En una de mis recientes clases virtuales con mis alumnos de la Facultad de Derecho de la UNAM, uno de ellos me preguntó: “¿Maestro, cuáles serían para usted las tres medidas más importantes para que México pudiera salir de los graves problemas que nos aquejan por todos lados?” Mi respuesta fue simple y categórica: “Educación, educación y educación”. Ese día, el presidente de la República había hecho la más vil, injusta y desinformada crítica a la UNAM. La investidura presidencial con que fue ungido por una elección democrática, de nuevo y por enésima vez, fue usada para lanzar el estiércol verborréico en que se ha convertido el discurso presidencial.

Ese mismo día y los subsecuentes, innumerables y destacadísimos universitarios se apresuraron a dar debida respuesta a la afrenta inferida por un indígno crítico, ignorante del espíritu que anima a la Universidad, de ese espíritu por el que hablará mi raza, en un mundo en el que para algunos ya ni las razas existen. Los defensores de la UNAM fueron –y se sumarán más sin duda- enérgicos, sinceros y certeros en sus respuestas, lo que me parece loable, pero hasta cierto punto innecesario: la UNAM no necesita justificar su presencia y la valiosa aportación que ha hecho a México a lo largo de su existencia; tampoco requiere se le explique a quien no quiere, ni puede, entender el valor de la ciencias, las artes y las humanidades.

Es cierto que la diatriba contra la UNAM lleva la intención de retar a duelo a la centenaria institución, pero considero que hay enemigos con los que no es digno enfrentarse, primero, porque las armas de la UNAM son las de la razón y la inteligencia; las de su oponente son el ecupitajo, el descontón y el golpe a los bajos. Segundo -y aquí sí-, la investidura de la Universidad no merece un pleito a cuchilladas. En términos de lucha libre: unos son técnicos, el otro es rudo. ¿Vale, entonces, la pena –me pregunto- enfrentarse con alguien que no ha entendido que la UNAM no acepta pleitos de callejón, que el verdadero enemigo de las instituciones de educación superior, públicas y privadas, son la ignorancia, la vulgaridad y la mediocridad? Alfonso X el Sabio, en Las Siete Partidas, definía la universidad como el ayuntamiento de alumnos y maestros para aprender los saberes ¿Qué saberes? –se preguntará el lector-: ¡Todos, sin exclusión! Como reza el lema de la Universidad Autónoma Metroplitana, son Casas abiertas al tiempo.

La UNAM no, por favor, señor presidente, la Universidad Nacional no es su enemiga. La educación y, sobre todo, la educación superior pública, es el gran igualador social, es el crisol de las aspiraciones, tanto del país como de los individuos. Y no por ello es aspiracionista ni se ha derechizado. Su compromiso social está intocado, y sigue dando a cientos de miles, a millones de mexicanos a lo largo de sus 400 años, la oportunidad de adquirir conocimientos y hablidades que marcarán la diferencia entre su pasado tal vez precario a un futuro promisorio para ellos y su prole. En la UNAM, además, caben todas las ideología y es impensable que por aborrecer una, se le pretenda excluir del pensamiento crítico. ¡No! En la Univeridad no puede suceder esto. Tal vez en la universidad Patricio Lumumba de la antigua Unión Soviética, en Cuba o en Corea del Norte. Pero no en la Universidad. Nunca una ideología fuera de la UNAM; como tampoco nunca una ideolgía única dentro de la UNAM. Allí caben todas; por eso es universidad.

Un presidente -y más si ha propuesto una gran transformación-, está obligado, eso sí, a buscar y confrontar a sus verdaderos enemigos, a saber: el crimen organizado, los huachicoleros, los vendedores de piso, los traficantes de personas, los vendedores de contratos de obra pública; los policías y jueces corruptos. Para eso sí sirve la investidura (y los pantalones bien puestos).

En la materia que imparto en la Facultad de Derecho, Economía y Derecho Económico, las doctrinas clásicas de Adam Smith, David Ricardo y John Stuart Mill las abordamos con el mismo celo que las de Karl Marx y Federico Engels. Keynes, Hayek y Friedman son la antesala para analizar el neoliberalismo y el Consenso de Washington. Las distintas tesis quedan en el cerbero y el corazón de los estudiantes; son ellos los que harán su antítesis y la nueva síntesis, ejercitando su más amplia libertad de pensamiento, derecho humano éste inalienable y escencia misma de la Universidad. “La libertad -decía el maestro Campillo Sáinz- es lo que le da al hombre el poder de escogerse a sí mismo y decidir su propia existencia (…), es, en lo temporal, un fin en sí mismo y no puede ser nunca medio o instrumento de otros”. Y la UNAM es Libertad.

No, Tampoco: la UNAM no necesita una “sacudida”, y menos una sacudida externa, ideologizada y cargada de interéses partidistas. La UNAM, para quien no lo sepa, se sacude sola todos los días; sus aulas, auditorios, pasillos y laboratorios son un hirviente crisol de ideas; son el mosaico de todas las corrientes que florecen en un marco de pluralidad y respeto. Tesis, antítesis y sintesis se respiran diariamente. Hasta el más mediocre de los universitarios (porque los hay) sabe que la UNAM es dialéctica en todas las ascepciones del término, desde la de Heráclito hasta la de Engels.

Es por estos procesos dialécticos que la UNAM pasó de ser nacional, a autónoma. Pero la autonomía –lo sabemos los universitarios y quienes hemos aprendido a amarla por lo que vale- “implica el deber y la decisión firme de defenderla constantemente, frente al poder público, frente a las clases privilegiadas, a los grupos confesionales, a los partidos políticos, etc., conviertiendo a la Universidad en servidora de los más puros interéses de la Nación”  (Gómes Arias, en “Medio Siglo”, 1953).

Defendamos, pues y una vez más, a nuestra AlmaMater, defendamos nuestra libertades. Defender, honrar y respetar a la UNAM, es amar a México.

Y, para quien lo dude, elevemos enérgicos nuestro canto:

¡Cómo no te voy a querer!

 

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