Una historia corta del siglo XXI

Inicio estos comentarios confesando mi debilidad por Ucrania, donde fui embajador en los primeros años del siglo, y ha sido tema en mis comentarios sobre temas internacionales en Radio BUAP, Vértice Internacional, programas de TV de Rina Mussali, y nuestra revista Siempre, gracias a la hospitalidad de Beatriz Pagés. Y, por si eso fuera poco, ucranianas y ucranianos también son protagonistas en algunos de mis cuentos y novelas.

Como embajador desde fines de 2001, cuando presenté mis cartas credenciales en Kiev, fui testigo de la Revolución Naranja que en 2004 echó abajo el fraude de Viktor Yanukóvich, candidato de Rusia en las elecciones presidenciales y declaró ganadores a los candidatos prooccidentales Viktor Yuschenko y Yulia Tymoshenko, la “Juana de Arco de la Revolución Naranja”, como presidente y como primera ministra.

El gobierno de la Revolución Naranja, encabezado por un Yuschenko que había sido víctima de un envenenamiento, presumiblemente obra de Moscú, fue apoyado por la Unión Europea —de manera apasionada por Polonia— y por Estados Unidos, despertando enormes esperanzas en la población, pero la comprensible antipatía de Rusia, así como el descontento en las provincias del este y sur de Ucrania, que concentran a importantes comunidades rusófonas y rusófilas.

Pero esta “Revolución” no despegó, sus líderes, el presidente Yuschenko y la primera ministra Tymoshenko se desprestigiaron —aunque ésta ha seguido una tormentosa trayectoria política y él una carrera política gris— la corrupción endémica no disminuyó y las regiones asiento de colectividades rusófonas y rusófilas, viven una atmósfera de secesión, con el solapado apoyo -incluido, por supuesto, el militar- de Moscú.

Perdido el encanto de la Revolución Naranja, las elecciones presidenciales de 2010 dieron el triunfo al pro ruso Yanukovich, lo que anunciaba un cambio de rumbo, para beneplácito del Kremlin y preocupación de la Unión Europea y de Estados Unidos. Pero la carrera entre Bruselas y Moscú por influir y asentar sus reales en el país era imparable, como lo era la polarización de los ucranianos, divididos entre rusófilos y eurófilos.

En esta carrera, Europa ofreció a Ucrania un acuerdo de comercio y asociación política —no un acuerdo de adhesión a la Unión Europea— que debería firmarse en la cumbre europea de Vilnius, el 29 de noviembre de 2013. De manera que el mandatario ucraniano asistió a la cumbre. Pero el gobierno de Kiev decidió a última hora aplazar la firma, provocando graves protestas generalizadas en Ucrania y dando lugar a un golpe de Estado.

Desde ese fin de noviembre de 2013, se iniciaron manifestaciones, no exentas de violencia, en el Euromaidan, la Plaza de la Independencia, de Kiev, que duraron hasta fines de febrero, en protesta por la suspensión del acuerdo con la Unión Europea; y cuando concluía este tormentoso período, el parlamento ucraniano destituyó a Yanukóvich.

Las protestas del Euromaidan reunieron a kievitas y ucranianos de otras regiones (incluidos rusos, tártaros, judíos, armenios, etc.) que legítimamente protestaban. Contaron, además, con el apoyo -a través de declaraciones- del secretario de Estado John Kerry, del gobierno estadounidense, del senador también estadounidense John Mc Cain, quien se personó en la plaza, del ministro alemán de Relaciones Exteriores; y estuvo muy presente, sobreactuando, el canciller polaco, Radoslaw Sikorski. Participaron algunas iglesias ortodoxas, y también, lamentablemente, organizaciones extremistas: el partido Svoboda de ultraderecha y el grupo fascista Pravy Sektor, instigador de los disturbios, que hicieron más violento su carácter antirruso.

A la defenestración de Yanukóvich, “hombre de Rusia”, la ruidosa exaltación de Europa y los intentos de concertar el acuerdo de Ucrania con la Unión Europea, se añadía el intento de abolir la ley que reconocía como lengua oficial, al lado del ucraniano, la que pudiera hablarse en una región, para esa región: el ruso, el húngaro o el rumano.

Tal intento de marginar las lenguas de las minorías, marginaba a la numerosa comunidad de rusófonos —un 17% étnicamente rusos, independientemente de que quienes nacieron antes del desmembramiento de la URSS, empleen esta lengua rusa más que el ucraniano—. Y contribuiría, en consecuencia, a enfrentamientos en el país. Además de irritar a Moscú y dar alas a Putin para actuar.

Lo que éste hizo, primero, expresando su intención de proteger a los rusos habitantes de Crimea y avalando —de hecho, impulsando— la secesión de la península y de la ciudad autónoma de Sebastopol, que declararon su independencia de Ucrania el 11 de marzo de 2014. En violación del derecho internacional -aunque no es ocioso recordar que Crimea fue donada a Ucrania por Kruschev apenas en 1954, para celebrar los 300 años del tratado de Pereysálav, entre el zar y los cosacos; y también que el grueso de la población de Crimea se siente más vinculada a Rusia que a Ucrania.

El otro aspecto, el más grave de este conflicto entre Rusia y Ucrania, porque lo de Crimea es, lamentablemente, un fait accompli, es el que están provocando las provincias separatistas del este de Ucrania, la región del Donbass, en una suerte de guerra civil, intermitente, con el gobierno de Kiev: una guerra desde 2014, que ya contabiliza más de 14,000 víctimas mortales, y en la que -reitero- Moscú apoya a los rebeldes con asesoría militar, armamento y hasta la participación del ejército ruso. Y no solo eso, sino que, desde junio de 2019, ha concedido pasaportes rusos a los habitantes del Donbás.

