Últimamente hemos tenido nuevas manifestaciones —escalofriantes, por cierto— del diálogo republicano entre quien ha querido reunir en sus manos un poder omnímodo y los ciudadanos que aguardan del gobernante la conducción serena que caracteriza al Estado de Derecho. Pero es evidente que hace tiempo abandonamos —o lo abandonó el titular del Ejecutivo— el camino recto del Estado de Derecho, para asumir otro: la vereda que conduce a una dictadura. Y en esto nos hallamos, temerosos y confundidos.
Envié este texto a su destino editorial con la anticipación que acostumbro, sabedor de que mediarán varios días entre la entrega de mi colaboración y la publicación de la revista que llega a sus lectores al final de la semana. Pero al cabo de pocas horas tuve que solicitar al editor una espera para revisar el texto a la luz, o a la sombra, de nuevas circunstancias. El motivo era obvio: los sucesos del 15 de marzo, tanto la arremetida desde Palacio Nacional como el intercambio epistolar provocado por la insólita, increíble, inefable carta del presidente de la República al presidente de la Suprema Corte de Justicia.
He aquí —“mañanera” y carta— un ejemplo aleccionador de lo que está pasando en México, al calor (ya sofocante) del estilo personal del Ejecutivo y de su sabido menosprecio por el Estado de Derecho y la independencia judicial. Desde luego, él tiene “otros datos”: su propia versión sobre la pertinencia y la racionalidad de sus expresiones.
Como sabemos, el diálogo —o mejor todavía, el monólogo— emprendido desde la cumbre del poder inició con manifestaciones enfáticas para sembrar la división en la sociedad civil y política. Se escindió nuestro mundo en los términos que cultivan las dictaduras: hemisferios diferentes y enfrentados; uno aloja a los partidarios —“nosotros”, suele decir el orador encumbrado en su cotidiana oratoria rupestre— y el otro hospeda a los adversarios. Éstos, que son culpables de todos los males, desde el principio de la historia hasta los días que corren, fueron calificados con palabras que pronto se volvieron habituales: fifís, conservadores, neoliberales. También se echó mano de ciertos agregados: traidores, hipócritas, corruptos.
Mientras el encono no pasaba de las palabras, los adversarios aguantaron la arremetida y respondieron de cuando en cuando. Pero llegó el tiempo, que es el de ahora, en que el emisor de palabras pasó a los actos de autoridad, con los que se ha pretendido reconfigurar la marcha de la República y diseñar su futuro: un porvenir que se impone a todos, sin apelación posible ni alternativas a la mano. Para eso sirve el poder exuberante: para convertir caprichos y convicciones personales en conducta de gobierno. Así se somete a los discrepantes. Mejor todavía si se ejerce, con infinito desenfado, la “tiranía de la mayoría”, negación de una verdadera democracia.
No quiero extraviarme en consideraciones generales. Vayamos a hechos recientes que dan testimonio de estas andanzas de nuestro México —que se convierte en un México excluyente-— y de la forma en que se ejerce el diálogo entre el poderoso desbocado y los ciudadanos. Y más, entre los órganos del poder público: el Ejecutivo enfurecido y el Judicial, llamado a constituir freno y contrapeso de aquél en el ejercicio democrático. Quien escucha los términos de este frecuente desencuentro se puede preguntar, como lo hacemos en el lenguaje ordinario: ¿así nos llevamos? Peor todavía: ¿así nos llevaremos? ¿Es éste el nuevo estilo de mandar y la manera corriente de encaminar a la nación hacia el destino elegido por quien gobierna a la nación como se manda a los vasallos?
Abogado como soy, observo con atención especial el ejercicio del Derecho en un mundo civilizado. Me sobresaltan los exabruptos del poder público que se apartan de la ley y menguan los derechos y las libertades de los ciudadanos. Cada uno de esos exabruptos es anuncio de otros que se avecinan. Y se están multiplicando y agravando. El factor a la mano del poder omnímodo para manifestarse con su verdadero rostro, ignorando las formas elementales del trato republicano, ha sido la cuestionada legislación sobre fuentes de energía, objetada por amplios sectores de la opinión pública, aunque aprobada con notoria docilidad por los legisladores afines al autor de la iniciativa. Éste advirtió a su Congreso —también freno y contrapeso, se dice, del poder absoluto— que no aceptaría que se modificara un solo punto o una sola coma de la iniciativa. Y así ha sido. Lo tomas como te lo dicto, señaló la receta. Y basta.
Sucedió que algunos abogados advirtieron los defectos que la nueva legislación tenía —en concepto de aquéllos— y mencionaron que interpondrían los recursos que nuestra Constitución autoriza. Lo hicieron en el desempeño de su profesión, una actividad legítima amparada por la ley. Frente a esta advertencia, el poder omnímodo reaccionó con furia. Llegó al extremo de calificar a esos abogados como “traidores a la Patria”. Probablemente el Ejecutivo ignoraba de qué estaba hablando, aunque algunos miembros de su corte obsecuente le debieron informar sobre el significado de sus palabras. La traición es uno de los crímenes más graves que puede cometer un individuo, conminado con penas muy elevadas. En otro tiempo se castigaba al traidor con pena de muerte. Y en todo caso, Dante Alighieri aloja a los traidores en la más honda región del infierno. Nada menos.
Por supuesto, hubo reacciones. Un grupo de abogados publicó en “El Universal” del 9 de marzo un desplegado bajo el título “¡No somos traidores a la Patria!”. No conozco personalmente a todos los suscriptores de ese desplegado, pero sí a varios de ellos, que son mexicanos respetables y juristas competentes. En esos días se elevaron otras apelaciones a la moral y a la cordura en contra de la imputación hecha por el Ejecutivo. Protestaron, como no podía ser menos, la Barra Mexicana. Colegio de Abogados, el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados y la Asociación de Abogados de Empresa, si no recuerdo mal.
