Así ocurrió cuando, un 13 de agosto de  1790, la extraordinaria escultura de Coatlicue fue “descubierta” por un grupo de trabajadores del ayuntamiento que arreglaba la Plaza Mayor de la capital novohispana.

 

“La civilización no es la exposición
de una raza, sino de una cultura”.

Voltaire

 

Muy a pesar del celo destructor de la riqueza cultural pétrea de México-Tenochtitlan por parte de sus invasores, sus mejores secretos han permanecido ocultos a la espera del momento menos esperado para sorprender a la humanidad.

Así ocurrió cuando, un 13 de agosto de 1790, la extraordinaria escultura de Coatlicue fue “descubierta” por un grupo de trabajadores del ayuntamiento que arreglaba la Plaza Mayor de la capital novohispana; lo mismo ocurrió cuando en diciembre de 1791 se localizó la Piedra del Sol, o calendario azteca, a un costado del solar en donde se edificaba la torre poniente de la Catedral Metropolitana.

Desde entonces, infinidad de piezas, de menor o mayor volumen, han aparecido en las diversas obras de mejoras urbanas o de edificaciones novohispanas ubicadas en el perímetro de lo que fuere el centro ceremonial del “ombligo de la luna”.

En 1901, cuando el gobierno de Díaz efectuaba mejoras en el señorial palacete conocido como Casa del Marqués del Apartado, adquirido por las autoridades para ser ocupado por alguna dependencia, el arqueólogo Batres, -supervisor de las obras de remodelación emprendidas por el Ing. Porfirio Díaz-, localizó importantes esculturas al servicio del ceremonial mexica, se trataba de: una xiuhcóatl (serpiente de fuego), un ocelote cuauhxicalli, así como de otro cuauhxicalli de basalto en forma de águila, (recipientes sagrados) al pie de una importante escalinata que obligó a modificar aquella obra a fin de permitir su observación y visita a raíz de tan importante descubrimiento, pues al paso de acuciosas investigaciones  aquello resultó pertenecer al Huey Teocalli de Tenochtitlan.

También te puede interesar leer

¿Bicentenarios sueños monárquicos?

Con tal decisión se inicia una política de rescate y exhibición in situ de algunos notables descubrimientos a través de las llamadas “ventanas arqueológicas” o de la toma de drásticas decisiones, como la generada por el descubrimiento casual del monolito de Coyolxauhqui en 1978, gracias al cual se determinó la demolición de los inmuebles de la superficie a fin de permitir la feliz exhumación y exhibición del Templo Mayor.

Dentro de un merecido y ambicioso programa de rescate arqueológico, en el área se han podido rescatar vestigios de elementos culturales fundamentales, como los pertenecientes al  Calmecac en el actual Centro Cultural España, a los que se une la reciente apertura de las ventanas arqueológicas del templo de Ehécatl, de la parte frontal del recinto ceremonial del juego de pelota y, también,  en Guatemala 24, la exhibición del Huey Tzompantli, el cual fue descrito por Díaz del Castillo con el siguiente asombro y reiteración: “…adonde estaban unos adoratorios, puestos tantos rimeros (empalizadas) de calaveras que podrán bien contarse, según el concierto con que estaban puestas que me parece que eran más de cien mil, y digo otra vez sobre cien mil…”

Esas ventanas abiertas a la historia exponen –como sugiere Voltaire– no a la raza mexica, sino a su incomprendida civilización.