra cosa tuve el atrevimiento de decirle: Mata, tu hijo pronto se casará, no estés sola, búscate una pareja; ella, molesta, me contestó: “Las viudas griegas nunca se casan”.
Me disculpé por mi impertinencia y ahí quedó la cosa. Algo diferente pasó con una amiga que casi era de mi edad.
En alguna ocasión, platicando con mi ella, estando su papá con nosotros, salió a colación que había enviudado tres veces y que se había casado por cuarta vez. Al preguntarle y “Cuánto te ha durado tu actual marido”. Me contestó que más de veinte años. En eso intervino su papá y dijo: Este le salió “tlalixtle”, el término en lengua nahuátl, significa correoso, que difícilmente se rompe. Por ejemplo, las ramas del guayabo se dice que son tlalixtle, que son duras y resistentes.
A las mujeres que han envidado más de una vez se dice también que tienen la sombra pesada.
Termino esta colaboración refiriendo una historia algo conocida. La tomó de Petronio, o de quien haya sido el autor de El satiricón, (111, ps. 155 y siguientes, Gredos) refiere la siguiente historia:
Hubo en la ciudad de Éfeso una mujer excepcionalmente virtuosa. Era digna de ser imitada tanto por sus vecinas como por las mujeres de otras ciudades. A la muerte de su marido hizo lo usual para demostrar su duelo y mucho más: acompañó el cadáver al interior de su tumba; dentro de ella, día y noche lloraba la ausencia de su amado en compañía de una sirvienta. Nadie fue capaz de hacerla salir de la tumba y de probar alimento durante cinco días. Todos hablaban de la muestras de dolor y aflicción de esa viuda ejemplar.
En esos días, el gobernador de la provincia mandó crucificar a ciertos maleantes al costado de la tumba donde se hallaba la tumba en la que lloraba la viuda. Puso a un soldado a vigilar los cadáveres de los crucificados a fin de evitar que fueran sustraídos por sus parientes; éste, en su vigilia, observó brillar una luz dentro de la tumba y escuchó el llanto de la viuda; por curiosidad le entraron ganas de saber quien era y qué hacía. Entró y vio a una preciosidad de mujer que lloraba inconsolable.
El soldado llevó a la tumba su modesta cena y exhortó a la viuda a que no se agotara sufriendo inútilmente y la invitó a tomar alimento; ella, sin entender de consuelos, se hería el pecho y se arrancaba el cabello a mechones y los depositaba sobre el cadáver. El guardia no se dio por vencido, con el olor del vino sedujo a la sirvienta a la que hizo comer y beber. Hecho lo anterior el ataque se enderezó hacía la viuda; los ruegos vencieron su obstinación; se dio una hartura que iba de acuerdo con el apetito de varios días.
Vencida la resistencia a tomar alimento, el soldado enderezó su ataque a la fortaleza de la virtud de la viuda; para ello contó con que era bien parecido y no carecía de elocuencia; también salió triunfante de esta segunda empresa; en la misma tumba, frente al cadáver del esposo, pasaron su primera noche de bodas y otras más. Sucedió que los padres de uno de los crucificados, al ver relajada la vigilancia, descolgaron el cadáver del ajusticiado y cumplieron con él los últimos deberes.
Al día siguiente, al ver el soldado la cruz sin el ajusticiado, se asustó del suplicio que le esperaba y, sin esperar el castigo que se le venía encima por haber abandonado el servicio que se le había ordenado, pidió a la viuda un rincón dentro de la tumba para ejecutarse con su propia espada a fin de que quedaran juntos amante y marido. La mujer tan compasiva como virtuosa exclamó: “No permita el cielo que vea morir a un tiempo dos seres tan queridos. Prefiero colgar al muerto que sacrificar al vivo.” Diciendo esto mandó sacar del féretro el cadáver de su marido y clavarlo en la cruz vacante. El soldado procedió a hacerlo.
Al día siguiente el pueblo, maravillado, se preguntaba del por qué del milagro de haber subido el muerto a la cruz[1].
[1] Petronio, El satiricón, 111 y 112, págs. 155 a 158.