 

Guerra civil: ¿guerra fría?

La guerra de baja intensidad, que desde 2014 se libra en el Donbás preocupa a Europa por obvias razones y a Estados Unidos -aunque en menor medida. De ahí que se hayan echado a andar iniciativas de diálogo entre Ucrania y Rusia, en las que Francia y Alemania participan como “facilitadores”: las conocidas como Cumbres de Minsk, en especial Minsk II —continuación, o, mejor dicho, corrección de Minsk— que dio lugar a los acuerdos de febrero de 2015.

De la larga lista de acuerdos, solo se cumplieron, parcialmente, los de intercambio de presos entre el gobierno de Kiev y las autoproclamadas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk en la región del Donbás; y se dio lugar a una más reciente cumbre, con el nombre de Cuarteto de Normandía, celebrada en París, el 9 de diciembre de 2019

Lamentablemente el cumplimiento de estos acuerdos y el de los que se renovaron en la cumbre, del ahora llamado Formato o Cuarteto de Normandía, celebrada en París, dejó mucho que desear. Con la particularidad de que si entre 2014 y 2019, el presidente ucraniano Petro Poroshenko un rico empresario y experimentado político, negociaba con fuerza y hábilmente frente a Putin, quien sucedió al mandatario ucraniano, el antiguo cómico Volodymyr Zelensky, carece de la experiencia de su antecesor, aunque puede contar, por fortuna, con la asesoría delos “faciltadores” alemana y francés: Ángela Merkel y Emmanuel Macron.

Mientras lo discutido por el Cuarteto de Normandía durante la reunión de diciembre de 2019, cuyos miembros, se dice con ironía, “solo acordaron estar de acuerdo”, se encuentra en stand by, Crimea y las entidades rebeldes: Donetsk y Lugansk en la región de Donbás han sido escenario de maniobras militares y movimiento de tropas, estas en gran número -80.000 soldados- de Rusia, provocando enorme preocupación en la OTAN, en Bruselas y en otras potencias occidentales.

Estados Unidos ha reaccionado, a tal grado que el presidente Joe Biden telefoneó a su homólogo ruso, Vladimir Putin, expresándole su preocupación, exhortándolo a reducir tensiones y proponiéndole una reunión de ambos en un tercer país. Y, como es lógico, el presidente ucraniano Zelensky ha reaccionado igualmente, insistiendo desesperadamente en que la OTAN abra las puertas a su país -lo que sería posible- y en su aspiración de incorporarse a la Unión Europa -lo que hoy y por mucho tiempo, es imposible.

Por otro lado, Zelensky, en una entrevista al Financial Times, dijo que, además de cambiarse los acuerdos de Minsk, debería incluirse en el Formato de Normandía a representantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá. Propuestas ilusas, por decir lo menos, que seguramente recibirían el rechazo indignado de Putin. Sin contar —para colmo de torpezas— con la propuesta del canciller ucraniano, de imponer nuevas sanciones a Moscú.

La amenazante presencia de tropas rusas a las puertas de Ucrania y las agresivas declaraciones de Putin, reaccionando a las condenas de Occidente por la flagrante e interminable violación de los derechos de Alexéi Navalny y al supuesto apoyo a los opositores del presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko, está siendo interpretado por algunos analistas como el retorno de la Guerra Fría; “Queremos —dijo Putin— buenas relaciones… y no queremos quemar puentes… pero si alguien lo interpreta como debilidad… la respuesta de Rusia será asimétrica, rápida y dura”.

Mauricio Meschoulam, en su columna del 17 de abril, destaca, entre las hipótesis para explicar la amenazante presencia militar rusa en las fronteras de Ucrania, la de que Moscú intentaría anexarse el este ucraniano -como ya lo hizo con Crimea; la de balcanizar Ucrania —un mosaico de pequeños estados independientes; o, finalmente, la de mantener una fuerte presencia de Moscú en el gobierno de Kiev y el país, para contrarrestar la inevitable, creciente, presencia, de Europa —la Unión Europea. Yo me quedo con esta última hipótesis.

Al margen de lo señalado, decir que los sucesos de Ucrania son expresión de la Guerra Fría, es importar esta expresión y los conceptos del mundo bipolar, al nuestro de la segunda década del siglo XXI, que es multipolar; y en el que, al lado de las amenazas a la paz en el este de Europa, otros espacios geopolíticos son escenario en el que parecen reducirse las tensiones, como es el caso de Irán y Saudi Arabia, chiíes y suníes, enemigos irreductibles, cuyas delegaciones se reunieron en Bagdad para rebajar tensiones y restablecer las relaciones rotas hace cinco años. Precisamente en el contexto de las negociaciones para revivir el acuerdo nuclear de Teherán con los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania.

Lo cierto es que la reactivación del conflicto entre Rusia y Ucrania sirve tanto a Putin como a Zelensky. Porque el primero, además de distraer a la opinión pública nacional e internacional de temas de alta resonancia como es el caso Navalny, manda un mensaje de fuerza —¿la amenaza de generar inestabilidad en Europa?— a Occidente. Por su parte, el presidente ucraniano, “para frenar la erosión de su popularidad, defiende con sorpresivo fervor —dice el analista Piotr Smolar— la soberanía de Ucrania.”

Se trata, pues, de la Guerra Fría de dos personas.