El Dragón, sus estandartes y sus colas

Las relaciones internacionales de hoy tienen lugar bajo el dictado principalmente de tres hegemones‑—países hegemónicos, en idioma español— dos: China y Estados Unidos y Occidente, de peso mundial, y Rusia, el tercero, de menor calibre.

En mi artículo de esta revista, publicado el 27 de junio, me referí a ellos: la Santa Alianza —como califiqué a Estados Unidos y a Europa Occidental—, Rusia y China, al comentar la participación del presidente Joe Biden en el G7 y en la OTAN, así como sus encuentros en Bruselas con los dirigentes de la Europa comunitaria y en Ginebra con Putin.

Además de la participación del mandatario estadounidense en las cumbres del G7 y de la OTAN, era prioritario para él hacer patente la alianza de Washington con Europa —la que impertinentemente he llamado la Santa Alianza—después de los intentos de romperla y de los improperios de Trump que debieron soportar los europeos—. También era importante para el norteamericano el tête à tête con Putin, especialmente después del calificativo de “asesino” que pusieron en boca de Biden y él avaló.

Los comentarios sobre los tres hegemones ameritan referirse ahora a su rol actual y previsible, la prospectiva —la adivinación dirían los antiguos— en el escenario internacional. Para empezar con China, que está celebrando los 100 años del partido comunista, de los cuales 72 ha estado en el poder —el PRI estuvo 71 años seguidos, y 77 si se cuenta su, hasta ahora efímero, retorno—.

En el centenario del partido comunista, el presidente de la República, Xi Jinping, enfundado en un traje Mao, gris apagado, dirigió su mensaje. Desde la Plaza Tiananmen, donde Mao Tse Tung proclamó la República Popular —y en 1989 el ejército masacró a cientos, o miles, que se manifestaban contra el régimen—.

Una celebración tan importante, como los 100 años del partido, exigió que desapareciera toda crítica a Mao y a la Revolución Cultural; y sí, en cambio, desplegar grandes espacios alabando la gestión de Xi, presidente desde 2013 y, merced a una reforma constitucional, con posibilidad de presentarse indefinidamente a la reelección.

Xi Jinping, el líder más poderoso desde la época de Mao, ¿incluso más poderoso que El Gran Timonel?, porque, como dice Manel Ollé, profesor de la Universitat Pompeu Fabra, “se ha apostado por un liderazgo fuerte, sin limitaciones ni contrapoderes”, declaró: “No aceptaremos los sermones de aquellos que sienten que tienen derecho a hacerlo… Nunca hemos intimidado, oprimido o subyugado a la gente de ningún otro país, y nunca lo haremos. Pero nunca aceptaremos que nadie nos intimide, oprima o subyugue. Cualquiera que lo intente entrará en colisión con un muro de acero forjado por 1.400 millones de chinos”.

Este gobierno no acepta la crítica y, según Human Rights Watch, viola permanentemente los derechos, porque es frágil y se mantiene a través de la represión, y no del consenso popular. Sin embargo, el 2018 World Values Survey, la red mundial de científicos sociales y politólogos que desde 1981 investiga, a través de encuestas nacionales en casi 100 países, informa que el 95% de los chinos confía en su gobierno nacional.

La confianza de la inmensa mayoría de la población en el gobierno nacional, no significa que este respete los derechos humanos y que no merezca condenarse su violación sistemática: el régimen represivo de los derechos laborales, la brutal represión, en Xinjiang contra la minoría musulmana uigur, y el atentado permanente, a través de la ley de Seguridad Nacional, contra las libertades en Hong Kong.

Respecto a la economía, China, desde inicio del milenio, quintuplicó su PIB per cápita y crece anualmente al 6%, tres veces más que Estados Unidos. Es una potencia económica, el único país capaz de competir con la potencia americana. Aunque esta es una forma simplista de analizar la competencia entre ambos titanes, porque los dos países son también socios, los capitales estadounidenses siguen invirtiendo en el país asiático y suspender de manera importante esta relación económica provocaría una hecatombe.

