El 16 de diciembre de 2018, en mi artículo Quien siembra odio…, aparecido en esta prestigiada revista, escribía yo acerca del asesinato, el 2 de octubre anterior, del periodista saudí Jamal Khashoggi, y comentaba lo que se iba sabiendo del crimen: sus pormenores horripilantes, la identidad de quienes lo ejecutaron y su vinculación con el príncipe heredero, Mohamed Ben-Salmán.

De la información y los comentarios de mi extenso artículo se desprendía que el príncipe ordenó el asesinato, cometido por sus esbirros, con precisión brutal de un carnicero y, al mismo tiempo, fina de un forense. Quedó claro, además, que el presidente Donald Trump, quien conocía el informe de la CIA, que incrimina al príncipe, negó primero que éste tuviera responsabilidad alguna; más tarde afirmó: “puede que sea culpable y puede que no; nunca lo sabremos”; y meses después se jactó de “haber salvado el culo” al príncipe.

La protección del entonces mandatario al heredero saudí, llegando al extremo de vetar la publicación del informe de la CIA que lo incriminaba, era explicable, primero, porque Trump había resuelto hacer del Reino del Desierto el interlocutor privilegiado y aliado de Washington en Medio Oriente, en congruencia con la estrategia de Jared Kushner, yerno del presidente, con la finalidad, por una parte, de echar a andar los llamados Acuerdos de Abraham, cuyo objetivo era el establecimiento —o reinicio— de relaciones diplomáticas y de toda índole entre los países árabes e Israel.

La alianza con Riad tenía también la finalidad, no solo de prescindir de Irán como el interlocutor privilegiado que fue de Washington durante el gobierno de Obama, sino enterrar definitivamente el Acuerdo entre el Régimen de los Ayatolás y los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania, que sometía a revisión de la propia ONU el programa iraní de desarrollo nuclear.

Estados Unidos, que ya se había desligado del Acuerdo, bombardeó, literalmente, a Irán con gravosas sanciones económicas y de otra índole; y se coludió con Saudi Arabia e Israel para anularlo políticamente y, cuando fuera necesario militarmente, en Oriente Medio.

Trump pretendía justificar la elección de Riad como su aliado musulmán por excelencia en Medio Oriente, en las multimillonarias relaciones comerciales de Estados Unidos con el Reino del Desierto, por 110 mil millones de contratos de venta de armas concertados en 2017, que implicaban más de un millón de empleos, según datos de la Casa Blanca. Aunque los expertos reducen a 14 mil millones el monto de los contratos, y, en consecuencia, a menos, mucho menos, de un millón los nuevos empleos que producirían.

Pero las verdaderas razones de esta nueva alianza concertada por Trump, eran, por una parte, su odio, infantil y también perverso, a Obama, expresado en la obsesión de suprimir todas las políticas de éste, lo que en Oriente Medio significaba romper toda relación con Irán, hostilizarlo, imponerle graves sanciones y, desde luego, acabar con el Acuerdo Nuclear.

La otra razón de esta alianza con Riad se llama Israel, ya coludido con Saudi Arabia en su “guerra” contra Irán por el dominio del espacio del Medio Oriente. Gobernado el Estado hebreo -todavía hoy- por Benjamín Netanyahu, el premier ha mantenido relaciones políticas, que casi podrían calificarse de íntimas —o “carnales”, según la desafortunada expresión de Guido Di Tella, canciller del gobierno de Carlos Menem, para calificar, en 1991, los vínculos de Argentina con Estados Unidos— con Donald Trump.

Gracias a estas relaciones “carnales”, infames, Trump contó durante su gobierno, en todo momento, con el apoyo incondicional de las iglesias y los millones de fieles evangélicos, sionistas a ultranza, que creen que la concentración del “pueblo elegido” en Israel precederá la segunda venida de Cristo.

A cambio de esto, el neoyorkino, violando grave y descaradamente resoluciones de Naciones Unidas y el derecho internacional, reconoció a Jerusalén como capital de Israel y a los Altos del Golán, territorio sirio, como pertenecientes a Israel. Solapando, además, la construcción, que estimula Netanyahu, de colonias judías en territorio de Gaza y Cisjordania sobre el que tienen derecho los palestinos.

