¿Un democracia excesiva y excedida?

El 23 de marzo tuvieron lugar las cuartas elecciones parlamentarias de Israel en dos años, que desalojarán —o no— del poder a Benjamín Netanyahu, primer ministro desde 2009; que ya lo había sido, también, de 1996 a 1999. Entonces el más joven de la historia de Israel, hoy es el más longevo en el cargo: con 5490 días en el poder, ha superado a David Ben Gurion, quien después de proclamar la creación del Estado de Israel, ejerció como premier 4872 días.

Esta cuarta elección, en un lapso de dos años, tuvo que celebrarse después de que el acuerdo de coalición del partido Likud, de Netanyahu y la formación Azul y Blanco, del general en retiro Benny Gantz, fue insostenible, no fue posible aprobar el presupuesto del Estado, y ello provocó la disolución del parlamento, la knéset.

Aunque el premier sigue ejerciendo funciones, su permanencia en el cargo dependía de que los comicios recién celebrados le permitieran, con los votos obtenidos por su partido y otros que se coaligaran con Likud, alcanzar la mayoría de escaños en la knéset. Lo que es improbable que suceda y abre la posibilidad de una quinta elección, ante un Netanyahu aferrado al poder.

Lo cierto es que el personaje, también conocido como Bibi, requiere mantener el cargo, que le da inmunidad frente a los delitos de corrupción, malversación de fondos y abuso de poder que se le imputan, sin hablar de otros abusos de él y su esposa Sara, tan faltos de clase, como el de llevar, en sus viajes oficiales al extranjero, maletas con ropa sucia para que sea lavada gratuitamente en los sitios donde se hospedarán.

Mientras permanezca en el poder Netanyahu, que se dice víctima de un complot y se considera “un nuevo Dreyfus”, continuará pidiendo a sus partidarios, a la sociedad civil, que lo apoyen contra la justicia, pues está en guerra abierta contra el poder judicial. Una actitud que, hace notar Samy Cohen, investigador emérito de Sciences Po, recuerda al premier de Hungría, Viktor Orban; y también —yo añadiría— al personaje central de nuestro entorno nacional.

El premier ha hecho campaña afirmando que es víctima de un “complot” de los fiscales, la policía, los jueces, la izquierda y los medios. Ha presumido el éxito de la vacunación en Israel, aunque —dicen sus críticos— el éxito “ha logrado maquillar la forma chapucera en que se afrontaron las primeras oleadas de la pandemia, con manga ancha para la desobediencia de los ultraortodoxos y seis mil fallecimientos”. Puede, en fin, vanagloriarse de los acuerdos de normalización de relaciones con cuatro países árabes: Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Sudán y Marruecos .

La política electorera del primer ministro lo ha hecho intentar pactos, y pactar en algunos casos, con toda clase de fuerzas políticas de la derecha: secular, religiosa, y ¡con los árabes israelíes! para alcanzar la mayoría en la knéset, que le permita gobernar.

Así, al lado de Likud, su partido, con 30 escaños —6 menos que en 2020— contaría con los asientos de tres partidos ultraortodoxos —22 escaños— uno de los cuales, Sionistas Religiosos, se integra por racistas, xenófobos, homófobos, mesiánicos, un “Ku Klux Klan local”, dice la especialista en Oriente Medio Esther Shabot. Contaría, asimismo, el premier, con los 7 escaños de Yamina: (Nueva Derecha) de Naftali Bennett, sionista religioso.

Con ello, Bibi encabezaría un gobierno derechista sin recato, que, sin embargo, no alcanza la mayoría de 61 asientos en la knéset, requerida para ejercerlo; y tampoco, según la información de hoy 30 de marzo, tiene posibilidades de alcanzarla, porque el apoyo que el premier podría obtener, a cambio de mil promesas de apoyo económico, del movimiento islamista Ra’am (Lista Unida Árabe) es inaceptable por parte de los tres partidos judíos ultraderechistas, que lo consideran “terrorista y que niega la existencia del Estado judío”.

La oposición a Netanyahu, que lidera el centrista Yair Lapid, cuyo partido Yesh Atid, (Hay un futuro) cuenta con 17 escaños, tiene como socios a ocho formaciones minoritarias, un caleidoscopio con derechistas nacionalistas, la mencionada Lista Unida Árabe, Kajol Laván, de Benny Gantz, ex aliado de Netanyahu y —lo hago notar— Avodá (Partido Laborista), el centro izquierda, de rica historia y pobre presente, que está reflotando la política feminista Merav Mijael. El desafío al que debe responder Lapid es el de conseguir el respaldo de 61 diputados para que el presidente Reuven Rivlin le encomiende formar nuevo gobierno. Después del 5 de abril.