El Ejecutivo no dio una explicación satisfactoria sobre la desmesura en que había incurrido. Ciertamente olvidó que las Naciones Unidas han proclamado el deber de los gobernantes (demócratas, se entiende) de respetar a los abogados en el desempeño legítimo de su profesión. Bien se pudo, pero no se hizo, poner en manos del iracundo gobernante los “Principios básicos sobre la función de los abogados”, aprobados por un congreso de Naciones Unidas en el lejano 1990. Y México sigue formando parte, hasta donde sabemos, de la Organización de las Naciones Unidas.
En esas estábamos cuando nos asaltó otro acontecimiento del mismo signo y de suma gravedad, que no habíamos presenciado en años recientes. Un juez de distrito se “tomó la libertad” de actuar conforme a sus atribuciones y suspender los efectos de la inefable ley a la que antes me referí, ordenamiento que figura —es evidente— entre los “amores” del Ejecutivo. No se trató de una decisión de fondo, sino de una resolución intermedia mientras se estudia y resuelve el asunto. ¡Nuevo estallido!
El agraviado elevó la voz hasta el cielo, proclamó su opinión personal acerca de los desvíos del juez de marras y distribuyó todo género de invectivas y amenazas contra los tribunales que se conducen de esta manera, es decir, con independencia e imparcialidad en el desempeño de su misión. Desde luego, inmediatamente surgieron las protestas en el sector ofendido: jueces y magistrados del Poder Judicial Federal, además de otros analistas. Por lo pronto, estamos pendientes de las decisiones que puedan tomar la Suprema Corte y el Consejo de la Judicatura, órganos invocados por la ira del altísimo.
Tampoco se informó debidamente al iracundo titular de un Poder de la Unión que los miembros de otro Poder de la Unión —conocido como Judicial— son autónomos en sus decisiones y que es indebido e ilegítimo lanzarles invectivas y amenazas cuando se difiere del sentido de aquéllas. Imaginemos lo que habría sucedido en los Estados Unidos de América si los tribunales de esa nación, que acaba de enfrentar algunas de las horas más críticas de su historia, se hubieran plegado a las caprichosas andanadas del señor Trump. Ya vimos la actitud firme y honorable de esos tribunales y de la propia Suprema Corte de la Unión Americana, pese a su integración mayoritariamente conservadora, derivada de las candidaturas propuestas por el propio señor Trump.
Ya que hemos citado a Naciones Unidas, no olvidemos —aunque nuestro Ejecutivo lo ignore— que además del buen número de tratados que aseguran la independencia de los tribunales, existen unos “Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura”, confirmados por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 29 de noviembre y el 13 de diciembre de 1985. Por añadidura, recordemos que la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, un tribunal que los mexicanos conocemos muy bien, ha condenado las presiones que ejercen ciertos funcionarios en contra de la independencia y el desempeño de los tribunales. Estas presiones pueden cometerse con violencia física o con violencia verbal que provoca animosidad contra los juzgadores.
Hasta aquí había llegado mi texto original, retirado poco después de que lo envié a Siempre. Pero al cabo de unas horas supe de la terrible mañanera y de la carta del Ejecutivo al presidente de la Suprema Corte. Escuché y volví a escuchar la mañanera, que no presencié en la televisión del día en que el Ejecutivo la profirió. Leí y releí la carta —pieza para la historia—, porque de primera intención me pareció que alguien había filtrado a los medios un texto apócrifo, haciéndolo pasar como auténtico, con el torcido propósito de dañar la imagen del Ejecutivo. Lamentablemente, sí existió esta epístola increíble.
La carta de marras refleja un estado de ánimo que dista mucho de acomodarse al estado de derecho. Ambos debieran coincidir, sin salvedad, en la persona del Ejecutivo. Se observó de nuevo la injerencia de aquél en asuntos del Poder Judicial, que deben correr por otra vía: los medios impugnativos que concede la ley. Pero hubo más: las alusiones a ciertas personas, vinculadas con la vida pública del país, fueron enconadas y ofensivas, además de absolutamente innecesarias, por donde se miren. Se trató, dicho de una vez, de expresiones difamatorias. No es necesario que explique por qué: véase en un diccionario el significado de difamar.
Del mismo modo que en líneas anteriores recomendé la lectura de ciertos documentos nacionales e internacionales para ilustrar el criterio del Ejecutivo, me remito ahora al significado estricto de la palabra difamar, que aplico al renovado exabrupto presidencial. ¡Qué doloroso, qué lamentable que la ira y el encono personal lleven a un Poder de la Unión a volcarse de esta manera contra algunos ciudadanos y, de paso, contra otro Poder de la Unión! Duele y preocupa el punto al que se ha llegado, que pone en riesgo el orden jurídico y el bien de la nación.
En fin de cuentas, amigos lectores, en estos días hemos soportado horas amargas para el Estado de Derecho. De ahí la pertinencia de que nos preguntemos, como lo hice en el título de este artículo, por eso que podemos llamar el “diálogo republicano”, es decir, el trato entre los ciudadanos y los depositarios del poder público en una república gobernada por leyes —más que por el humor de los individuos—, y la conveniencia de que incluyamos en esa pregunta de fondo otra de forma para guiar nuestra conducta en los días que se avecinan: ¿así nos llevamos? Más aún, ¿así nos llevaremos?

