“La probidad es más fiel  que los juramentos”.
Solón

 

Hace 250 años, un 22 de septiembre de 1771, se llevó a cabo el traspaso del Mando de la Nueva España entre el 45to. Virrey, Carlos María de Croix, y su sucesor, Antonio María Bucareli y Ursúa. El hecho se registró en la villa de San Cristóbal Ecatepec, de donde el recién llegado partió para iniciar, con una serie de actos protocolarios que incluían su paso por  la Garita de Peralvillo, su obligado descenso y recepción en el templo de Santa Ana, donde sería recibido por los integrantes de la Audiencia y el Cabildo, cuyos miembros le acompañarían al “humilladero”, es decir, a la ceremonia de genuflexión con la cual se mostraba devoción y agradecimiento al Creador por la llegada con bien a las puertas de la capital novohispana.

Al 46to. Virrey de la Colonia más extensa y rica de la corona le antecedía una excelente fama como militar y como buen gobernante, ya que antes de llegar a nuestras tierras había solucionado los desaciertos propiciados por las veleidades y corrupciones de los gobernadores españoles en Cuba. Como justificación por su designación a este importante destino de ultramar, la corona española expresó que se debía a “sus dilatados servicios y acertada conducta con que desempeña el gobierno y capitanía general de la isla de Cuba y plaza de La Habana”.

No faltaba razón al monarca ibérico al elogiar la conducta observada desde su primera juventud por uno de los 14 hijos del Marqués de Vallehermoso, quien por su disciplina y lealtad escaló rápidamente los cargos militares y acreditó una intachable actuación en su vida pública y privada, permaneciendo célibe hasta su fallecimiento, cumpliendo así la regla fundamental de la Orden Militar de San Juan de Malta, agrupación religiosa a la que perteneció desde su tierna juventud.

Esos preceptos de rectitud le permitieron transformar la desastrosa gestión hacendaria de sus antecesores, tomando las medidas necesarias y castigando el lacerante uso de “la mordida”, eufemística expresión de corrupción administrativa; así, el Virrey llenó las arcas de la Colonia e inicio la aplicación de esos recursos que le correspondían en enderezar obras mal hechas, en concluir las pendientes y en embellecer nuestra ciudad.

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A él le debemos la conclusión del acueducto de Chapultepec con sus 904 arcos y sus dos fuentes (Belén y Salto del Agua); el emparejamiento y saneamiento de las principales calles, plazas y avenidas; y la edificación del Paseo que hasta el día de hoy lleva su nombre, cuya audaz concepción lo convirtió en el referente del urbanismo moderno que merecía la Ciudad.

Su fama y estima fue tal que obligaron a la corona a refrendar su confianza para que siguiera regentando y regenerando el gobierno novohispano y sus ciudades, por ello su fallecimiento, acaecido el 9 de abril de 1779, fue muy llorado, y su funeral de estado, además de solemne, fue multitudinario, ya que para los habitantes de la Ciudad de México la vida de su Virrey cumplía a cabalidad la sentencia del sabio griego Solón, para quien la probidad de las personas provoca mayor fidelidad que sus juramentos.