Aunque lo parezca, no es cuento ni guión de telerreportaje de una guerra ficticia. Dos décadas más tarde —de 2001 a 2021–, el mundo es testigo del desastroso fin de la aventura bélica estadounidense en Afganistán, el montañoso país surasiático sin salida al mar, limítrofe al sur y al este con Pakistán, con Irán al oeste y con Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán al norte, y con la República Popular China al noreste a través del corredor de Waján. Todos estos países existen y no forman parte de ninguna historia de Las mil y una noches. Veinte años después de la destrucción de las famosas Torres Gemelas en Nueva York y otros actos terroristas en Arlington, Virginia, y en Shanksville, Pensilvania, por parte de Al-Qaeda, corre la versión en la Unión Americana “que tomó 20 años, billones de dólares y cuatro presidentes estadounidenses para reemplazar en el legendario Afganistán, al “Talibán con el Talibán”. La “guerra contra el terror” continúa. Y, contando. La realidad impone que los sucesivos “experimentos políticos” en territorio afgano donde se sitúa esa nación multiétnica y multirreligiosa, han convertido a Afganistán en un “laboratorio del des(orden) global”, que mejor debería identificarse con el caos de la Tierra. Nada más, nada menos.

En apenas cuatro décadas, la “tierra de los afganos” —que eso significa en persa Afganistán—, se convirtió primero en un prospecto de satélite soviético —de la ahora desaparecida Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS)—, después en un emirato islámico tiranizado por el Talibán y posteriormente en una “democracia islámica” tutelada por Estados Unidos de América (EUA). Uno tras otro, estos proyectos fracasaron y, en menos de un mes, el retorno del Talibán al poder no asegura que de ahora en adelante prive en el montañoso país la paz y la estabilidad.  Y lo que se avecina es de pronóstico reservado.

Por si alguien supone que, con la llegada del 46° presidente de EUA, Joseph Robinette Biden (mejor conocido como Joe Biden), a la Casa Blanca, después de los estropicios cometidos por su antecesor Donald John Trump, el escenario internacional podría sufrir un vuelco, podría estar equivocado, aunque el casi octogenario mandatario estadounidense asegure lo contrario.

“Los estadounidense no pueden ni deben luchar o morir en esta guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por si mismos”. Con esta lapidaria frase, Biden no solo puso fin a veinte años de la guerra más larga librada por la Unión Americana en su historia, sino que confirma la renuncia de la primera potencia bélica de la Tierra a seguir siendo el “guardián del mundo libre”, o el “gendarme mundial”, como usted guste.

Far Away and Long Ago (Allá lejos y hace mucho tiempo), como reza al título del libro de William Henry Hudson, quedan los recuerdos de las tropas yanquis cuando desembarcaron en las históricas playas de Normandía, Francia (30 de agosto de 1944) casi en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, para liberar a la vieja Europa del terror nazi. Las frías playas normandas se calentaron con la sangre de miles de jóvenes soldados enviados por el Tío Sam a “combatir” en aquellas batallas muy lejos de los United States of America. Sangre que si no limpiaba por lo menos empañaba las incursiones de Washington al instaurar dictatoriales dictaduras militares en varios países iberoamericanos. Esas imágenes pertenecen al pasado.

El retiro del US Army de Afganistán, en primera instancia acordada por Donald Trump, y en segunda por Biden, aseguran muchos analistas que podría “ser uno de los mayores errores geoestratégicos de la historia, porque el mensaje que se desprende del mismo es evidente: “los americanos ya no vamos a acudir el socorro de aquellos pueblos amenazados de muerte por otro régimen”. Ya no tiene validez la forzada declaración de que “EUA siempre va a proteger los derechos humanos en cualquier parte del mundo”, después de que Biden culpó del retorno de los Talibanes a Afganistán, a los propios afganos. Sin embargo, hay que decir que el retiro de EUA de Afganistán no solo obedece, finalmente, a una decisión del que fue durante ocho años el vicepresidente de Barack Obama, sino que esta actitud tiene antecedentes en otros presidentes estadounidenses, como George W. Bush, el propio Obama y Trump. Además, la salida de EUA en Irak, fue grave error del primer presidente afroamericano. Esa equivocación le fue señalada a Biden por su jefe del Pentágono, Lloyd Austin, y por el general Mark Millenium, de la Junta de jefes del Estado Mayor, en marzo pasado, quienes le conminaron a no repetirla, dejando un contingente de 4,500 soldados en Afganistán. No los escuchó y el inquilino de la Casa Blanca se tropezó dos veces con la misma piedra. Y esa es la historia que se vive ahora.

Los tiempos han cambiado, no los protagonistas. De tal suerte, como dijo el jefe de la diplomacia de la Unión Europea (UE), el español Josep Borrell, en un arranque de sinceridad tras la caída de Kabul: “Europa necesita un ejército autónomo (de Washington) porque, lo que ha hecho Biden, haciendo efectivo el acuerdo de Trump con los talibanes, es que ellos ya no quieren hacer la guerra de los demás”.

Bien se sabe, el que siembra vientos cosecha tempestades, sólo que el magnate” republicano se libró —hasta el momento, de pagar sus culpas—, y el que está sufriendo la deriva aislacionista de EUA es Biden, cuya pifia en Afganistán no sólo abre la esperanza a otros grupos integristas para asaltar el poder en otros países, sino que ha puesto a la República Popular de China, la superpotencia militar emergente, a frotarse las manos con esta “renuncia” de la Unión Americana a “defender el mundo libre”.

