Las acciones ilícitas deben ser enfrentadas con el derecho y la razón, que demandan consecuencias ciertas y proporcionales a la falta cometida. Esta es una regla de la justicia. No se trata de vengar agravios ni de negar a quien los comete la oportunidad de rectificar su conducta y resarcir el daño causado a sus víctimas. La indispensable correspondencia entre el crimen y la sanción también constituye –y este no es un asunto deleznable– un medio de prevenir infracciones futuras. En suma, una condición para preservar la confianza y la paz. Deber de gobierno: quiero decir, de “buen gobierno”, que pasa de las promesas a las acciones.

Me ocupo de esto porque tengo a la vista, como el mundo entero, la esperada pero ingrata noticia de que el Senado de los Estados Unidos de América “dejó pasar” la gravísima conducta de su expresidente, que no sólo puso en peligro la democracia en esa nación, sino la dañó a fondo con lesiones de gran profundidad y largo alcance. El indigno comportamiento de quien tuvo la más elevada investidura de la Unión Americana ha causado asombro y repudio en el mundo entero, pero además ha sentado un gravísimo precedente que promueve temor e invita a la reflexión. Miremos los efectos de la impunidad, ahora mismo y, sobre todo, en el futuro sombrío.

La impunidad de un crimen es el mejor aliciente para quienes se proponen alterar la vida de sus semejantes y lograr beneficios indebidos. En México nos hemos acostumbrado a tolerar y sufrir la impunidad, generalizada y constante. Incorporamos reformas constitucionales y expedimos leyes a pasto, amenazando a los delincuentes con sanciones que nunca llegan. Propagamos discursos altisonantes y difundimos vanas promesas. Sin embargo, prevalece la impunidad y menguan la confianza y la esperanza. Mientras aquella campea, el crimen afianza sus reales y se convierte en un negocio atractivo para los infractores, con inmenso daño para la sociedad. La impunidad siembra problemas para el porvenir.

La justicia no opera con eficacia. Cuando lo hace, despertando de su sueño o de su incompetencia, abrimos la puerta a la impunidad a través de un complejo sistema de negociaciones que permiten al infractor recibir –si acaso– consecuencias simbólicas, que constituyen un nuevo agravio para las víctimas y para el conjunto de la sociedad. Hemos construido un oscuro régimen de tolerancia a través de un denso conjunto de “criterios de oportunidad”, “testigos protegidos”, perdones anticipados, secretas delaciones y procesos tardíos.

Pero vuelvo al motivo de mis palabras. El mismo mandatario que ofendió sistemáticamente a México y a los mexicanos, para nuestro dolor y vergüenza, sin recibir un solo reproche de su contraparte mexicana, ha ofendido a su propio país y debilitado las instituciones de una república que se dijo ejemplar. Recordamos los acontecimientos del Capitolio: la turba asaltando el palacio legislativo de la poderosa nación, poniendo en riesgo la integridad y la vida de los representantes del pueblo, cuestionando con inaudita violencia el proceso electoral. Esa turba secundó con fiereza los apremios del candidato derrotado que insistía en proclamarse vencedor.

La absolución concedida por el Senado norteamericano altera profundamente la conciencia pública –de aquella nación y del mundo entero, en el que México figura–  y lastima la vigencia del orden jurídico y moral que debiera imperar en el país que cuenta con la más antigua constitución escrita y las más vigorosas instituciones llamadas a sostenerla. En el curso de un acelerado juicio político, que tuvo una previsible desembocadura, se trajo a nuestra memoria la incitación violenta y el proyecto antidemocrático de quien fue ungido con la máxima autoridad  –y responsabilidad–  para asegurar el bien de sus conciudadanos y la vigencia de su ley fundamental.

En ese juicio hubo mayoría de votos en pro del desafuero del ciudadano indigno, que le privaría de la posibilidad de reanudar sus ataques a la unidad del pueblo y a las instituciones de la que fuera una república ejemplar. Sin embargo, no se reunieron los sufragios necesarios para remover del escenario político a quien provocó una verdadera insurrección, encaminó un golpe de estado y amenazó con derribar el régimen democrático erigido a lo largo de dos siglos. El resultado de la votación ha sido desastroso y ominoso. Es inconcebible que un senador del mismo partido del imputado reconociera la ilicitud de la conducta de éste y votara, sin embargo, por su exoneración.

Hoy vuelven al foro norteamericano y mundial la reposición del temor, que puede ser terror, y la amenaza firme de nuevos asaltos a las instituciones democráticas. El enjuiciado, que salió indemne del foro de la “justicia”, ha podido decir, con arrogancia infinita, que su “movimiento acaba de empezar”. ¿Qué movimiento? ¿Hacia dónde? ¿Por qué medios? ¿En qué compañía? Conocemos las respuestas, porque sabemos lo que ocurrió en el pasado cercano. Y también podemos suponer lo que aguarda en el inmediato porvenir. Los norteamericanos demócratas deberán suspirar profundamente e invocar el lema de su país: “In God we trust”.

En este caso, como en todos, la impunidad concedida por quienes debieron hacer justicia  –por encima de intereses personales o partidistas–  pasará una cuantiosa factura a los Estados Unidos y a todo el mundo. Veremos y padeceremos la reiteración de una historia aborrecida. ¡Qué difícil terreno deberá recorrer el presidente legítimo para cumplir el encargo que le encomendó su pueblo! Esperemos que lo haga con legitimidad y serenidad, con valor y entereza. No será fácil, pero no debiera ser de otro modo.

Quienes luchan por la libertad y la justicia, la legitimidad y la democracia  –allá o aquí–  habrán de superar enormes obstáculos. Los desafíos serán monumentales. Sin embargo, no hay otro camino. Y no lo hay porque quienes debieron cumplir un deber con su país y con la humanidad prefirieron mirar hacia otro lado y dejar pasar… También ellos prestaron al dictador obediencia ciega y no se atrevieron a poner un punto o una coma en el papel sobre el que debieron votar.