“Que hoy y siempre la luz de la alegría florezca  en esta tierra”.

Ruego mexica

 

Producto del asedio que por agua y tierra sostenían los españoles y sus aliados tlaxcaltecas, hace cinco centurias la Fiesta de Tlaxochimaco fue el último grito de un pueblo profundamente asido a sus mitos y ritos, para quien su florida fiesta rememoraba el portento que el numen tutelar de los mexicas, Huitzilopochtli, otorgó a su pueblo, al “pueblo del sol”, indicando el lugar preciso de la fundación del Huey Atépetl de México-Tenochtitlan al centro del Cem-Anáhuac.

A diferencia de la prolífica descripción de la festividad recopilada por Sahagún, en esta ocasión no se prepararon gallinas ni “perros de comer”, ni se elaboraron tamales y otras viandas hechas a fin de celebrar desde temprana hora el segundo paso cenital del sol, correspondiente al solsticio de verano europeo, coincidente con esa aparición del águila sobre un nopal que marcó el fin del largo peregrinar de los mexicas con la mítica fundación de su ciudad tutelar México-Tenochtitlan desde la cual, a partir de 1325, impondrían su supremacía guerrera.

Resulta evidente entender que la gran viruela que acabó con la vida de muchos de los habitantes de la ciudad lacustre, sumada al acoso acuático y terrestre de sus enemigos impidió la búsqueda de las necesarias flores que deberían adornar la estatua de “Visilupuchtli” (Sahagún dixit) así como al  resto de deidades que ocupaban un lugar en los “calpules y telpuchcales” y en las casas de los “campixques ni macehuales”, por lo que el núcleo urbano en su conjunto por esos días debió haber lucido desprovisto del “otorgamiento de flores” que entrañaba aquella magnífica ceremonia.

Pocos de los sobrevivientes a guerra y peste debieron haber salido a danzar y a cantar hasta altas horas de la noche, como le describieron al cronista Sahagún sus informantes, quienes recordaban el baile cadencioso en el que, al ritmo de tambor y chirimías, hombres y mujeres acompasados, tomados de la mano, abrazados y con las manos al cuello iniciaban una danza ritual que les llevaba al pie de munztli (altar dedicado a Huitzilopochtli) profusamente adornado por todas las flores existentes en el la tierra circundada por el agua que definió al sistema lacustre del altiplano mexicano como Cem Anáhuac.

Tampoco debió darse licencia a los ancianos y ancianas para embriagarse con neuctli, nuestro ancestral pulque o neutle, licencia concedida solo a aquellos cuya experiencia les permitía embriagarse para, en esa ocasión, tratar de olvidar las cuitas provocadas por una guerra distinta a las otrora conocidas así como a aquella fatídica pandemia cuyo enigma diezmó a la población en pocos meses.

Un sentimiento colectivo de abandono y de agonía debió haber privado entre los sobrevivientes al rigor del asedio y de la mortandad, rigor que dejó sin sentido y esperanza la plegaria elevada en tan consoladora fiesta que auspiciaba la presencia permanente de luz y de alegría floreciendo cada día en la mítica tierra mexica.