Pekín y Washington compiten en la esfera económica, por mercados, y el primero está desarrollando a pasos agigantados un ecosistema digital. Además de que la Nación del Centro —zhōngguó— emplea inversiones y créditos, como “poder blando”, para acrecentar su presencia e influencia en todas las latitudes del orbe: comenzando por Eurasia, África y Europa Occidental.

Instrumento por excelencia del poder blando de China es la llamada “Nueva Ruta de la Seda” —en inglés One Belt, One Road Initiative o BRI— a la vez iniciativa económica (red comercial) y ofensiva diplomática, dice la analista alicantina Sandra Ramos. Esta Ruta de la Seda, del siglo XXI, es las vías que comunican al gigante asiático con más de 70 países de Asia, África y Europa, y que, es de preverse, pronto se extenderán hacía América Latina

Biden, como lo comenté en mi colaboración anterior, propuso al G7 —y este lo habría aceptado— la iniciativa Build Back Better World (B3W) —Construyamos un mundo mejor— cuyo objetivo es la construcción de infraestructuras en países de renta media y baja: África, Asia, Latinoamérica. La contrapartida occidental al mencionado proyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda.

En síntesis, China es hoy un gobierno fuerte ¸“de un solo hombre”— que contaría con la confianza del 95% de sus ciudadanos—, y una potencia económica que es competidor y socio de Estados Unidos y de Occidente. Tiene una significativa presencia mundial y ejerce un “poder blando” a través de mecanismos como el de la Nueva Ruta de la Seda, que le da dividendos de imagen, políticos y económicos.

No hay que olvidar, sin embargo, que, debido a su creciente poderío militar, que incluye la expansión de su arsenal nuclear, la OTAN, en su reunión de junio pasado, la definió como “desafío sistémico” a la seguridad mundial —aunque el secretario Stoltenberg de la Alianza—, añadió que “no habrá guerra fría con China”. Es igualmente importante tener presente las ambiciones de Pekín y sus disputas territoriales con otros actores en el mar de China Meridional —donde se topa con los límites que, al lado de otros países, le impone Estados Unidos—.

Este hegemon, del que he presentado una rápida radiografía —según respetados académicos de izquierda, de la UNAM— se aliará con Rusia, el más débil de los tres, para enfrentar el poderío de Estados Unidos. Al margen de que tal “alianza estratégica” pudiera tener razón, la realidad, hoy, es que Biden y Estados Unidos siguen viendo a China como enemigo en esta lucha por la supremacía mundial The Washington Post, del 5 de julio, habla inclusive de un proyecto de ley de 250,000 millones de dólares para frenar las ambiciones económicas y militares de Pekín.

Europa, sin embargo, ve las cosas de distinta manera: desde personalidades —popes— de la política y las relaciones internacionales, como Javier Solana, quien dice: “Estados Unidos se equivoca al plantear una guerra fría con China, es un disparate”, hasta Ángela Merkel y Emmanuel Macron, que, convencidos del imperativo de acercarse a Pekín, conversaron el lunes 5 de julio, por videoconferencia, con Xi Jiping. Sobre temas harto importantes: de sacar provecho a la red de infraestructuras terrestre y marítima de la Nueva Ruta de la Seda, y la creación de una plataforma de cuatro bandas: China, Alemania, Francia y África, para el desarrollo de ese continente. Entre otros.

El hegemon menor

El presidente de este hegemon, Vladimir Putin, carga sobre sus espaldas con la condena —y el gobierno y el pueblo con las sanciones— por las acciones militares y las maniobras políticas que culminaron con el despojo a Ucrania de Crimea y su apropiación de esa península y el apoyo político y militar a los separatistas del este y sur de la propia Ucrania.

Rusia y Putin, asimismo, son acusados y su gobierno y —por reflejo— la población sancionados por Estados Unidos, para castigar al Kremlin por la supuesta injerencia en las elecciones estadounidenses de 2020 —sin hablar de su injerencia de 2016 en apoyo de la elección de Donald Trump—. Sanciones, todas ellas, respaldadas por la Unión Europea.

El gobierno ruso, a los ojos de Occidente, es, por otro lado, impresentable y Putin es un autócrata, que perdió la oportunidad de legitimarse con la reforma constitucional de marzo de 2020, la que no significó otra cosa que la eternización del presidente en el poder, al permitirle permanecer dos mandatos más en ese cargo y dignidad.

