Ni con el pétalo de una rosa me atrevería a mellar el artículo 251 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Ese precepto dispone una “veda electoral”. Prohíbe actos propagandísticos en la inmediatez de las elecciones. Algunos analistas entienden que la prohibición del artículo 251 no atañe a los simples ciudadanos (yo, por ejemplo). Sin embargo, prefiero actuar con cautela y abstenerme de caer en provocaciones. Alejado de la tentación de sugerir el voto en favor de tales o cuales candidatos o rechazar a otros, me limito a recordar las virtudes que puede tener una concertación electoral compatible con la ley y la razón. Otras repúblicas han salvado la libertad y la democracia a través de concertaciones estratégicas.
Me refiero a este tema, porque algunos ciudadanos se preguntan (y preguntan) si es admisible concertar pareceres encontrados y fomentar la amistad civil entre corrientes políticas de signos diferentes. El tema surge porque suenan de nuevo los tambores de guerra desde el puente de mando de nuestra república incierta, donde el capitán dispone la suerte de los ciudadanos. No es un estrépito de los últimos días. Los tambores han batido desde que el promotor de la discordia decidió que la única libertad admisible es la de coincidir con él. En consecuencia, impugna este género de concertaciones.
La discrepancia que crece —como los motivos que la alimentan— se ha calificado de conspiración. La teoría del complot tiene su asidero en otro síndrome perverso: el que no está conmigo está contra mí. Y si yo soy el Estado y encarno la verdad, quien no dobla la cerviz milita contra la verdad y el Estado. Quien ocupa el púlpito olvida que en una democracia tiene cabida la diversidad. La democracia respeta el ejercicio de la mayoría cuando no desborda las fronteras de la ley y la razón, y preserva el derecho de la minoría a elevar la voz, esgrimir el voto y convertirse en mayoría.
Pero esa regla de oro se ha ensombrecido. El rector de la vida nacional, que debiera garantizar el libre flujo de las ideas, sólo celebra las suyas bajo un conjuro: no hay más ruta que la mía. El legislador no puede poner un punto o una coma en el pliego que le remite el Ejecutivo. El juzgador debe atender las exigencias del poder supremo. Los ciudadanos deben militar en una sola dirección y sufragar con un solo color.
Sin embargo, todavía existe en México un fermento de libertad que moviliza las conciencias y las ideas. Certeras o erróneas, pero finalmente libres. Y muchos ciudadanos, individualmente o asociados en grupos emergentes, cuestionan al poder omnímodo y pretender un cambio de rumbo. Para ello invocan la Constitución, ejercen el derecho, practican la libertad. Lo hacen con esperanza, aunque también con temor.
Un número cada vez mayor de ciudadanos —no vasallos— ha resuelto compartir sus aspiraciones y concurrir a las urnas electorales para emitir el sufragio en un sentido diferente al que propone el poder omnímodo. Éste, alebrestado, arremete contra esos disidentes: los exhibe como enemigos, los coloca contra el paredón y excita los ánimos con tambores de guerra. He aquí un juego peligroso para México. Un juego que pone en riesgo a quienes ejercen su libertad.
Todavía es tiempo de recuperar la cordura y aceptar —de veras— las reglas de una verdadera democracia. Es tiempo de meditar sobre el sentido del voto, en la inmediata vecindad de unas elecciones que serán las más grandes de la historia e influirán con fuerza en la orientación del poder público y en la marcha de la nación, que padece daños y enfrenta riesgos de una magnitud que no hemos visto en mucho tiempo.
Es posible convenir concertaciones entre ciudadanos que dejan en receso sus militancias partidarias, para poner a salvo a la República. De esta suerte, aquéllos afirman una militancia patriótica común —indispensable en horas de crisis— que modere los embates del autoritarismo y fortalezca la operación de frenos y contrapesos para detener al poder omnímodo. Aplazan sus reivindicaciones partidistas y acercan entre sí a fuerzas políticas históricamente enfrentadas. Éstas se unen para servir a un fin supremo, por encima de sus preferencias y de sus discrepancias tradicionales.
En fin, cada quien reflexionará libremente sobre el sentido de sus decisiones y depositará en la urna un voto que podría ser el gramo que incline un platillo de la balanza. El porvenir de México depende del juego de los platillos que se moverán en esa balanza. Cada elector tiene en sus manos el gramo milagroso.

