Muchos hechos de estos días reflejan la dureza en el panorama de la nación, que se agrava, extrema, exacerba. Hubo de todo: a las decisiones autoritarias se sumaron las acciones extravagantes, y por encima de unas y otras, la tragedia del Metro, que debe producir las consecuencias que debiera producir  —verdad de Perogrullo—  si opera la buena lógica política, moral y social. ¿Operará? ¿Pesará en el ánimo de la población? ¿Entenderemos lo que ocurrió, más allá de las aclaraciones tardías que agreguen los dictámenes nacionales y extranjeros? ¿Y actuaremos como sería natural, obligado, necesario, en función de esa abrumadora realidad? Ya se verá.

En las redes sociales circula un documento destinado a los trabajadores del sector salud: a los médicos, odontólogos, paramédicos, enfermeros, químicos, camilleros, auxiliares administrativos y otros compatriotas que por razones de profesión —y de humana solidaridad, que ha brotado a raudales— han tenido que operar en la línea de batalla contra la pandemia, o han quedado expuestos al contagio, derivado de su cercanía con grandes sectores de la población. Obviamente, no distingo entre médicos del sector público y del sector privado, distinción maniquea, discriminatoria, criminal, que deja al garete la salud de muchos profesionales a quienes se carga la culpa —¡vaya culpa!— de su adscripción en el cuidado de la salud.

Menciono ese documento porque en él figura un amplio catálogo de preguntas, inconformidades, protestas, exigencias, reclamaciones vinculadas a los desvíos y los errores en la gestión oficial frente a la pandemia y sus consecuencias. Lo suscriben numerosos médicos de varias especialidades, así como auxiliares de los servicios de salud, e inclusive ciudadanos  —me incluyo—  que se desempeñan en otras profesiones o actividades, pero tienen  —tenemos—  conciencia de los desaciertos cometidos y de sus notorias y dolorosas consecuencias.

He referido lo anterior a título de recapitulación sobre nuestros males, que acaso habríamos evitado o por lo menos moderado si hubiésemos atendido (el consabido “hubiera”) las recomendaciones de la ciencia y la técnica, y no las imposiciones de la política, al enfrentar un problema que dejará profunda huella en la vida del país.  Lo que tenemos a la vista, fuera de especulaciones y conjeturas, son  hechos flagrantes y abrumadores, el enorme daño que hemos sufrido y la probable secuela de los desaciertos cometidos. A todo esto se refiere, finalmente, la carta de los médicos a sus colegas y a otros militantes del sector de la salud.

En contraste con esta realidad, que exigiría  —por lo menos—  honesto reconocimiento e inmediata corrección, hemos tomado nota de que el presidente de la República visitó a representantes de las comunidades mayas de Yucatán y pidió perdón  —¿en nombre de quién?—  por los agravios infinitos que diezmaron, victimaron y saquearon a los ancestros de aquéllos, y que en buena medida siguen  gravitando sobre los mayas. Quizás pensó el Ejecutivo que semejante solicitud de perdón absolvería al pueblo mexicano no maya y a los gobiernos de la nación  de las culpas acumuladas en el curso de varios siglos por otros individuos y por diversos gobiernos, de los que apenas tenemos noticia, amarga por cierto. Se anuncia una visita semejante a las comunidades yaquis, en Sonora, supervivientes de masacres y despojos. También se les pedirá perdón, hoy, por los horrores del pasado y por la acción o la negligencia de muchos mexicanos, sabidos o ignorados, que pueblan los cementerios de la República, donde acompañan a sus víctimas.

Se ha vuelto costumbre que se requiera a los hombres y a las mujeres de hoy, depositarios de cierto poder o determinada dignidad, que pidan perdón por las faltas en que incurrieron sus antecesores en ese poder o esa dignidad. Nuestro Presidente, por ejemplo, ha cursado cartas y reclamaciones al rey de España y al Papa Francisco, requiriendo que aquél pida perdón  —o solicite disculpa—  por el etnocidio perpetrado por los conquistadores que derribaron los señoríos indígenas a sangre y fuego y explotaron a los supervivientes sin misericordia; y reclamando al Pontífice de Roma que haga otro tanto por la complicidad en que pudieron incurrir  los clérigos que secundaron, cruz en la mano, a los aguerridos conquistadores.

