Los bárbaros

Hoy vuelvo al tema europeo, frecuente en mis artículos, porque considero que la Unión Europea, aunque carece de poder militar —“poder duro” o “hard power”, según la terminología del politólogo Joseph Nye— está en condiciones de ejercer un “poder suave” o “soft power” —vuelvo a Nye— que le permita, a través de la persuasión y de la promoción de su cultura y de sus valores, y mediante el empleo del “arma” de la diplomacia, hacerse de un lugar entre los actores clave de las relaciones internacionales.

En mi artículo del 5 de septiembre, titulado Europa ¿la invasión de los bárbaros? me referí a los países que rodean a la Unión Europea y estarían prestos a invadirla —de manera figurada— como los bárbaros invadieron el imperio romano y contribuyeron a su desaparición.

La invasión de estos nuevos bárbaros a las puertas de la Europa comunitaria no es militar, pero obstaculiza la consolidación de la construcción europea; y, ante tantas vueltas que dan los juegos de poder y la irracionalidad que parece instalarse en el mundo podría condenarla a la irrelevancia, incluso hacerla desaparecer.

Me referí en mi mencionado artículo, al Reino Unido, la “Pérfida Albión”, que, sintiéndose más importante de lo que es, salió de la Unión Europea de mala manera; y aunque no se prepara a invadir Europa, tiene conflictos con Bruselas, entre otros, en el tema pesquero y en el muy delicado de Irlanda en donde la paz entre protestantes “unionistas” y católicos “europeos” no debe ponerse en peligro. Tema este último que, según noticias del 12 de octubre, produce nuevamente controversias graves entre Bruselas y Londres.

Mencioné también a los “bárbaros” del “Frente Oriental”, vale decir Rusia, a la que Estados Unidos y la Unión Europea han impuesto sanciones, por haberse apoderado de Crimea, el envenenamiento y posterior encarcelamiento del opositor Alexei Navalni y la permanente amenaza militar a Kiev. Moscú asedia a Ucrania apoyando a los separatistas de la región del Donbás y se sirve del dictador de Bielorrusia para hostilizar a los países de la Europa comunitaria con los que Minsk tiene frontera: Polonia, Lituania y Letonia.

A pesar de sanciones y desencuentros, Moscú surte de gas a Europa, lo que está dando lugar a una agria discusión entre los 27 miembros de la Unión Europea en torno a la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que va de Rusia a Alemania.

Europa tiene, además, su “Frontera Mediterránea”, el Magreb, que es actualmente un polvorín: Marruecos en conflicto con la Unión Europea por el tema del Sahara Occidental; Argelia en grave enfrentamiento político con Marruecos y relaciones ríspidas con Francia; Túnez sufriendo su anciano, flamante, dictador; y Libia, que está en víspera de unas elecciones de alto riesgo, que hacen temer a los expertos que se convierta en una segunda Siria.

Esta frontera mediterránea es muro de contención de inmigrantes africanos —o puerta de entrada a Europa, según vayan las relaciones con Bruselas o específicamente con un país comunitario—. Como son también muro de contención, en esta frontera sur, mediterránea, Egipto y Turquía -Erdogan, el “sultán” otomano, ha cobrado caro a Europa esta función de conserje de Bruselas y carcelero de inmigrantes.

 

Los talibanes. Gobiernos y personajes

La Unión Europea también tiene al enemigo dentro de sus fronteras: sus talibanes. Son fundamentalistas, que se dirigen hacia mil lados, blandiendo la soberanía, la identidad nacional y el temor al “gran reemplazo”: la desaparición de los blancos reemplazados por los inmigrantes -lo que, por cierto, también sostienen los supremacistas blancos estadounidenses.

Quizá la situación más peligrosa —aunque todas lo son— para la consolidación y progreso de la construcción europea es la que se presenta en los países de Europa Central post comunistas, cuyos gobiernos —y no pocos de sus ciudadanos— son racistas e intolerantes en materia de religión, derecho y valores sociales, solo aceptan y a regañadientes, inmigrantes blancos y cristianos, son pro-yanquis y, salvo el premier húngaro Viktor Orban, amigo de Putin, son anticomunistas.

