Y usted seguro se preguntará, si vale la pena preocuparse por la pérdida del tal canon, pues casi nadie podría decir con precisión de qué estamos hablando. Sergio Fernández, el gran maestro y escritor, lo explicaba con esta metáfora: Imagínense que hay un gran naufragio y sólo unas cuantas obras literarias llegan a la orilla, esas que se salvan, muy poquitas, tienen el derecho de entrar a la historia de la literatura. Ese es el canon literario, integrado por aquellas obras destinadas a resistir el paso del tiempo, canon que, para nuestro asombro, no se queda quieto, y semeja más bien una bolsa de valores. Góngora se eclipsa por un buen rato hasta que llega la generación del 27 y lo avala. De Sor Juana alguien, creo que Altamirano, dijo que dejaran en paz a esa monjita, hasta que Amado Nervo escribió un libro que la sacó del olvido.

El problema actual es que ya nadie sabe dónde quedó el canon literario. En realidad se le saboteó desde distintos lados. En las universidades, con eso de que Marx le dio lugar estelar a la historia, algunos académicos decidieron dejarla de lado. Lo que importa es que lean los textos, argumentaban, y a nadie le debe interesar ni los autores ni las fechas y mucho menos el contexto histórico, pues de inmortales se trata. Se pensó, además, que las lecturas debían ser apropiadas ya para los jóvenes ya para los niños y hasta se comenzaron a escribir libros especialmente para ellos, unos buenos y otros no tanto. Me imagino, porque ya no era ni joven ni niña.

Otro hecho, tal vez más importante, que comenzó a hacer perdedizo el canon fue que los escritores (y qué bueno) dejaron de ser parias, gracias a su fama y a las agencias literarias, los artistas vivían ya de sus regalías. A muchos escritores les dio por fabricar en serie y ex profeso “éxitos de librería”. Aprendieron que el sexo y la violencia venden. Ya Alejandro Dumas, padre, acostumbraba contarles a sus “negros” una historia y al borrador que le presentaban le daba el toque Dumas. Balzac, que deseaba hacerse tan rico como sus ambiciosos personajes y cobraba por cuartilla, escribía digresiones para alargar sus novelas. Pero ahora se trata de libros hechizos para hacer sonar la caja registradora. Las editoriales andan a la caza del joven egresado de la carrera de Letras para que “escriba” las memorias de la viuda del narco, la biografía autorizada o no de la estrella de cine o documente el último escándalo político. Se niegan a hacer segundas ediciones, aunque se trate de clásicos. Andan a la caza de lo que llaman libros “frescos”. El agente literario Andrew Wylie aconseja publicar a los que van camino de convertirse en clásicos, aunque no vendan tanto de momento, pero no lo escuchan.

De hecho, las librerías son intimidantes, reconforta que los libros hayan migrado a las tiendas departamentales, a los súpers y hasta las cafeterías, lo malo es que esos lugares los venden como cualquier producto y distribuyen sólo aquellos que les garantizan ganancias. Un ejemplo: Los escritores protestan, porque se rechaza un libro de José Agustín por su atrevida portada y el gerente responde: “ese producto no nos interesa” y se acaba la discusión.

Los jóvenes ven películas de superhéroes y leen novelas de vampiros, y nadie sabe ya en dónde se extravió el canon literario, esos libros que, como se dice ahora, todos debemos leer antes de morir. El Quijote, Macbeth, Los cuentos de Canterbury, Dostoievski, Rulfo, García Márquez, Joyce, Kafka, Hemingway, Gógol, Goethe, Dante, Proust o Las mil y una noches, por mencionar algunos.