Cuando hablamos de la rebelión de las masas no nos referimos a los incendiarios sans-culottes de la Francia revolucionaria, tampoco al levantamiento proletario de la revolución rusa, ni a la guerrilla cubana del cuartel de Moncada, como tampoco al levantamiento zapatista de la revolución mexicana. No, la rebelión de las masas a la que habré de referirme, es a la de José Ortega y Gasset, en su agudo ensayo del mismo nombre. En él nos advierte del surgimiento de un movimiento de masas que proclama “el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él”. Postulado preocupante.
Pretendo, en las siguientes líneas, hacer un parangón entre la etiología del fenómeno descrito por el filósofo, y el fenómeno político que estamos experimentando en México. Y aquí mis reflexiones.
Hace ya varios años, en una tertulia de intelectuales (intelectuales ellos, que no yo), escuché decir al indigenista Fernando Benítez –autor de Los indios de México-, que para la población indígena mexicana el hecho de glorificar su condición y su pasado era casi una burla, un acto cruel, pues para ellos ser indio no representaba sino el estado de miseria, ignorancia, violencia, discriminación y escasez en la que habían vivido, que mantenerlos –decía Benítez– como símbolo de orgullosa mexicanidad era recordarles su condición de pobreza y abandono.
Cuánta razón tenía Benítez: los grupos indígenas, como ahora los pobres, son –como la cita de Breys, en La Rebelión de las masas– “los pueblos perennemente primitivos, los pueblos de la perpetua aurora, (…), que no avanzan hacia ningún mediodía”. Y, reconociendo este aserto –aún así–, en el discurso oficial y en los libros de texto seguimos exaltando machaconamente ese cruel recuerdo. Ya no existe, por ejemplo, La Noche Triste; hoy tenemos La Noche Victoriosa. Seguimos glorificando al indio de calendario, pero no al que hoy conocemos de carne y hueso, y lo mismo se pretende hacer con los pobres, ¡más de la mitad de la población!, los pueblos de la perpetua aurora y a los que hoy llamaríamos los pueblos de la esperanza.
En los tiempos que corren en México, a los pobres (a los que antes se les llamaba “masa”, y ahora “pueblo”) se les ha inoculado una idea de grandeza y orgullo, condición de la que ni por asomo deberían pensar salir, bajo la amenaza no declarada de parecerse a los “otros”. ¿Y quiénes serían esos “otros”? Ni más ni menos que… ¡todos los demás!. Ahí están de nuevo los pobres: solos frente al mundo, como en el Tenochtitlan del 1521, orgullosamente sitiados, gracias a sus atavismos e idiosincracia, hoy convertidos en ideología.
El problema –como yo lo veo- es que cuando un movimiento político como MORENA desdeña la democracia representativa, pesa más la ideología que los programas de gobierno, en donde el proselitismo y adoctrinamiento prima sobre la gobernanza cotidiana. Pesan más las ideas y menos los programas. Pero, más aún, si esa ideología postula un orgullo de clase, forzosamente debe encontrar enemigos entre los que no son de “su clase”. Hasta antes de las elecciones del 6 de junio pasado, ese enemigo (eufemísticamente llamado “adversario”) eran las clases privilegiadas, los conservadores, neoliberales; todos rapaces, cómplices de la corrupción. Pasada la jornada electoral y a la vista de sus resultados, hoy también se acusa de traición y falta de solidaridad a las clases medias, aquellas que poseen (o aspiran), a un patrimonio resultado de su propio esfuerzo. En suma, en la lógica de MORENA, ahora hay más enemigos por vencer, “más cabezas que cortar”.
Así, en un escenario en donde hay “buenos” y “malos” (en un maniqueísmo desbordado), los que no somos “pueblo”, los que somos parte de los otros, tendremos que habituarnos a la entronización de los falsos valores atribuidos por la ideología oficial al pueblo “bueno y sabio”, a la masa. Preocupa, entonces, que la pobreza se instale en nuestras conciencias como una bienaventuranza, fatal e irremediable, pero de digna y orgullosa pertenencia; preocupa que la ideología que se está implantando en las clases desposeídas consagre la vulgaridad y la mediocridad como un valor que desplace a la ciencia, la educación, la cultura y la excelencia. Preocupa, finalmente, que estemos perdiendo el sentido de Nación, en donde prive el sentido de un destino y un proyecto que nos abrace a todos, sin fracturas ni distingos.
