Una de las grandes tentaciones ante la que caen rendidos muchos ex presidentes del mundo, es el escribir sus memorias y en la mayoría de las ocasiones resultan interesantes, en algunas ocasiones reveladores y en ocasiones hasta entretenidos. Hoy quiero detenerme en lo presentado por Barack Obama, el presidente 45 de los Estados Unidos y que durante 8 años residió en la Casa Blanca.

Primero que nada, lo considero como un buen escritor y, no es que el que escribe sea un especialista en el tema, pero se trata de un libro entretenido que se disfruta con una prosa fácil, con una memoria clara y aguzada que le permite reproducir momentos, situaciones y hechos, que de por sí solos fueron interesantes, pero que de una transparencia que siempre, nos descubre nuevos episodios. Desde el sudeste asiático hasta una escuela olvidada en Carolina del Sur, evoca el sentido del lugar con una mano ligera pero segura. Este es el primero de dos volúmenes y comienza temprano en su vida, traza sus campañas políticas iniciales, y termina con una reunión en Kentucky donde se le presenta al equipo SEAL involucrado en la redada “Abbottabad” en la que murió a Osama Bin Laden.

A lo largo de sus páginas percibimos un enfoque es más político que personal, pero cuando escribe sobre su familia es con dulzura y amor, que incluso llega a una cercana a la nostalgia. Habla de Malia en sus primeras mallas de ballet, de la risa de la bebé Sasha mientras le mordisquea los pies. La respiración de Michelle haciéndose más lenta mientras se duerme contra su hombro. Su madre chupando cubitos de hielo, sus glándulas destruidas por el cáncer. El relato tiene sus raíces en la tradición de la narración, con momentos y situaciones que la acompañan, como en la representación de una empleada en su campaña para el Senado del Estado de Illinois, “dando una fumada a su cigarrillo y soplando un fino penacho de humo al techo”. La dramática tensión en la historia de su irrupción, con Hillary Clinton a su lado, para forzar una reunión con China en una cumbre climática es tan agradable como una novela negra.

Vale la pena resaltar el manejo del lenguaje, ya que en ningún momento teme a su propia riqueza imaginativa. Una monja le da una cruz con un rostro “surcado como una semilla de melocotón”. Los jardineros de la Casa Blanca son “los sacerdotes tranquilos de una orden buena y solemne”. Se pregunta si la suya es una “ambición ciega envuelta en el lenguaje turbio del servicio”. Hay un romanticismo, una corriente casi melancólica en su visión literaria. En Oslo, por ejemplo, relata el instante en que mira afuera para ver una multitud de personas que sostienen velas, las llamas parpadean en la noche oscura y una siente que esto la conmueve más que la misma ceremonia del Premio Nobel de la Paz.

¿Y qué hay de ese Nobel? Se muestra incrédulo cuando se entera de que le han concedido el premio. “¿Por qué?”, pregunta. Le hace desconfiar de la brecha entre la expectativa y la realidad. Considera que su imagen pública está sobrevalorada y pincha con alfileres sus propios globos publicitarios.

La reflexión de Obama es obvia para cualquiera que haya observado su carrera política, pero en este libro se abre al autocuestionamiento. Y vaya cuestionamiento salvaje. Considera si su primer deseo de postularse para un cargo no se trataba tanto de servir como de su ego o su autoindulgencia o su envidia de los más exitosos. Escribe que sus motivos para dejar de organizar la comunidad e ir a Harvard Law están “abiertos a la interpretación”, como si su ambición fuera inherentemente sospechosa. Se pregunta si tal vez tiene una pereza fundamental. Reconoce sus defectos como marido, lamenta sus errores y aún reflexiona sobre su elección de palabras durante las primeras primarias demócratas. Es justo decir esto: no es para Barack Obama la vida sin examinar. ¿Pero cuánto de esto es una postura defensiva, un intento de ponerse a sí mismo antes que otros? Incluso esto lo contempla cuando escribe sobre tener “una profunda autoconciencia.

Habla, se detiene y se refiere a una muy particular política exterior, donde se muestra menos reservado a cuando era presidente, incluso maneja una especie de chovinismo poético, donde casi todas las críticas a Estados Unidos son meros pretextos para una defensa elegante y enérgica. En este sentido Barack Obama desafía el estereotipo del liberal estadounidense para quien el fracaso estadounidense en la escena mundial no es la entrada sino el plato principal. Es un verdadero discípulo del excepcionalísimo estadounidense. Que Estados Unidos no solo es temido sino también respetado es, según él, la prueba de que ha hecho algo bien incluso en su imperfección. “Los que se quejaban del papel de Estados Unidos en el mundo seguían confiando en nosotros para mantener el sistema a flote”, escribe, una posición reaccionaria, como si fuera innatamente contradictorio cuestionar el excesivo papel de Estados Unidos y también esperar que Estados Unidos haga bien el trabajo que eligió darse a sí misma.

Y bueno el punto culminante de las memorias políticas es el chisme, el pequeño detalle que sorprende o trastorna lo que imaginamos que sabemos. ¿Ese eslogan de entusiasmo de la campaña de Obama, “Sí se puede”? Fue una idea de Axelrod, que a Obama le pareció cursi, hasta que Michelle dijo que no era nada cursi. Piensa en la imagen icónica de Jesse Jackson llorando la noche en que Obama ganó la presidencia. Aquí, nos enteramos de que el apoyo de Jackson a la campaña presidencial de Obama era “más a regañadientes” que el apoyo entusiasta de su hijo Jesse Jackson Jr. Y qué extraño, que la primera familia pague de su bolsillo la comida y el papel higiénico. ¿Quién hubiera pensado que serían los generales y no los civiles los que aconsejaran a Obama una mayor moderación en el uso de la fuerza durante los ocho años de su presidencia? ¿O que en realidad es un caminante lento, lo que Michelle ha llamado “caminata hawaiana”, después de tantas imágenes de él subiendo ágilmente los escalones del avión, caminando a zancadas por el césped de la Casa Blanca? O, dada su imagen de incansable disciplina, que es “desordenado” en esa forma infantil de despiste que solo los hombres se las arreglan para ser, sabiendo que alguien se ocupará del desorden. Alguien que normalmente es una mujer.

Es una buena lectura disfrútela.

@lalocampos03