La llegada de Biden a la presidencia de Estados Unidos ha sido considerada como “el retorno de la decencia”, después de cuatro años de agresiones verbales y de no pocas medidas sin ton ni son en lo internacional —para no hablar de la política y administración doméstica—. El mandatario, además, ha emitido un torrente de decretos presidenciales para borrar la herencia de Trump, a los que ha seguido una ofensiva de cambios, hasta en las palabras, por ejemplo: los extranjeros inmigrantes “ilegales”, ahora son —muy a nuestro gusto mexicano— inmigrantes “indocumentados”.

Sin embargo, el mensaje del flamante mandatario, de que “Estados Unidos ha vuelto” al escenario internacional, ha sido acogido con cierta desconfianza, incluso entre sus más cercanos aliados, porque —dicen Anne Gearan y Ashley Parker, del Washington Post-—“el trumpismo siempre podría regresar, ya sea en una candidatura de 2024 del propio Trump o de otro candidato presidencial que ofrezca un discurso similar.” Así que el primer desafío al que deba responder Biden en la política exterior de su gobierno, es el de recuperar la confianza en Estados Unidos por parte de sus aliados y amigos.

 

Crimen sin castigo

Uno de los importantes desafíos a los que se enfrenta el presidente demócrata es el de las relaciones de Estados Unidos con Arabia Saudí, con Israel y con Irán, que guardando cada una su propia especificidad, están imbricadas.

A diferencia de Raskólnikov, el personaje de la novela de Dostoyevski, Crimen y castigo, que siente terribles remordimientos y es castigado por su delito, el príncipe heredero de Saudi Arabia, Mohamed Ben Salman, quien ordenó el asesinato de su compatriota el periodista Jamal Khashoggi, ni siquiera acepta haber sido su autor intelectual. Y no recibirá castigo alguno a título personal.

Biden sin embargo, a diferencia de Trump, dio a conocer el informe de la CIA sobre el homicidio, en el que se concluye, sin lugar a dudas, que el príncipe conoció y ordenó la captura y asesinato de Khashoggi. Documento que provocó de inmediato un comunicado del ministerio de Exteriores saudí, afirmando que contenía información inexacta y sus conclusiones eran “falsas e inaceptables.”

En el contexto del informe, el presidente estadounidense había mantenido una conversación con el rey Salmán y no con el príncipe heredero, a pesar de ser el gobernante de facto del Reino, para expresar, en términos diplomáticos, tan sutiles como duros, la condena de Washington al crimen y a las reiteradas violaciones del gobierno saudí a los derechos humanos. Sobre ellos y sobre el estado de derecho habló Biden con el monarca.

La publicación del informe ya dio lugar a que se hagan públicos algunas de las múltiples violaciones a los derechos humanos, que se cometen en el Reino, que se está convirtiendo en el feudo de Mohamed Ben Salman: Por ejemplo, Reporteros Sin Fronteras denunció ante la justicia alemana los “crímenes de lesa humanidad” contra periodistas —33 están presos—.

Se revela, asimismo, que Osama al-Hasani, un teólogo saudita detenido en Marruecos es sujeto de extradición, solicitada por Riad. Finalmente, vuelve a salir a la luz el caso de la princesa saudí Basmah Bin Saud, “muy enferma”, y de su hija, encerradas en Riad, en una prisión de alta seguridad.

Sin embargo, el presidente Biden no ha expresado condena alguna al príncipe y al Reino, aunque la publicación del informe de la CIA ha sido una advertencia a aquel de que sus pulsiones autocráticas tendrán un costo. Y por el momento hasta ahí están las cosas, porque, a fin de cuentas, Riad sigue siendo un socio necesario de Estados Unidos en la región, como lo es Israel y como Washington intenta que vuelva a serlo Irán.

