Ello planteó una preocupación central: ¿en qué medida se podían mejorar las condiciones de vida de la población en un sistema basado en la competencia y la propiedad privada?

 

“La idea de que la humanidad puede controlar sus
circunstancias materiales… es… nueva”.

Sylvia Nasar

 

 

La prosperidad de los países es una experiencia reciente. Sylvia Nasar en La gran búsqueda citando a Galbraith y a E. Burke resalta que a lo largo de su historia, hasta muy reciente. el género humano ha vivido en pobreza1. Hasta entrado el siglo XIX, este estado de cosas era aceptado como algo inevitable y las acciónes asitenciales eran debatidas.

Por ejemplo, Malthus, partiendo de la premisa que la población crece más rapido que los alimentos, criticó las tareas asistenciales, afirmando que estas políticas serían contraproducentes, pues al mejorarse las condiciones de vida, crecería la población y ello haría subir los precios de los alimentos, por un lado, y por el otro, bajarían los salarios, y habría en consecuencia un retroceso en las condiciones de vida del pueblo.

En la segunda parte del XIX, la situación cambió. La revolución industrial hizo posible que la producción, la riqueza global y el comercio crecieran enormemente. Sin embargo, también provocó el deterioro de las condiciones de vida de parte importante de la población, y crisis recurrentes.

Ello planteó una preocupación central: ¿en qué medida se podían mejorar las condiciones de vida de la población en un sistema basado en la competencia y la propiedad privada?2 Esta preocupación generó diversas respuestas, de las más importantes, dos opuestas: una, la de K. Marx y F. Engels, la otra, de Alfred Marshall.

Para Marx (1818-1883) el sistema existente, el capitalismo, estaba condenado al fracaso, ya que entre más riqueza se creaba, más miserables serían las masas y más profundas serían las crisis financieras y comerciales. La propiedad privada debía ser abolida.

Alfred Marshall (1842-1924), a los 23 años recorrió las zonas industriales de Manchester, Inglaterra, para conocer el rostro de la pobreza. Lo que vió le hizo preguntarse,

¨si la existencia de un proletariado era una condición inevitable y por qué no hacer de cualquier hombre un caballero”.3

Marshall postuló que la economía es una herramienta para analizar y conocer la realidad y explorar las posiblidades de mejorarla. Y propuso, de manera novedosa, que se puede actuar en un sistema basado en la competencia y la propiedad privada para mejorar las condiciones de vida.

Marshall reconocía que la causa de la pobreza eran salarios bajos, sin embargo, a diferencia de Marx, que lo atribuía a la avaricia de los ricos; o de Malthus, que lo atribuía a su tendencia a tener muchos hijos cuando sus condiciones de vida mejoraban, él explicaba la pobreza por la baja productividad, y de ahí resultaban salarios bajos. Para él, en la genesis de la pobreza incidían muchos factores, entre otros, la educación, a la que asigna un gran valor por su potencial para mejorar la productvidad.

Keynes (1883-1946), discípulo de Marshall, consolida la idea de que se puede actuar sobre la realidad económica y transformarla. Su creación intelectual se da en el contexto de las dos guerras mundiales, conflictos de tal magnitud que trastocan el orden económico mundial previo.

La principal preocupación de Keynes en la primera guerra, en adición a cómo financiarla, era reactivar las economías afectadas, una vez concluida ésta. Su propuesta era cancelar deudas entre los vencedores, no castigar demasiado a los perdedores y dar prioridad a las tareas necesarias para reactivar las economías y el comercio mundial. No tuvo mucho éxito, renunció a su cargo como asesor en las negociaciones de Versalles, en 1919, y advirtió que las pesadas condiciones impuestas a los perdedores de la guerra, eran anticipo de que vendría otra guerra.

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4T: Rumbo al fracaso

 

En 1934 Keynes publica su libro Teoría general sobe el empleo, el interés y el dinero, en el cual condensa sus propuestas. La novedad de su teoría radica en señalar que una economía podía estar por periodos largos con máquinas y personas en paro, sin que los mercados por sí mismos resolvieran esa situación. Por tanto, cuando eso sucedía, era necesaria la intervención del gobierno, con gasto financiado, pues la política monetaria era insuficiente en esas condiciones.

La destrucción provocada por las guerras, las deudas contraídas, el imperativo de recuperación económica y lograr estabilidad financiera y cambiaria, así como el anhelo de los nuevos países, surgidos de la destrucción de los imperios Austro-Húngaro y Otomano, de acelerar su desarrollo, condujeron a una importante reunión de los países agrupados en la naciente ONU, llamada Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, realizada en Breton Woods, E.U., en 1944, poco antes del final de la Segunda Guerra.

En esta reunión Keynes fue un actor clave. De allí surgieron el Banco Mundial (BIRF) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) y se adoptó de nueva cuenta el patrón oro. Estas instituciones y el patrón oro hicieron posible que por varias décadas se registrara gran estabilidad financiera y cambiaria internacional, y un importante crecimiento de la producción y el comercio mundial.

Los desafíos que planteó el fin de las guerras generaron un nuevo paradigma económico: los gobiernos deben jugar un importante rol en la gestión de desarrollo, usando para ello diversos instrumentos de política a su alcance (impuestos, gasto público, instrumentos comerciales y monetarios) para promover más crecimiento y mejores condiciones de vida para la población.