Una vez que los talibanes fueron apoderándose de las capitales regionales y de Kabul, el centro político de Afganistán, los servicios de Inteligencia de EUA y de sus socios de la OTAN aseguraban que de un momento a otro habría un zarpazo terrorista en el aeródromo de la capital afgana, la única vía real de escape del país. No erraron, aunque tampoco pudieron anticiparse a los atentados. El jueves 27 sucedió lo inevitable: el estallido de varias bombas transportadas por un “agente único terrorista suicida” causó la muerte de por los menos 183 personas, la mayoría afganos que buscaban escapar al régimen talibán, y 13 soldados estadounidenses. La matanza se la adjudicó la rama local del Daesh. Este repudiado acto, hasta por las propias autoridades talibanas, representa el peor balance de pérdidas humanas en un día para las tropas de EUA, concretamente desde el ataque de agosto de 2011 a un helicóptero Chinook en el que fallecieron 30 soldados. Además, desde febrero de 2020 no se registraban víctimas mortales estadounidenses en Afganistán.

Aunque el atentado terrorista difícilmente podría haberse evitado, fue en vano que las embajadas occidentales aún presentes en Kabul, pidieran a la población local  que evitara concentraciones en los aledaños del aeropuerto internacional Hamid Karzai. En los últimos días del mes de agosto —el lunes 30 era la fecha límite para salir del país—, la zona seguía registrando concentraciones de personas desesperadas por abandonar el país en algunos de los últimos vuelos de evacuación.

El ataque suicida en el aeropuerto afgano constató el fracaso de la estrategia global de salida diseñada por la administración de Joe Biden. No obstante, el abatido mandatario “asumía la responsabilidad fundamental de lo ocurrido”; el jueves 26, desde la Casa Blanca, el Ejecutivo advirtió a los responsables del Estado Islámico: “No los perdonaremos, no olvidaremos, los cazaremos y los haremos pagar”.

El atentado es también una llamada de atención para los Talibanes, un recordatorio de lo compleja que será la tarea de gobernar Afganistán —a poco más de dos semanas después de su entrada en Kabul—, los fundamentalistas no cuentan aún con un Ejecutivo interino—, el difícil país donde actúan otros grupos de ideología fundamentalista como ISIS-K, autor del atentado del jueves 27 de agosto, o la perseguida Al-Qaeda que, al mismo tiempo, compiten entre sí en territorio afgano.

ISIS-K amenaza la hegemonía de los talibanes. – El Estado Islámico Khorosam (o Daesh en árabe) también se conoce por sus siglas en inglés ISIS-K es la salvaje filial de la organización terrorista, afincada en Afganistán desde 2014. Cuentan con recursos y aseguran que tienen células durmientes en Kabul para disputar a los talibanes su estrenada hegemonía. La razón que tiene esta entidad terrorista para enfrentar a los talibanes es que estos, supuestamente, traicionaron al califato de Daesh y son cómplices de EUA. Se les atribuyen una centenaria de atentados en Afganistán y Pakistán, todos contra civiles como los del aeropuerto. Antes del doble acto terrorista de Kabul, el último ocurrió el pasado 8 de mayo con 68 personas muertas. Los expertos cifran la militancia de ISIS-K —nacido de combatientes talibanes pakistaníes  descontentos— en apenas 2,000 individuos, pero el grupo ha sido capaz de burlar la seguridad talibán, en manos de la facción denominada Red Haqqani (con vínculos, a su vez, con Al Qaeda).

Todo lo que empieza termina. Un minuto antes del plazo fijado por el Talibán (23.59 horas de Kabul, lunes 30 de agosto), EUA terminó su salida de Afganistán tras dos semanas extenuantes y caóticas de evacuaciones y puso fin a la guerra —la más larga de su historia—, que se alargó durante 20 años. A partir del martes 31 de agosto, el Talibán asumió el control del país. Otra derrota militar de EUA.

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El mismo día en que el US Army interceptó por lo menos seis cohetes del Estado Islámico Korasan (ISIS-K) dirigidos al aeropuerto de Kabul, los últimos aviones con soldados, civiles estadounidenses, diplomáticos y aliados de la OTAN, abandonaron el territorio al que llegaron después del 11-S para “luchar contra el terrorismo”. Los estadounidenses abandonan el montañoso país sin haber conseguido los tres objetivos planteados: impedir el regreso al poder de los talibanes; desaparecer la amenaza terrorista y acabar con el tráfico de opio y heroína (en las dos décadas de ocupación, los campos de amapola no se erradicaron, sino que se multiplicaron por diez).

El momento de la desocupación fue corta y al mismo tiempo dramática. El anuncio corrió a cargo del jefe del Comando Central, general Frank McKenzie —cuyo nombre pasa a la historia—, en una rueda de prensa desde el Pentágono: “Estoy aquí para anunciar la culminación de nuestra retirada de Afganistán y el fin de la misión para evacuar a ciudadanos estadounidenses, nacionales de terceros países y afganos vulnerables”…”La retirada de esta noche significa el fin del componente militar de la evacuación, pero también el final de la misión que comenzó hace casi 20 años, poco después del 11 de septiembre de 2001”. En el último vuelo del avión militar, un C-17, viajaba el embajador de EUA en Kabul, Ross Wilson.

El presidente Joe Biden daría, el martes 31 de agosto, un discurso para justificar su decisión de no prolongar la presencia de las tropas estadounidenses en Afganistán más allá del 31 de agosto de 2021. Fin de la historia. Indudablemente el próximo 11-S en todo el territorio de la Unión Americana no será de fiesta. VALE.