Por cierto, hasta ahora no ha cursado las mismas peticiones, pese a que habría motivo similar al que determinó éstas, al presidente de los Estados Unidos (ni en sus misivas diplomáticas ni en la esmerada  entrevista personal, colmada de halagos, con su buen amigo el presidente Trump) por el despojo de dos millones de kilómetros cuadrados y el maltrato a los mexicanos que quedaron del otro lado de la línea divisoria impuesta por la guerra de conquista en 1857; ni al presidente de Francia por la intromisión en la vida de México a cargo de una fuerza expedicionaria que colocó en un trono espurio a un príncipe extranjero.

Puestos en este género de consideraciones, vale la pena intentar algunas distinciones y extraer las consecuencias pertinentes. Hay que distinguir con pulcritud entre la solicitud de perdón, que es un acto personalísimo y tiene que ver con las culpas presentes de quien lo pide, de la denuncia de crímenes pasados y responsabilidades muy graves en que incurrieron otros hombres, en el pretérito remoto o cercano. Esto último se halla en las cargas dolorosas de la historia. En cambio, el reconocimiento de las faltas propias, actuales, y de la responsabilidad inmediata que deriva de ellas, forma parte del presente y debe quedar a la luz y generar las consecuencias políticas, jurídicas y morales procedentes: ahora mismo, y tan severas como correspondan.

Por lo tanto, más que solicitar al monarca Felipe que pida perdón en nombre de Carlos V, Felipe II o sus colegas habsburgos y borbones, y al papa Francisco que lo haga en nombre de quién sabe qué Pontífices, frailes y confesores, procede que el actual titular del poder en México pida perdón  —y algo más, asuma responsabilidad—  por las faltas que hoy siembran dolor, pobreza y enfermedad en la población sobre la que ejerce su mandato, asistido por otros depositarios del poder, no apenas por virreyes, capitanes y encomenderos del siglo XVI. Perdón, pues, por sí y para sí, no por los desmanes de virreyes y clérigos y políticos nacionales de otro tiempo: Porfirio Díaz, por ejemplo, en su guerra cruel y constante con el pueblo yaqui. Y más, perdón y propósito de enmienda, seguido por efectivo cumplimiento, como mandan los sacramentos de la Iglesia Católica, que también es devota de la contrición.

Si no se tiene a la mano la relación de los agravios del presente para asumir las responsabilidades que ahora mismo procedan, véase la mencionada carta dirigida a los integrantes del sector salud, que contiene un amplio pliego de reconvenciones. A partir de ahí se sabría a quién hay que pedir perdón, por qué y con qué consecuencias. En otras palabras: roguemos la disculpa de los agraviados del presente, no sólo de los ofendidos del pasado, por las faltas que ahora se cometen (y que se hallan en curso, empecinadas), no únicamente por las que cometieron otras personas, sus lejanos antecesores. Éstas forman parte de una historia dolorosa; aquéllas son el dato cotidiano de la experiencia que estamos padeciendo y de las consecuencias que ésta arrojará en el inmediato porvenir.

¿Habrá pronto una visita a todos los barrios, pueblos y comunidades del México dolido, para pedir perdón por la inseguridad, la insalubridad, la pobreza, el desempleo, el autoritarismo? ¿La habrá a las familias de la Ciudad de México que padecieron el desastre del Metro y la pérdida o el daño de muchas vidas? ¿O será que estos dolientes no puedan esperar otra cosa de la más alta autoridad del país —solicitante de peticiones de perdón más allá de nuestros días y de nuestras fronteras— que una expresión inclemente y devastadora: “Al carajo”?