El domingo 1 de julio de 2018 un alto porcentaje de la ciudadanía nacional eligió al nuevo titular del Poder Ejecutivo, el siguiente Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, dicta la Constitución Política vigente. Ninguno de los artículos de la Carta Magna especifica que ese funcionario sea elegido solo para los ciudadanos que votaron por él. De tal suerte, simpatías y antipatías aparte, Andrés Manuel López Obrador es el presidente de México sin ninguna duda. Hasta el momento, en esa materia, el texto constitucional no se ha modificado. Pero, en lo que resta de la Cuarta Transformación —que tiene la consigna de “acabar con todo lo anterior”—, muchos cambios serían posibles. En especial, si están al alcance de las facultades presidenciales. Por ejemplo, en la conducción de las relaciones internacionales, en las que el mandatario se despacha con la cuchara grande.  A lo que hay que agregar que la diplomacia mexicana puede servir al canciller Marcelo Ebrard como apoyo a su precampaña presidencial. En estos rubros todo se vale, trátese del secretario de Relaciones Exteriores, de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, o del líder “morenista” del Senado de la República, Ricard Monreal. Sobre todo, en los tiempos que corren, en los que la cabeza del Ejecutivo interpreta a su gusto los ordenamientos legales cada vez que puede: “al diablo las instituciones”.

Está establecido legalmente que lo que a un presidente le parece bien, a otro puede ser todo lo contrario. Perfecto. Solo que hay decisiones presidenciales que demuestran que “no todos son iguales”. Lo que recuerda la novela del escritor británico George Orwell, Animal Farm, traducida al español como Rebelión en la granja, en la que usó la frase que ya pasó a la historia de la ciencia política: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Según sea el caso, cada quien interpreta a su manera el propósito de Eric Arthur Blair, verdadero nombre de Orwell, pero su novela distópica (lo opuesto a la utopía), continúa en el blanco cuando alguien la cita como ejemplo de los excesos que cometen los hombres del poder cuando pierden el piso. O, eso parece.

En el momento de depositar la boleta electoral, los simpatizantes de López Obrador no sabían, bien a bien, cuál sería su comportamiento como gobernante. Ahora ya lo saben y las encuestas dicen que, pese a muchos desencuentros, sigue contando con la aquiescencia popular, aunque con puntos menos de los que inicialmente contó. Perfecto. Pero, con mayor frecuencia, el residente de Palacio Nacional dispone, a troche moche, medidas cuya pertinencia no convence ni a propios ni a extraños. En todos los campos, pues la 4T no tiene valladares. Enfilado para la segunda parte de su periodo presidencial, el obradorismo abarca todo, destruye lo más que puede de los regímenes anteriores y lo sustituye con promesas de saliva, como ha sucedido con el suministro de medicinas para enfermos de todas las edades, acciones que se han convertido en dramas nacionales como la falta de medicamentos para los niños enfermos de cáncer.

Muy dado a gobernar basándose en frases del momento, López Obrador ha repetido en muchas ocasiones que gobernar no es una cuestión difícil, puro sentido común como extraer petróleo: solo hay que hacer un hoyo. No podía ser menos tratándose de la conducción de la política internacional. Su afirmación de que “la mejor política exterior es la interior”, lo confirma sin duda alguna.

Gobernar es mucho más que repetir cotidianamente chistoretes de mal gusto, ni hacer befa de los supuestos adversarios, sobre todo abusando del poder que concede el atril presidencial. Y, en materia de relaciones exteriores —o de diplomacia—, los responsables deben andar con pies de plomo. Cualquier traspiés puede ocasionar malas consecuencias. Y hacerse el listo en estas lides es jugar con fuego. El día menos pensado se queman.

¿A qué viene esto? Días pasados, sin avisar “!agua va!”, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard Casaubón, en una reunión del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), reveló que el gobierno mexicano trabaja para “reabrir las relaciones diplomáticas y comerciales con Corea del Norte”, país “gobernado” dictatorialmente por el heredero Kim Jong Un.

Como si fuera un guión preparado de antemano, el canciller Ebrard repitió una cantaleta que utiliza frecuentemente el presidente López Obrador cuando trata un asunto internacional: “Tenemos una posición de No Intervención en todo el mundo, respetamos a todos los gobiernos, y queremos reabrir la relación con Corea del Norte también, como cualquier otro país”. Para que no quedaran dudas sobre el particular, Ebrard agregó: “Tenemos una posición abierta respecto a las relaciones con cualquier país del mundo, y estamos trabajando para reabrir embajadas en cada país para fomentar el comercio y otras actividades”. Para finalizar este anuncio, el titular de la SRE de México dijo que Corea del Norte había cometido flagrantes violaciones al derecho internacional y a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, al realizar ensayos nucleares y lanzar misiles con tecnología balística de largo alcance.

