De la revolución del jazmín a la Primavera Árabe

La autoinmolación, el 17 de diciembre de 2010 en la ciudad tunecina de Sidi Bouzid, de un vendedor ambulante, como protesta por el despojo de mercancías y ahorros, del que lo hizo víctima la policía, provocó imparables protestas, pacíficas, que utilizando las redes sociales y Wikileaks, denunciaron la corrupción y arbitrariedades del gobierno.

Este levantamiento pacífico, llamado la revolución del jazmín, pronto, el 15 de enero, cobró su primera víctima en el propio Túnez: Zine El Abidine Ben Ali, el corrupto dictador, con una fortuna de 10 mil millones de dólares, gran parte en oro y joyas según datos del Banco Mundial, y en el poder desde 1989, fue derrocado y moriría en exilio, en 2019, en Arabia Saudita.

El virus de la revolución prendió en las sociedades de otros países árabes, igualmente sometidas a los abusos y víctimas de la corrupción de gobernantes y mafias en el poder; y fueron derrocados, uno tras otro: el raïs egipcio Hosni Mubarak, el primero y después, los dictadores yemenita Saleh y Gadafi, de Libia.

Baréin, sin embargo, con la intervención de su poderoso vecino, integrista, Saudi Arabia, aplastó brutalmente las protestas populares, lo que haría recordar a Lluis Bassets, el destacado analista político español, las intervenciones de la Unión Soviética en Hungría en 1956 y en 1968 en Checoslovaquia. En la Siria de Bachar el Asad las reacciones contra esta revolución dieron lugar a la guerra civil que no termina. En cambio, el rey Mohamed VI de Marruecos salió hábilmente al paso de críticos y rebeldes con medidas de apertura política que ahuyentaron los levantamientos.

Este movimiento, iniciado por el pueblo, con la participación de los jóvenes y secundado por la élite, que exigía el respeto a los derechos humanos, los derechos sociales y la democracia, que no era un movimiento islamista —aunque sí respetuoso del islam— y que depuso a dictadores, se iba extendiendo por el mundo árabe. En Occidente empezó a ser denominada revolución democrática árabe, para terminar, siendo bautizada como La primavera árabe y celebrada con júbilo y esperanza.

 

¿Una primavera ilusoria?

Sin embargo, diez años después, aún antes de los sucesos que dan lugar a este artículo, el espacio territorial de la primavera árabe se había reducido a Túnez, donde nació.

El derrocamiento de Mubarak en Egipto dio lugar a la elección de Mohamed Morsi, presidente de un partido vinculado a los Hermanos Musulmanes, organización de tono integrista, quien fue a su vez derrocado por un golpe de Estado del general Abdelfatah El-Sissi, y murió en prisión. Un militar, Mubarak, terminaba cediendo el poder a otro militar.

Libia, después de la muerte infamante del dictador Muamar al-Gadafi, se volvió escenario de una lucha de facciones, dos gobiernos enfrentados; y es hasta apenas hoy cuando, gracias a los esfuerzos de la ONU y con el apoyo de la Unión Europea, estrena gobierno único, con la esperanza de dejar atrás una década de inestabilidad política y de violencia.

Sobre la guerra civil en Siria y la presencia del Estado Islámico, huelgan comentarios.

Estos sucesos fueron algunos de los tantos testimonios de que la primavera árabe se estaba marchitando, sin un verano que se tradujera en democracia, respeto a los derechos humanos y un mejor nivel de vida de naciones y sociedades islámicas. La apuesta generosa de los jóvenes de esos países, esperanzada de sus sociedades y pragmática tanto en esas sociedades como en Occidente, se estaba perdiendo.

Sin la primavera árabe y sus aires renovadores en el mundo árabe, la carta de presentación del islam volverá a ser la de las monarquías integristas, sin democracia, de las que es ejemplo elocuente Arabia Saudita, gobernada por un “príncipe heredero” acusado de asesinar a sus críticos y dispuesto a unirse incluso con Israel, para aplastar a su enemigo islámico: Irán.

Irán y su belicoso islamismo, sin democracia, será otro de los rostros del mundo árabe hoy. Sin olvidar a otro actor, reaparecido a última hora: el talibán afgano que se ha apropiado de nuevo, de Afganistán.

En este contexto ha tenido lugar un sismo político en Túnez, que puede significar, en verdad, la muerte de la primavera árabe. Porque este pequeño país del Magreb la primera y única democracia árabe, donde, además, se originó la esperanzadora primavera, de la que hablamos, ha sido escenario este 25 de julio, de la destitución del primer ministro, decretada por el presidente de la República, Kaís Saíed, quien, además, prohibió entrar al parlamento a su presidente y suspendió las actividades de la Asamblea, impidiendo, asimismo, que la Corte Constitucional se constituyera.

