La pérfida Albión

Descrito por la famosa actriz Emma Thompson, cuando en 2016 se convocó a votar por el Brexit, como “una isla diminuta, miserable y gris en un rincón lluvioso de Europa”, el Reino Unido, que ya no forma parte de la Unión Europea, sí, en cambio, podría incluirse en las “legiones de bárbaros” que hoy amenazan a la Fortaleza Europa —expresión muy del gusto de conservadores y empleada por gobiernos y núcleos de la sociedad civil contrarios a la inmigración—.

El Brexit ha roto casi todos los elaborados vínculos económicos y políticos del Reino con la Europa comunitaria -—están “hilachas”, pero conflictivas—, que enfrentan a ambas partes: desde el tema del acceso de los pescadores europeos a los ricos caladeros británicos hasta el de Irlanda del Norte —que se mantiene en el mercado único y la unión aduanera europea para las mercancías-—y su frontera con la República de Irlanda: este, grave y un verdadero quebradero de cabeza.

A pesar de que, recién consumada la ruptura con Europa, el premier británico Boris Johnson, declarara: “Seremos sus amigos, sus aliados, su apoyo y, no lo olvidemos, su primer mercado porque, aunque hayamos abandonado la Unión Europea, este país permanece cultural, emocional, histórica, estratégica y geopolíticamente unido a Europa”.

Pero las convicciones e intenciones de Londres y de no pocos británicos: el proyecto de unión transatlántica con el “amigo americano” —Estados Unidos— contraponiéndose a Bruselas, lo que tanto complacía a Trump, así como el sueño de opio, de la pervivencia del Imperio británico del siglo XIX, hacen dudar de esa declarada amistad. Recuerdan, por el contrario, a la Pérfida Albión, de la que Bossuet y Napoleón Bonaparte hablaron y alguien más habría de decir que “se concede a Inglaterra y a sus habitantes el magisterio en las artes de la hipocresía, el disimulo y la traición: La pérfida Albión”.

Ciertamente el Reino Unido no se prepara a invadir a Europa, ni siquiera en el sentido figurado que empleo en mi artículo, pero el Brexit significa la intención de no participar del proyecto visionario que es la Unión Europea y, quiérase que no, viene a engrosar la lista de gobiernos nacionales, grupos de países, asociaciones —y hasta gavillas— y líderes políticos opuestos a la Europa comunitaria.

Estados Unidos, el “amigo —el hermano— americano” del Reino Unido con Boris Johnson como primer ministro, se ostentaba, de la mano de Trump, como un eurófobo militante, pero la pesadilla concluyó con Biden, quien, desde el inicio de su gobierno, renovó la alianza de Washington con la Unión Europea.

En el resto del continente americano, las relaciones de Canadá y la inmensa mayoría de los países latinoamericanos con Bruselas son de amplia sintonía. Sin perjuicio de la importante presencia comercial de China en nuestra región.

 

El frente oriental

Las relaciones de la Unión Europea con Rusia, complejas por naturaleza, hoy reviven las turbulencias surgidas a fines de 2013, con Ucrania como teatro del conflicto, a partir de un acuerdo de asociación comercial entre Kiev y Bruselas, que finalmente, sucumbiendo a las presiones de Rusia, no firmó el presidente Viktor Yanukóvich, dio lugar a casi una guerra civil entre ucranianos pro-Unión Europea y pro-Rusia, cuyas consecuencias fueron con la apropiación de Crimea y la ciudad de Sebastopol por Moscú y la casi secesión de los territorios del Donbas, de mayoría pro rusa, en el sureste.

La invasión y apropiación de Crimea, primero, el jackeo ruso al proceso electoral estadounidense de 2019, después y, por último, el envenenamiento y prisión del opositor Alexei Navalni, provocaron que Estados Unidos, seguido por la Unión Europea, impusieran sanciones políticas y económicas a Rusia, para empezar con su expulsión del G8 –hoy G7– de las grandes potencias: Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido.

Se suma a estas situaciones lo que sucede en Bielorrusia, cuyo dictador, Aleksandr Lukashenko, a quien Occidente también ha impuesto sanciones por reprimir a la oposición —además su vecino Lituania da refugio a la candidata que lo desafió en la reciente elección presidencial— contrataca, de manera perversa, enviando refugiados iraquíes, africanos y ahora afganos, a los países de la Unión Europea con los que hace frontera: Letonia, Lituania y Polonia.

Lukashenko declaró en mayo último que su gobierno guardaba las espaldas de Europa impidiendo esos flujos migratorios, pero que, tras las sanciones occidentales por la represión contra la oposición, ya no lo haría. Mientras tanto, esta migración, arma política, según lo estudia la politóloga estadounidense Ketty Greenhill, en su libro Weapons of mass migration, ha generado reacciones de xenofobia y de histeria constructora de muros, en Polonia y en Lituania.