El presidente, quien cuenta con una larga y rica experiencia en política exterior, cuando fue senador y como vicepresidente de Obama, está actuando ya, en “juegos de guerra y paz” obligados en Medio Oriente, con una estrategia que, al retirar su apoyo a la intervención saudí en Yemen, apuesta por la diplomacia para dar fin a esta larga guerra, “la peor crisis humanitaria del mundo, que está a punto de hacer desaparecer a toda una generación de yemenitas —como dice Antonio Guterres, secretario general de la ONU‑.

 

La paz con los ayatolás

Irán, tema prioritario para la diplomacia estadounidense y europea, y bestia negra para Israel, Arabia Saudí y otras monarquías del Golfo, ha sido objeto de las tempranas acciones de Biden. En dos direcciones: la que busca reactivar el Acuerdo Nuclear de 2015 y la que se tradujo en un ataque contra las milicias proiraníes.

Sobre el primer punto, Irán no aceptó la propuesta de una reunión informal con Estados Unidos y los gobiernos europeos firmantes del acuerdo, con vistas a reactivarlo, pues exige que Washington suspenda antes las sanciones que ha impuesto. Afortunadamente, a pesar del impasse, el director general del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) acaba de llegar a un acuerdo, de último minuto, con Teherán que permitirá a la organización monitorear, durante los próximos tres meses, el programa nuclear del régimen.

Respecto al otro tema, Biden dio la orden de atacar en Siria a milicias proiraníes, en respuesta a los que éstas llevaron a cabo, el 15 de febrero en Irak, contra una base de soldados estadounidenses; una acción que Dareen Khalifa, especialista del International Crisis Group, interpreta como advertencia a Irán de que sus ataques y los de sus correligionarios “no serán tolerados, para salvaguardar las discusiones sobre el dossier nuclear”.

Es deseable y posible la reactivación del acuerdo nuclear: respecto a Irán, porque fortalece a los moderados del régimen, hoy encabezados por el presidente Hassan Rohani, ante las elecciones presidenciales de junio. Respecto al escenario internacional, porque Irán será menos peligroso sin posibilidades de fabricar bombas atómicas, aunque seguirá enfrentado, no solo políticamente sino a través de sus milicias, con sus enemigos regionales suníes e israelí.

En otro orden de ideas, el reinicio del diálogo —y pronto, esperemos, la reactivación del acuerdo nuclear— entre Estados Unidos e Irán, es de desearse que contenga a Netanyahu en su desorbitada política de expansión de las colonias judías violando leyes y pisoteando a la comunidad palestina. Y, ya sea que el premier judío triunfe en los comicios del 23 de marzo, o no, esperemos también que nuevas realidades en Medio Oriente y la acción de Biden y la Unión Europea, hagan posible que israelíes y palestinos vuelvan a la mesa de negociaciones y se reviva la solución de dos Estados en Palestina.

 

El perverso que no se fue

La Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), que reúne a las más importantes personalidades de esa tendencia en Estados Unidos, se celebró en Orlando, Florida, del 25 al 28 de febrero, su cita anual.

Pasarela y trampolín de los aspirantes del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, fue en esta ocasión escenario del apoyo fervoroso, incondicional, a Donald Trump, considerado víctima de un fraude electoral que le arrebató la reelección como presidente y consagrado, ya, como candidato del Partido para la elección de 2024.

El expresidente, que fue la estrella del encuentro, pronunció su primer discurso desde que dejó la Casa Blanca, el 20 de enero, preguntando, como saludo a su enfervorizado auditorio: “¿Ya me echabais de menos?, insistiendo en que fue víctima de fraude en los comicios, criticando a Biden, cuyo primer mes en el gobierno fue “el más desastroso de cualquier presidente”, apelando a la unidad del partido, y diciendo: “el increíble viaje que iniciamos está lejos de acabar”.

Un viaje en el que se ve nominado como candidato a las presidenciales en 2024 —“puedo decidir optar por tercera vez”, afirmo— sin que hoy por hoy otros aspirantes a la nominación e atrevan a enfrentarlo.

Hoy todavía hay Trump en la política de Estados Unidos. Lamentablemente.