Euroescépticos solapados, violan la legislación de la Unión Europea, pero no confiesan su eurofobia, para no perder su acceso a los generosos fondos que Bruselas pone a disposición de los Estados. Sin embargo, las violaciones al derecho europeo están al orden del día, como es el caso del gobierno de Hungría, condenado, en diciembre de 2020 por violación del derecho de asilo y nuevamente en julio de este año, por restringir “profunda y deliberadamente los derechos y libertades de las personas LGBTIQ, así como los derechos de los niños”.

El caso más escandaloso, sin embargo, es el muy reciente de Polonia, cuyo tribunal constitucional dictaminó, este 7 de octubre, en una sentencia sin precedentes en la historia del derecho comunitario, que su Constitución está por encima del derecho de la Unión Europea. Se trata —dicen los expertos— del “mayor ataque que ha sufrido el orden judicial europeo en su historia” y —afirman otros— deja al país al borde del “Polexit” jurídico.

El fondo del asunto parece ser una maniobra sucia del gobierno polaco, para presionar a Bruselas a fin de que libere fondos multimillonarios a favor de Varsovia. Pero —vuelvo a los expertos— la jugada puede ser contraproducente para el gobierno, porque no accederá a los fondos, el 60% de la inversión pública mientras se mantenga viva la controversia jurídica.

Además, la sociedad polaca es mayoritariamente europeísta, más del 80%, como lo demostró Varsovia y sus 80.000 y hasta 100.000 manifestantes —según el periódico Gazeta Wyborcza—, y las decenas de miles que en más de 100 ciudades se declararon europeístas. De manera que mal haría el gobierno, en sus cálculos electoralistas, atacando a Bruselas.

No obstante lo que estoy comentando, los medios franceses informaron este 13 de octubre, para estupefacción de muchos, que probables candidatos, de derecha o izquierda, a la elección presidencial francesa, como Valèrie Pécresse, Michel Barnier, Xavier Bertrand, Eric Clotti y Arnaud Montebourg, comparten la tesis del gobierno polaco. Lo que no significa —aclaran algunos— que aprueben a ese gobierno “clerical y reaccionario”, subraya el izquierdista Montebourg.

Al margen del europeísmo de la sociedad polaca y muy probablemente de la población del resto de países centroeuropeos, esos países excomunistas consideran que deben su libertad a los Estados Unidos: Reagan sería el artífice de la debacle de la Unión Soviética y su libertador. Polonia es ejemplo elocuente de esta americanofilia, pues incluso el gobierno poscomunista comprometió apoyo —y hasta soldados— a la invasión norteamericana a Irak, en 2003- y en 2020 un Trump secretamente aborrecido por los líderes europeos y públicamente por la mayoría de los países del continente, fue recibido en Varsovia, en triunfo, por el gobierno derechista polaco y por el pueblo.

Una excepción de los gobernantes y de importantes segmentos de la población de Europa Central, anticomunistas y apasionados admiradores de Estados Unidos, es Viktor Orban, primer ministro húngaro, quien —lo señalé— mantiene excelentes relaciones con Vladimir Putin.

También ¡con China! al grado de que planea construir en Budapest una universidad china, vinculada a la universidad Fudan de Shanghai; un proyecto grandioso, valuado en mil quinientos millones de euros y con una fuerte presencia de profesores y estudiantes del país asiático.

Bautizado por Marc Nexon, periodista experto en Rusia y el lejano oriente, como el “Caballo de Troya de China en Europa”, Orban revira diciendo: “No tenemos que declarar nuestra fidelidad a Occidente porque estamos en la OTAN y en la Unión Europea, a pesar de nuestros debates internos, y son nuestros aliados”.

La Talibanía europea ha sido numerosa. Menciono del grupo que la integra, arbitrariamente, al italiano Matteo Salvini, a Geert Wilders, de Países Bajos, a la francesa Marine Le Pen, de la dinastía que inició su padre. Jean-Marie Le Pen; y al británico Nigel Farage. Todos, hoy, en horas bajas o definitivamente desparecidos del escenario político.

La excepción es Marine Le Pen, quien se apresta a ser nuevamente la candidata ultraderechista en la elección presidencial de Francia, en abril de 2022 y a disputar, una vez más,la segunda vuelta a Macron o a quien sea.

Pero en las pasarelas de la ultraderecha gala ha aparecido una estrella que está dejando atrás a Le Pen como candidata por excelencia de los ultras. Se trata del periodista Eric Zemmour, quien ya aparece como el posible aspirante más votado en la primera vuelta de los comicios; y, en consecuencia, quien clasificará para la segunda.