En síntesis, Rusia, dañada por las sanciones occidentales, está “en guerra” con la parte más débil y, además, su vecino geográfico: La Unión Europea. Aunque el escenario de estas controversias es complejo: Rusia, con su peón al que podría devorar: Bielorrusia, por un lado; y la Europa comunitaria por el otro, pero dividida: Polonia y los países bálticos exigiendo una posición dura frente a su vecino del Este; Alemania y Francia, por el contrario, invitando a la Unión a no acorralarlo —además Alemania, vale decir Ángela Merkel—, tiene su Ostpolitik con Rusia y un controvertido proyecto conjunto, el gasoducto Nord Stream bajo el Báltico.

 

La frontera mediterránea y más allá

En mi artículo anterior me refería al incruento golpe de Estado que ha tenido lugar en Túnez, cuando el presidente Kaïs Saïed se arrogó plenos poderes el 25 de julio, y me preguntaba si había muerto la Primavera Árabe, el viento de la democracia en los países musulmanes árabes.

El presidente tunecino extendió, sine die, el período de su régimen de excepción, lo que ha venido de perlas a los gobiernos autoritarios de Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita, que han celebrado la decisión de su homólogo de Túnez.

Se corre incluso el rumor, entre diplomáticos expertos, de que el presidente egipcio Al-Sissi habría instruido a Saïed sobre el modus operandi del golpe de Estado que llevó a cabo pocos meses después de la visita que hizo a El Cairo.

Sin embargo, Turquía y Qatar, que guardan cordiales relaciones con el partido islamista tunecino, Ennahda, desplazado del poder, pierden con lo que está sucediendo en el país magrebino, en tanto que Argelia, otro magrebino, se muestra preocupado por lo que sucede.

Pero más allá del minúsculo espacio geográfico de Túnez y de la ilusión de la Primavera Árabe, los expertos hablan de una recomposición del tablero del poder de los países musulmanes árabes: ¿Estamos ante El momento del Golfo, libro del emiratí Abdulkhaleq Abdulla, que sostiene que los seis Estados miembros del Consejo de cooperación del Golfo: Arabia Saudita, Emiratos, Qatar, Kowait, Omán y Bahrein, no solo representan el 60% del PIB árabe, sino que son los productores del saber que se difunde en el Magreb y el Medio Oriente.

En otras palabras, han desplazado a Egipto, Argelia e Irak; los países de estos “beduinos ignorantes con los bolsillos llenos de petrodólares” son los polos de la modernidad, equivalentes a lo que fueron El Cairo y Beirut -cuando Líbano era La Perla del Medio Oriente- entre 1950 y 1970.

Lo cierto es que esta frontera mediterránea —el sur— de la Unión Europea, también juega un papel entre los “bárbaros” al asedio de la “fortaleza Europa”: El Magreb, bajo la influencia de las monarquías del Golfo o de Egipto, está presente en Europa, a través de la inmigración, la que llega y la que está ya asentada, la “protección de fronteras” impidiendo la inmigración de subsaharianos, y, desde luego, las inversiones y el comercio.

No hay que olvidar en este nuevo reparto de cartas y esta mezcolanza, a Israel y sus relaciones cordiales, por los Acuerdos de Abraham, con los países árabes. Y tampoco a Turquía, que siempre ha tenido una carta que jugar.

 

Los recién llegados

La retirada final de Estados Unidos, después de 20 años de guerra en Afganistán, ha dado lugar a un diluvio interminable de comentarios, de los que yo, antes de referirme al tema de los refugiados afganos y Europa, me concreto a mencionar el que afirma que “los americanos no llegaron para reconstruir el país, sino para vengar los atentados del 11 de septiembre de 2001… cuando liquidaron a Osama Bin Laden, en 2011, habían concluido su misión, e intentaron partir en más de una ocasión”, Le Monde, 27 de agosto de 2021.

También deseo felicitarme, como mexicano, por el asilo que, de acuerdo a nuestra generosa tradición, otorgó el gobierno a varios centenares de afganos, entre ellos periodistas, familias y grupos de mujeres, algunas muy jóvenes, especialistas en robótica y otras del AfghanDreamersTeam, conocido en el mundo por crear ventiladores con partes usadas de autos, para atender pacientes enfermos de Covid-19.

La salida de tropas y civiles estadounidenses, de la OTAN y otros organismos, y la llegada triunfal de los talibanes, que ha mostrado, entre otras cosas, nueva información y elementos de análisis de los grupos islamistas, ha dado lugar a una avalancha de afganos que huyen aterrorizados de su país, a la búsqueda de asilo en otros; y desde luego en Europa.

Según la ONU, de aquí a fin de año hay que añadir medio millón a quienes ya marcharon en busca de refugio. Aunque los propios nacionales temen que Naciones Unidas se quede corta en sus cálculos. Mientras Turquía, país de tránsito, y otros países construyen muros para impedir el paso de estos pobres afganos, los “polleros” que se ofrecen a trasladarlos, les cobran dinerales y la policía de varios países, como Bulgaria, los golpean brutalmente.

Estos “bárbaros” pidiendo asilo a la rica Europa.