Es a este tipo de conductas a las que se refiere el filósofo español Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: “Por masa—nos dice— no se entiende especialmente al obrero; no designa aquí una clase social, sino una clase o modo de ser del hombre que se da hoy en todas las clases sociales”. Se refiere a un tipo de hombre masa “que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones; aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón”.
Es escalofriante constatar el paralelismo del pensamiento ortegiano con la situación que estamos viviendo en México. Nos dice el autor: “Sus representantes revindican un papel de liderazgo político que ni siquiera son capaces de desempeñar. Desean poner fin a cualquier debate público, para entonces negociar de forma directa y con violencia tras renunciar a cualquier instancia mediadora. Las negociaciones, la cortesía, la justicia y la responsabilidad, fundamentos de la civilización y de la convivencia entre ciudadanos, le son totalmente ajenos. La masa se dedica a echar por la borda todos los principios del liberalismo, del pensar de forma distinta y de los derechos de las minorías, al mismo tiempo que oprime a la oposición. Odia todo lo que no le pertenece.”. “Seguimos siendo –recuerda- como el eterno cura de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo”.
Hoy, el discurso oficial ha convocado a la masa a pensarse como pueblo, como una clase aparte, excluyente de todas los demás. Su signo distintivo es su propia pobreza, de la que deben sentirse dignos y diferentes, lo que por ese solo hecho los convierte en “buenos y sabios”. La educación, el trabajo y el patrimonio personal son valores secundarios, de corte conservador, impropios de “una nueva clase media” por venir. En una publicación del Partido del Trabajo (Línea de Masas, 2001), se cita a Mao Tse Tung: “La existencia social de la gente determina sus pensamientos (sic). Una vez dominadas por las masas, las ideas correctas características de la clase avanzada (sic) se convertirán en una fuerza material para transformar la sociedad y el mundo” ¿Será ésta -me pregunto- la premisa fundamental de la 4T?
Bajo esta premisa, me resisto a pensar que mi Nación (constituida en Estado, y éste, a su vez, en Gobierno), me diga que he quedado fuera del proyecto nacional por no ser “masa” ni “pueblo”, cuando mi convicción es que el Estado -cito a Ortega y Gasset- “no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. La relativa homogeneidad de raza y lengua de que hoy gozan —suponiendo que ello sea un gozo— es resultado de la previa unificación política. Por lo tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional; antes bien, es el Estado nacional quien nivela las diferencias originarias…”.
No me gusta, pues, un gobierno que nos separe y enfrente; no me gusta un gobierno que “sintiéndose vulgar, proclame el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él”. Y –nueva cita del fundador de la Revista de Occidente-: “la realidad que llamamos Estado no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados”. No me gusta, entonces, suponer que un día el grito de independencia sea “¡Que vivan los pobres!; ¡que vivan los pobres que nos dieron Patria!”, porque los pobres, en la trilogía conocida, no han podido dar en nuestra historia más que sangre, sudor y lágrimas. La Patria, en la mentalidad política, ha sido el ícono que con desfachatez y vulgaridad han usado de largo tiempo y en provecho propio líderes oportunistas.
No puedo, en cambio, estar más de acuerdo con el pensamiento del madrileño, cuando dice: “Veo en el Estado nacional una estructura histórica de carácter plebiscitario (…). Renán –cita- encontró la mágica palabra, que revienta de luz: “Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más: he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo… En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar… La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”.
Concluyo: la pobreza y la desigualdad no desaparecen con la negación de aquellos que están económicamente por encima de esta condición, ni son ellos los adversarios. Nadie puede estar en contra de los pobres, pero sí rabiosamente en contra de la pobreza. Y no se trata de combatir a las clases altas ni de crear una nueva clase media, se trata de que todos gocen de los dos grandes igualadores sociales: la educación y la salud. Eso -y no otra cosa-, es procurar la justicia, sin jueces ni tribunales. Lo he dicho antes y lo repito: lo contrario a la pobreza no es la riqueza, es la Justicia, atributo esencial de la condición humana.