El mandatario se ha arrogado las atribuciones de los otros poderes del Estado al anularlos, fundado en la interpretación abusiva, por decir lo menos, del artículo 80 de la Constitución, que le permitiría el ejercicio de facultades extraordinarias ante “un peligro inminente que amenace las instituciones de la nación y la seguridad y la independencia del país, obstaculizando el funcionamiento regular de los poderes públicos”.

A pesar de que juristas, políticos y analistas tunecinos y extranjeros consideran infundada tal interpretación del presidente y critican la deriva autoritaria de su gobierno, los sondeos de agencias de prestigio, como Emrhod Consulting, revelan que el 87 por ciento de sus compatriotas apoya la decisión del mandatario.

Por otro lado, durante su mandato y con especial énfasis desde que asumió plenos poderes, Saíed, en un estilo que nos resulta familiar, ha pedido a farmacéuticos que bajen precios en este período tan violento de crisis sanitaria, que se compadezcan del sufrimiento de sus vecinos, sus “hermanos”. Aunque también ha calificado de “ladrones” a quienes “robaron al país antes del 15 de enero de 2011”, fecha del derrocamiento del tirano Ben Alí —inició de la primavera árabe— y ha exigido, a ciertos hombres de negocios, que “devuelvan lo robado al pueblo”. Una retórica, esta, de condenas y de amenazas, que tiene paralizado al mundo de los negocios.

En todo caso, el sismo político en Túnez adquiere tintes dramáticos, por ser la única democracia desde siempre y permanente del mundo árabe, que ha gozado de una constitución moderna desde la época de su primer presidente y orfebre de la independencia, Habib Burguiba; a quien, además, se debe el código civil que consagró la plena igualdad del hombre y la mujer –—algo insólito en los regímenes musulmanes—.

A primera vista este “golpe de Estado” palaciego no se justifica ni se explica, si se toma en cuenta que, en estos 10 años de primavera, en Túnez, el partido musulmán d’Ennahdha gobernó varias veces en cohabitación con formaciones no islámicas y su líder histórico, Rached Ghannouchi ha sido un personaje clave en la política del país: en la actualidad es presidente del parlamento —hoy, como vimos, suspendido en sus funciones por el presidente de la República—.

Los motivos del sismo, sin embargo, son explicados por más de un especialista. Tienen que ver con el mencionado partido islamista, que quizá, como dice un analista tunecino, “estaba preparado para ser oposición, pero no para gobernar”. Y, a fin de cuentas, codirigió durante diez años un país “que va de mal en peor”, con malos, pésimos resultados económicos, encabezado por Rached Ghannouchi y los líderes de su partido, “quienes han perdido todo sentido moral” -dice el expresidente d la república Moncef Marzouki.

El gobierno, con la participación de los islamistas, en armonía con partidos que no eran islamistas, dio una excelente imagen internacional, ampliamente elogiada en occidente, pero cuya realidad era decepcionante desde el punto de vista de eficacia y honestidad y terminó por producir una creciente indignación, en la que se apoyó Kaís Saíed para prescindir de los poderes legislativo y judicial, despedir al primer ministro y actuar él solo como gobierno.

El personaje cuenta, como dije, con el apoyo popular; y, entre especialistas y políticos, cuenta con críticos feroces, pero también con defensores que le otorgan “el beneficio de la duda”. Mientras Saied, ante los temores expresados de que se convierta en dictador, dice, citando al general de Gaulle, que, “a sus 63 años no se había descubierto una vocación de dictador”.

 

¿Si Túnez cae?

Todo retroceso en la democratización de los países islámicos agrava los riesgos de violencia y terrorismo en occidente y en otras latitudes, incluidos los propios países musulmanes, por cierto, víctimas del terrorismo en cuotas mucho mayores que las naciones de otro signo religioso. Es posible que reaparezca el Estado Islámico, actualmente larvado.

La situación es ya grave en particularmente en África saheliana, donde Francia ha fracasado en su campaña política y militar para destruir las células yihadistas que aterrorizan a los países de la región y amenazan con volver a atacar a Europa. Francia está cancelando la operación Barkhane en la que sus fuerzas armadas y las de otros países africanos estaban respondiendo a la ofensiva de la yijad.

Túnez, además, es con el resto de los países del Magreb, la frontera con Europa, al sur del Mediterráneo. Por estas razones, el fracaso de su democracia islámica tendrá graves consecuencias, simbólicas y también reales, tanto en el mundo árabe como en Europa –and beyond.

Finalmente, como se ha dicho, a diez años de distancia, el 14 de enero ha sido un acontecimiento histórico tan importante como la caída del muro de Berlín, pues abrió una brecha en el mundo árabe inmerso en la dictadura.