Después, el mundo se ha enterado del intento de envenenamiento del líder opositor Alexei Navalny, en agosto de 2020, y su posterior ingreso a un centro penitenciario, famoso por las denuncias de abusos y torturas. Donde ha empeorado la salud del activista, de por sí frágil después del frustrado envenenamiento.

Dentro del mismo esquema de represión a opositores se encuentra el caso de los activistas bielorrusos, que han intentado por la vía democrática de las elecciones, deshacerse del presidente Aleksandr Lukashenko, el “último dictador de Europa”, en el poder desde julio de 1994.

Las más sonadas víctimas de este dictador son Svetlana Gueórguievna Tijanóvskaya, quien, tras ser encarcelado su marido se presentó ella misma como candidata a las elecciones presidenciales de 2020, y hoy está exiliada en Lituania; así como Roman Protasevich, el periodista disidente que Bielorrusia detuvo luego del “secuestro” de su vuelo, fue obligado a reconocer que trataba de derrocar a Lukashenko y se encuentra confinado en una cárcel de la KGB en Minsk.

En el caso de Bielorrusia, Moscú ha intervenido a petición de Lukashenko, urgentemente requerido del apoyo del Kremlin, lo que, sin embargo, puede costarle mucho —la cesión de la soberanía a su protector, que está ansioso de recuperar, sin turbulencias, a Ucrania y a Bielorrusia—.

No obstante el pesado expediente de violaciones a los derechos humanos, de manipulación política y de las leyes en Rusia, y de injerencia en los procesos electorales de 2016 y 2020 en Estados Unidos; y a pesar de su intervención en Ucrania, a la que arrebató Crimea y en la que apoya a los separatistas del este y sur del país, Biden concertó con Putin el encuentro del 16 de junio en Ginebra.

Con el resultado nada desdeñable del “deshielo” de la relación, aun cuando fueron contadísimos los acuerdos concretos: principalmente, la prolongación, por cinco años, del tratado New Start, de distensión nuclear. La reunión, en opinión de ambos, expresada por separado, fue “constructiva”. Seguramente hizo sentir a Putin el reconocimiento de “gran potencia”, que exige para Rusia.

Puritanos, resentidos y extremistas

El impulso dado por Biden al diálogo —necesario— de Occidente con Putin, debería haber ayudado a Emmanuel Macron y a Ángela Merkel en su iniciativa de invitar al jerarca ruso a una nueva cumbre que normalice las relaciones de la Unión Europea con Rusia, su poderoso vecino, reemprendiendo el camino iniciado en diciembre de 1997, bajo el acuerdo de colaboración y cooperación, que la anexión de Crimea suspendió.

Sin embargo, la propuesta del Eje franco alemán, que sí tuvo el apoyo de Austria, España, Finlandia e Italia, encalló. Puritanos como Países Bajos, Polonia, enferma de anticomunismo -anti rusa- y los bálticos se opusieron airadamente. Un desaire —dice el experto Núñez Villaverde en sus comentarios en el blog del Instituto Elcano- a Merkel y a Macron— que, finalmente no necesitan de una cumbre para hablar con Putin.

Lo cierto es que es necesario dialogar con Rusia por su importancia vital como proveedor de gas natural de Europa y por su papel en temas como el acuerdo nuclear iraní, el cambio climático y las guerras en Siria y Libia.

Cierto es también, lamentablemente, que la Europa comunitaria atraviesa una verdadera zona de turbulencias, ante el acoso de iliberales y extremistas, de seudo izquierda como el húngaro Viktor Orban, además homófobo, amenazado de sanciones por la Unión Europea y de derecha: Kaczynski de Polonia, Salvini de Italia, la francesa Marine Le Pen, Abascal de España y el primer ministro esloveno Janez Janša, presidente rotatorio de la Unión Europea.

Estos ultras atacan a Bruselas, afirmando que ningún país es una colonia de la Unión, la que no puede ser un súper Estado “sin naciones”. Sin entender que la Europa comunitaria, entidad supranacional, no excluye, sin embargo, las identidades y valores nacionales que la integran y enriquecen.