Este personaje recoge traumas, mezquindades y odios existentes en la sociedad francesa —como cada sociedad nacional padece los suyos—. Hijo de judíos emigrados de Argelia a Francia y admirador, sin embargo, del mariscal Petain, que colaboró con Hitler, califica a los inmigrantes musulmanes de “ladrones, asesinos y violadores” —como Trump calificó a los inmigrantes mexicanos— se adhiere a la teoría del “gran reemplazo”, que, como mencioné, sostiene que los blancos autóctonos serán sustituidos en Francia y en Europa, por los inmigrantes -musulmanes. Afirma, en síntesis, que Francia está en decadencia y él quiere salvarla.

El personaje todavía no es candidato oficial a la elección presidencial, pero podría serlo.

 

La Europa de la esperanza

Alemania post Merkel sigue dando ejemplo de madurez política en las negociaciones entre el socialdemócrata (SPD) ministro de finanzas en el gobierno Merkel, Olaf Scholz, los liberales (FDP) de Christian Lindner y los Verdes, que encabeza Robert Habeck. Formaciones con planteamientos que, en ciertos temas como el financiero, parecen inconciliables, sus jefes están dispuestos a encontrar, en este Konfliktpartnerschaft “Asociación del conflicto”, el compromiso: el “equilibrio entre ecología y economía”.

Estas negociaciones, que seguramente llegarán a buen fin, ameritan dos comentarios, primero, el de admiración a la madurez política del país y de sus dirigentes políticos que, en torno a la palabra “respeto”, pueden discutir, estar incluso en desacuerdo y negociar. Lo que, lamentablemente, nada tiene que ver con nuestra triste experiencia nacional.

Tampoco se asemeja a lo que sucede en los partidos de oposición de España —que menciono porque se ha entremezclado con “asuntos mexicanos”—: la ultraderecha (Vox) y su vuelta al siglo XVI, con todo y la inquisición, y la derecha, que debería ser moderada (PP), con su líder, Casado, que no sabe lo que es negociar, su madrileña discípula Isabel (Díaz Ayuso), experta en ignorancias hispanistas y su payaso de ocasión: Aznar, a quien Fidel Castro bautizó como “el señorito del bigotico”, que con voz de merolico hizo recientemente un chiste simplón sobre López Obrador.

El segundo comentario se refiere a la “resurrección” de la socialdemocracia en Alemania, ausente como el partido preponderante desde 2005, cuando Gerhard Schröder, concluyó su gestión. En aquel entonces, la socialdemocracia inició su larga travesía del desierto, que parece haber concluido; al mismo tiempo que, por ironía, los democristianos de esta era post Merkel, al haber perdido el bastión alemán, estarían declinando en Europa.

El éxito en Alemania, del progresismo, coincide con las victorias de la socialdemocracia italiana —el Partido Demócrata— en el primer turno de elecciones locales, con éxitos en las cinco ciudades más grandes: Roma, Turín, Milán Nápoles y Bolonia, que todo hace pensar que confirmará, y quizá amplíe, en la segunda vuelta de los comicios. De suerte que estos éxitos en Alemania e Italia y su presencia en el poder en Escandinavia y en la península ibérica, anunciarían la resurrección de la izquierda en Europa.

Quienes analizan los éxitos de la socialdemocracia alemana e italiana dicen que tan favorables resultados se deben, principalmente, al prestigio profesional de los candidatos y a su competencia como gestores de la cosa pública —ejemplo más evidente es el de Scholz, el ministro de finanzas de Ángela Merkel, el que, piensan los electores, tiene los tamaños para continuar la gestión de su antecesora—. Ésta, en síntesis, y no la ideología y las ocurrencias, propias de la campaña electoral y no como forma de gobernar, ha sido la razón del éxito del progresismo europeo.

Mis comentarios sobre la “Europa de la esperanza” no se refieren únicamente a los gobiernos socialdemócratas, respecto de los cuales me he extendido por el hecho de las importantes elecciones de Alemania y las italianas. Pero los partidos de derecha y otras formaciones respetables, que gobiernan —o son oposición— en países de la Unión Europea son también parte de mi “Europa de la esperanza”.