Las elecciones, esta cuarta y, si es que llega a haber, una quinta, se dice que constituyen el referéndum de una sociedad escindida en dos mitades, de apoyo o rechazo a Netanyahu, un político hábil, corrupto, tramposo, al que su “amigo” Donald Trump —su gemelo, como escribí en mi artículo del 28 de junio pasado en Siempre!— le abrió las puertas de los acuerdos con gobiernos árabes.

Contienda electoral, la cuarta elección, en el escenario de una democracia generosa, ¿excesiva? —me pregunto— en la que resulta sencillo crear partidos políticos y hoy el país cuenta con ¡39 formaciones! De la izquierda a la derecha, religiosos y laicos, tolerantes, intolerantes y racistas.

Y responde —no a mi— Chuck Frellich, ex asesor de seguridad nacional de Israel: “En muchos sentidos, esta elección es una afirmación de la fuerza de la democracia israelí, frente a los intentos de un maestro político de subyugar los procesos electorales y judiciales a sus propias necesidades políticas y evitar el destino legal que le espera”.

Pero hay quien ofrece una explicación, distinta a la del referéndum sobre la gestión de 12 años ininterrumpidos de Netanyahu como primer ministro: Maurice-Ruben Hayoun, profesor de filosofía judía y alemana en la Universidad de Ginebra, dice que lo que se enfrenta en Israel son dos modelos de Estado judío: el de quienes pretenden que sea similar, idéntico a los otros del planeta contra los que aspiran a vivir en un Estado fundado en los preceptos divinos. Una y otra concepción del Estado y de la organización y relaciones sociales que encarnan —ejemplifica el autor— en Jerusalén, rigurosa en el plano religioso, frente a Tel-Aviv, conocida por su permisividad y alegría de vivir.

 

Israel en el serpentario del Medio Oriente

Al asomarme a las particularidades de las elecciones del 23 de marzo, me entero de que las “verdades de fe” de la política exterior de Israel no son indiscutibles para todos los actores políticos y para la sociedad israelí en su conjunto. En efecto, de la información obtenida de Enlace Judío México, con motivo de dichas selecciones, se desprende lo siguiente:

La Solución de dos Estados: israelí y palestino, acorde a resoluciones de la ONU, que a raíz de las maniobras de Trump proponiendo otras fórmulas, contrarias al interés y la dignidad del pueblo palestino, parecía disiparse, y desde luego no ha estado en la mira de Netanyahu, contaría con el apoyo de partidos, de centro, izquierda, y los árabes, que en conjunto obtendrían 42 escaños en un nuevo parlamento.

La conformidad con la política de Biden —y del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania— de revivir el acuerdo nuclear con Irán, se ha hecho manifiesta en tres partidos políticos, que sumarían 21 escaños en la knéset.

Situación distinta prevalece respecto a la anexión de territorio de Cisjordania (Judea y Samaria para los hebreos), que cuenta con el apoyo expreso de varias formaciones. Otras han sido omisas.

Independientemente de esta situación, el Israel de Netanyahu —o de quien le suceda— deberá continuar, con el apoyo de gobierno de Biden, de la Unión Europea y con el beneplácito de la comunidad internacional, la normalización de sus relaciones de toda índole con los países árabes.

Normalización que, sin embargo, entraña dos riesgos: el de hacer caso omiso de los derechos del pueblo palestino y el de conformar una alianza con algunos de esos países —en particular Saudi Arabia, gobernada de facto por el ambicioso Mohamed Ben Salman— contra Irán.

El tema palestino es el de su derecho a tener un Estado, con territorio en el que ejerza soberanía, pero también el de los derechos de la comunidad árabe israelí —el 20% de la población de Israel— marginada por las reformas legales que declaran al país Estado judío, con exclusión de otras comunidades. Los árabes israelíes a los que Netanyahu ha ofrecido “el oro y el moro”, cuantiosos apoyos económicos a cambio del que llegaran a darle para formar gobierno.

Respecto a Irán, enemigo mortal de Arabia Saudí, por supuestas controversias religiosas entre chíes y suníes y disputas reales por influencia y dominio en Medio Oriente; disputas que mantiene, asimismo, con Israel, es imperativo reducir las tensiones y permitir que Estados Unidos y Europa hagan volver a Teherán a la mesa de negociaciones sobre el acuerdo nuclear.

La situación es difícil, y hoy mismo tiene lugar una guerra secreta entre Irán e Israel, en la que, revelan los medios internacionales, comandos de un país atacan barcos del otro; y sufren represalias. En incidentes que tienen lugar desde hace más de un año, como lo ha hecho saber The Wall Street Journal.

En todo caso, Israel, como país inmerso en el serpentario del Medio Oriente, seguirá gozando de la protección de Estados Unidos. Esperemos que para bien y lejos de la que fue una infame complicidad, de efectos desastrosos, entre Netanyahu y Donald Trump.