Lo que Marcelo Ebrard “olvidó” en tan inesperado mensaje, fue que en el año 2017 —un año antes de que Andrés Manuel López Obrador llegara la Presidencia—, México había condenado todos los lanzamientos de misiles desde Corea del Norte. Y que el 7 de septiembre de 2017, el entonces titular de la SRE, José Antonio Meade Kuribreña declaró “persona non grata” al embajador de Corea del Norte en México, Kim Hyong, y lo expulsó del país en 72 horas. Esta decisión siguió a la sexta prueba nuclear llevada a cabo por el régimen de Pyonyang el 3 de septiembre del mismo año. “Con esta acción diplomática México expresa al gobierno de Corea del Norte absoluto rechazo a su reciente actividad nuclear, que significa una franca y creciente violación del derecho internacional y representa una grave amenaza para la región asiática y para el mundo”, dice el comunicado respectivo.  En aquel momento, en los corrillos internacionales se dijo que el presidente Donald Trump presionó a Enrique Peña Nieto para que expulsara al diplomático norcoreano de territorio mexicano. Así eran los neoliberales.

Meses más tarde, el 12 de junio de 2018 —a pocos días de las elecciones presidenciales que ganó el candidato de MORENA, López Obrador—, por medio de un comunicado de la SRE, el gobierno de México —todavía en manos del priista Peña Nieto—, consideró viables los resultados obtenidos durante el encuentro sostenido entre el presidente de EUA, Donald John Trump y el líder norcoreano, Kim Jong-un, en el Hotel Sentella de Singapur. El apretón de manos entre ambos líderes, el primero en la historia desde el fin de la guerra de Corea, cambiaba el curso de las relaciones de la Unión Americana y Pyongyang. Sin embargo, Trump no pudo llevar adelante las negociaciones entre ellos y todavía continúa sin firma el Tratado de Paz entre Washington y la capital norcoreana. Cosas de los neoliberales.

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Sin embargo, respecto a las relaciones diplomáticas entre México y Corea del Norte, al cambio de gobierno de Peña Nieto, y la llegada de AMLO, todavía sin embajador norcoreano, llegó a la sede del Congreso en San Lázaro Kim Yong Nam, presidente del presidium de la Asamblea Popular Suprema de Corea del Norte, para asistir a la toma de posesión del nuevo presidente. El enviado de Corea del Norte también acudió a la comida con los otros representes extranjeros. La presencia de un funcionario norcoreano de alto nivel en la toma de posesión de AMLO significa que el régimen de la 4T estaba y está en sus planes diplomáticos. Por lo menos. Esos ya no son neoliberales.

En síntesis, al decir Ebrard “queremos reabrir la relación con Corea del Norte también, como cualquier otros país”, eso significa que Corea del Norte es “cualquier otro país”, lo que no es cierto. Pyongyang es una dictadura, donde poco o nada significan los derechos humanos y el desarrollo de la democracia. Para López Obrador eso no es ningún problema. Su gobierno “no es intervencionista” y con eso es más que suficiente. No importa que en Cuba —otro de sus preferidos— el gobierno dure más de seis décadas. Ni que el pueblo viva bajo las órdenes de una camarilla que ha envejecido y muerto a la sombra del poder. Y siguen con él. Por eso otros de los invitados de honor a su toma de posesión fueron el novel presidente cubano Miguel Díaz Canel y el venezolano Nicolás Maduro Moros, el heredero de Hugo Chávez. Ejemplares de primera.

Eso por una parte, por otra, es claro que AMLO y el presidente de EUA, Joe Biden, se encuentran en abierta confrontación. Por muchas razones, especialmente porque el demócrata no era su preferido para llegar a la Casa Blanca. López Obrador se “entendía” muy bien con Donald Trump, al que le perdonó todas las ofensas posibles en contra de los mexicanos. Quizás hermanados por su afición a la mentira. En cada ocasión que se le presenta, López Obrador trata de ganar el pulso al mandatario estadounidense. Y trata de enmendarle la plana, como no lo hizo frente a Trump.

Es posible que López Obrador esté convencido de que las ventas de petróleo a Corea del Norte —no han superado los 45 millones de dólares—, resuelvan los problemas económicos que se avecinan a la 4T. O que mantener el puesto de primer socio comercial de Corea del Norte en Hispanoamérica por haber comprado el 1 por ciento del total de las exportaciones norcoreanas sustituyan el comercio con EUA. La pregunta es: ¿a qué le juega AMLO con la reanudación de relaciones diplomáticas ya comerciales con Corea del Norte? VALE.