Cada época, cada año, día y hora tiene sus ruidos; cada país, ciudad, colonia, barrio o calle tiene sus sonidos e, incluso, sus ecos. Conocerlos da sentido y complementa la naturaleza de una nacionalidad, residencia o vecindad.

Los ruidos, a base de ser oídos continuamente, dejan de ser percibidos. La reiteración los hace desaparecer. Cuando cesan temporalmente, se siente su ausencia. Cuando desaparecen permanentemente, se olvidan; no son recordados nunca. Son intrascendentes.

Aquí aludo a los ruidos cotidianos; por serlo, pasan desapercibido. No se les presta atención. Carecen de importancia.

En la Edad Media europea los ruidos provenían, preferentemente, de fuentes religiosas. El toque de las campanas era el que advertía a los viajeros de la proximidad de una ciudad o de un poblado.

Johan Huizinga, al comienzo de su magistral obra El otoño de la Edad Media, alude a los ruidos de las ciudades europeas; describe sus característica y refiere su continuidad. No había espacio para el silencio:

“Y todas las cosas de la vida tenían algo de ostentoso, pero cruelmente público. Los leprosos hacían sonar sus carracas y marchaban en procesión; los mendigos gimoteaban en la iglesias y exhibían sus deformidades. Todas las clases, todos los órdenes, todos los oficios podían reconocerse por su traje. Los grandes señores no se ponían jamás en movimiento sin un pomposo despliegue de armas y libreas infundiendo respeto y envidia. La administración de la justicia, la venta e mercancías, las bodas y los entierros todo se anunciaba ruidosamente por medio de cortejos, gritos, lamentaciones y música. … Había un sonido que dominaba una y otra vez el rumor de la vida cotidiana y que, por múltiple que fuese, no era nunca confuso y lo elevaba todo pasajeramente a una esfera de orden y armonía: las campanas. Las campanas eran en la vida diaria como unos buenos espíritus monitorios que anunciaban, con su voz familiar, ya el duelo, ya la alegría, ya el reposo, ya la agitación; …” Refiere que, en ocasiones especiales, las campanas de las iglesias repicaban todo el día, incluso, toda la noche (páginas 14 y 15).

Cada ciudad o pueblo tiene sus ruidos; éstos les dan carácter y un sello distintivo. Los ruidos provienen de fuentes profanas o religiosas. Las festividades religiosas tienen sus ruidos; las distinguen y les da personalidad. Unos son los ruidos de navidad y otros los de semana santa.

El calendario cívico tiene los suyos, los más notables son los que se emiten en la noche del grito y el veinte de noviembre. El calendario escolar tiene sus festivales con ruidos propios: día de las madres, del niño o del maestro. Hay más.

Se hace ruido para vender, protestar, convencer. Era inconcebible que las mujeres no hagan ruido el 8 de marzo; lo hacen cada año. Por ser molesto, llama la atención. Los homosexuales, lesbianas y travestis producen ruidos alegres y rítmicos. La “gente decente”, cuando protesta contra el mal gobierno, lo hace vestida de blanco y en silencio. Los “morenos” repitiendo sus lemas: “Es un honor estar con Obrador” y otros.

A los predicadores, sin importar su credo, no les es suficiente con aturdir a sus feligreses dentro de los templos, con el pretexto de amonestar y advertir de los peligros que corren sus almas, ponen atas voces para atemorizar a los que se hallan en el exterior. Una procesión sin música y cohetes no es tal. Con ellos se llama la atención.

Los bandos por virtud de los cuales se anunciaba el nacimiento de un heredero de la corona, la llegada de un nuevo virrey o la expedición de una ley o decreto, para reunir al mayor número de pobladores, se hacía con escándalo; una reminiscencia de ellos es el bando solemne que expide la Cámara de Diputados para hacer saber a la población la declaratoria de presidente electo, con base en la resolución que emite el Tribunal Electoral (art. 74, frac. I constitucional). En algunas poblaciones del interior de la república, las autoridades municipales contrataban una banda de música para llamar la atención de la población; una vez congregada se daba lectura al texto del bando.

En las grandes avenidas, ejes viales, circuito interior y otras vías principales de la Ciudad de México, el ruido que hacen los autobuses, camionetas de transporte público y automóviles anuncian la salida del Sol y el inicio de una nueva jornada. Abrimos la mañana con el pregón “Se compran colchones, estufas, refrigeradores; fierros viejos que vendan.”

Los habitantes de la Ciudad de México saben que ya se metió el Sol por el silbato de los que venden camote o el anuncio; “Ya llegaron sus ricos y sabrosos tamales oaxaqueños; acérquese y compre sus ricos y sabrosos tamales oaxaqueños.” Estos ruidos no se escuchan en las zonas donde vive la gente bien, la decente.

En las ciudades de provincia, hace muchos años el sonido del silbato anunciaba que el sereno iniciaba su ronda para dar seguridad a la población. En ellas todavía se escucha el silbato de los afiladores

El toque de las campanas ha cesado casi totalmente. Cuando menos en la Ciudad de México su tañido ya no anuncia la muerte y el paso de un cortejo fúnebre. Se limitan, en los días domingo, a anunciar la hora de la misa. Pocos les hacen caso, de ahí el dicho “Como llamadas a misa”, para referirse a algo que suena, pero lo que nadie hace caso.

Dejaron de escucharse los cuetes y las “cámaras”; de verse los “castillos” y juegos que caracterizan a las ferias de los diferentes pueblos que aún subsisten dentro de la Ciudad de México. Los gritos de quienes subían a los “juegos” de las ferias dejaron de oírse. Un remedo de procesión y concentración de observó en el templo de san Hipólito que se halla en la esquina de Tacuba y Paseo de la Reforma en donde se rinde devoción, que llega a culto, a san Judas Tadeo. En cambio, el ruido de las procesiones y danzas habituales en la Villa de Guadalupe, desaparecieron por virtud de una prohibición expresa de la autoridad civil que, a querer o no, acataron los files y sacerdotes.

Es seguro que los coheteros están pasando hambre por no vender sus objetos ruidosos; los que venden imágenes religiosas y comida callaron sus pregones anunciando sus mercancías.

En la Ciudad de México, en marzo de 2020, debido a la pandemia, el ruido cesó. No había autobuses de pasajeros. Pocos eran los automovilistas que se atrevían a violar el virtual estado de sitio en que se hallaba la ciudad. Al no haber tráfico, las sirenas de las ambulancias no se dejaban oír en demanda de paso franco.

Los vendedores habituales que se ponían a las afueras de los hospitales fueron removidos. Los parientes de los pacientes internados, a las afuera de los centros médicos, en silencio, esperan noticias relativas a la salud de sus parientes. La salida de un cadáver era un motivo para guardar silencio y santiguarse; la ausencia de ruido era rota por el murmullo de una oración pronunciada entre dientes.

Se dejó de escuchar la algarabía de las escuelas. Los niños no juegan en las calles de los barrios.

Hubo un momento en que desaparecieron la contaminación y el ruido. La Ciudad de México no ha recobrado totalmente sus ruidos, los habituales. Lentamente estamos volviendo a la normalidad.