En México, la estabilidad externa de las siguientes tres décadas de la postguerra aunado al manejo de las políticas internas, por los diversos gobiernos de la época, congruentes con dichas condiciones externas, hicieron posible lo que se llamó “el milagro mexicano”.

Desde la Segunda Guerra Mundial y hasta mediados de los setenta, la economía mexicana se caracterizó por altas tasas de crecimiento, baja inflación, aumento de los ingresos personales y ampliación del segmento de clases medias. Entre 1950 y 1970, la economía creció 6.6% en términos reales; el empleo 2.3%; los salarios reales 2.2% y la inflación 5.5%, en promedio, cada año.

A principios de los setenta la estabilidad externa terminó. El abandono por parte de Estados Unidos del patrón oro, sumado al embargo petrolero de 1973, dieron paso a años de inestabilidad económica, inflación externa y menor crecimiento.

La respuesta a estos nuevos desafios, alentada por el triunfo de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979) y Ronald Reagan en Estados Unidos (1981), dieron lugar a un nuevo paradigma en dichos países, el llamado Consenso de Washington, el cual se expandió de esos paises al resto de las economías del mundo.

Este paradigma, conocido como neoliberalismo, proponía, en síntesis, dejar que fuesen las fuerzas del mercado las responsables de gestionar el crecimiento económico de los países, y para ello se impulsaron procesos de desregulación en los diversos mercados, destacadamente los financieros, la eliminación de barreras al comercio internacional (lo que daría un fuerte impulso a la globalización), modificaciones profundas en el papel económico del gobierno y en el llamado estado de bienestar. Con algún retraso, México se unió a este proceso al adherirse al Acuerdo General de Comercio y Tarifas (GATT) a mediados de los años ochenta.

Se argüía que, como resultado de las políticas asociadas a este nuevo paradigma, habría mayor dinamismo económico que beneficiaría a todos. Sin embargo, poco más de tres décadas después, los resultados no han sido los esperados. La gran crisis financiera de 2008, que explotó en los países más desarrollados y se extendió a casi todo el mundo, agravó el desencanto con el paradigma neoliberal, y ha acelerado la búsqueda de nuevas soluciones.

En el mundo, con excepciones, el crecimiento fue menor al esperado, y el que hubo no benefició a todos por igual, los ricos se hicieron más ricos y el nivel de desigualdad se incrementó. La desigualdad es ahora mayor que a fines del siglo XIX.

En México sucedió algo similar. La economía mexicana no logró crecer a un ritmo acorde a las necesidades de nuestra dinámica demográfica, el avance en la erradicación de la pobreza fue insuficiente, y las desigualdades se exacerbaron en esas décadas.

Ante el desencanto con los resultados de las políticas públicas del neoliberalismo, en especial la mayor concentración del ingreso y la riqueza resultante, se acelera la búsqueda de respuestas a este reto.

Varios ganadores del premio Nobel en Economía han dedicado su talento a explicar la génesis de la desigualdad y proponer soluciones, G. Stiglitz, Paul Krugman, Angus Deaton, Amartya Sen, entre otros economistas y analistas.

Con diversas propuestas, estos nuevos pensadores coinciden en atribuir la mayor concentración de la riqueza y el ingreso a las fallas de los supuestos del neoliberalismo y la mala gestión del desarrollo por parte de los gobiernos. J. Stiglitz, en su libro Capitalismo progresista lo explica con gran claridad. A riesgo de simplificar demasiado su análisis, él propone que la principal razón de esta falla estriba en que la premisa del modelo neoliberal

—que la libre competencia en los mercados produciría una óptima asignación de los recursos disponibles y que el crecimiento dinámico generaría una mayor riqueza que beneficiaría a todos— es una falacia, pues los mercados rara vez son competitivos. A. Smith, padre de la economía, en el siglo XVIII advirtió que la libre competencia no es la norma en los mercados, al señalar que cuando personas de un mismo tipo de negocio se reunían, sin importar el propósito, terminaban poniéndose de acuerdo en cómo ganar más, afectando con ello al público.

La realidad es que, en la mayoría de los mercados, el poder se distribuye en forma desigual. Las empresas grandes detentan mayor poder, lo que les permite operar en los términos que mejor les convenga. Pueden explotar a sus trabajadores pagándoles sueldos por debajo de los que habría en un ambiente de competencia y debilitar a sus sindicatos o dificultar la negociación colectiva. A sus clientes pueden cargarles precios por encima de los que habría en un mercado competitivo. A sus proveedores les pueden imponer condiciones para ampliar sus propios márgenes. Con el gobierno pueden eludir y evadir impuestos, e introducir regulaciones que favorezcan sus intereses, sin importar el costo que represente para la sociedad.

México no es diferente. Abundan los mercados no competitivos: banca; comunicaciones; agroindustria; cemento; farmacéutica y muchas más.

La existencia de tantos mercados poco competitivos, explica, en gran parte, que las políticas públicas seguidas en las últimas décadas, si bien generaron beneficios, éstos se distribuyeron inequitativamente, acrecentando la desigualdad e impidiendo mayor crecimiento y un mayor avance en el combate a la pobreza.

 

Notas:

1 Nasar, Sylvia, La gran búsqueda, Debate, p. 13.

2 Nasar, Op. cit., p. 56.

3 Nasar, Op. cit. p. 73.