El matrimonio es una institución en constante cambio. No reconoce reposo. Por derivar de los hechos, de la costumbre, está en constante transformación. Reconoce diferentes formas y manifestaciones. Dada la experiencia y la diversidad como se dan las relaciones matrimoniales, nadie puede alegar fundadamente que tal o cual conformación sea la correcta, aceptable o permitida. Entre las religiones no existe consenso respecto de si es o no sacramento.

En esta materia primero fueron los hechos, después la costumbre y, finalmente, las leyes. Eso es lo que dicen los historiadores y los mitógrafos. La intervención de la religión y de sus ministros fue muy posterior. Aquella cerró el círculo y estos consolidaron el negocio: lo hicieron indisoluble, pero previeron su anulación.

En los escritores de la antigüedad existen abundantes testimonios de que en el Medio Oriente la poligamia era la forma ordinaria de matrimonio. Esa era la manera como que aparece en el Antiguo Testamento. En la Biblia se asienta que Salomón tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas (I Reyes, 10, v. 3). Aunque lo diga el libro sagrado, la cifra es exagerada habida cuenta de que el de Salomón era un reino insignificante, intrascendente y pobre. La arqueología ha puesto en evidencia que Jerusalén, la capital del reino, en los tiempos de Salomón no excedía de los quince mil habitantes. Por serlo era incapaz de sostener a tanta gente ociosa.

Algunos autores griegos de la antigüedad, uno de ellos fue Heródoto, refieren casos de poliandria (más de un esposo) en las naciones asentadas en torno al Mar Negro. En esos casos el problema residía en determinar la paternidad de los hijos. Durante muchos años, para definirla, se recurría al expediente de buscar parecidos con alguno de los cónyuges. Terminaba por prevalecer el juicio del buen cubero. La lógica y el sentido común, que son el trasfondo del derecho, indican que, ante la duda, la responsabilidad de la paternidad debía recaer en todos los esposos. En la actualidad la genética está en posibilidad de resolver con certeza los problemas de paternidad.

La poligamia sigue siendo común en muchos países en los que el islam es la religión oficial. Hay excepciones entre ellos.

En la cultura mediterránea el matrimonio era una unión de hecho; se podía disolver en cualquier momento a voluntad de una de las partes. Por regla general era un recurso a disposición del esposo. Así aparece tanto en Grecia como en Roma. Un reflejo de esa práctica aparece en el evangelio: “… Cualquiera que repudiare a su mujer, déle carta de divorcio.” (Mateo, 5, v. 31).

Por virtud de la declaración contenida en Mateo 5, v. 32, algunas iglesias cristianas consideran que el vínculo matrimonial es indisoluble. El imperativo era explicable; también válido siempre y cuando estuvieran de por medio quienes profesan esa religión; él, aunque atendible, no es admisible y obligatorio en una sociedad laica. Explicable, por la brevedad de la vida en los tiempos en que el principio fue instaurado. Es cuestionado en la actualidad en razón de que el promedio de vida se ha triplicado.

Con el tiempo, para dar seguridad jurídica a los contrayentes, al matrimonio se confirió el carácter de contrato; fue un gran avance; legalmente los contratos no se disuelven a voluntad de una de las partes; la ley da intervención a la autoridad civil para rescindirlo; no lo hace por fastidiar; existen sobradas razones para que lo haga: determinar lo relativo a la posesión de los hijos, la distribución de los bienes y el pago de la pensión alimenticia. En una palabra: para dar seguridad jurídica a todos: especialmente a los exesposos e hijos.

En México, en las leyes de Reforma, que expidió el presidente Juárez, concretamente en la Ley del matrimonio civil de 23 de julio de 1859, se dispuso que el matrimonio sería un contrato civil indisoluble; también se previó, por primera vez, la posibilidad del divorcio, pero, el que fuera declarado por las autoridades civiles no implicaba que los divorciados pudieran contraer otro.

Fue la Ley de relaciones familiares de 12 de abril de 1917, expedida por el presidente Venustiano Carranza, la que estableció el divorcio disolvente del vínculo matrimonial; lo definió como la unión de un hombre y una mujer con el fin de perpetuar la especie (Art. 13).

En los últimos treinta años la institución del matrimonio reconoció una nueva manifestación: se recurrió a él para dar legalidad a las uniones de personas del mismo sexo. Para regular esa nueva forma de convivencia se han tenido que modificar tanto las leyes, como los criterios jurisprudenciales.

La mentalidad del mexicano ha cambiado. Eso es para bien. Nadie tiene derecho a imponer la moral que deriva de una creencia religiosa a la sociedad y, mucho menos, a quienes no son creyentes. Tampoco es admisible considerar la institución como inamovible. El matrimonio, como se ha visto, es mutable. No existe un concepto de matrimonio específico, determinado y universal. Se debe adaptar a los tiempos y a las circunstancias. No es admisible que únicamente lo es el que prevé la unión de un hombre y una mujer.

Todo anterior viene a colación por razón de lo siguiente: Milenio, a mediados de la semana pasada, informó: “Interponen amparo para que hombre se case con dos mujeres; sería el primer caso en México.”

La noticia, como era de esperarse, causó revuelo. No faltaron predicadores que censuraran la pretensión de celebrar un matrimonio polígamo, conformado por dos mujeres y un hombre. También censuraron el hecho de que mujeres hayan recurrido a la vía del amparo para que un hombre entre a la relación. Lo que menos predijeron fue que, al legalizar la poligamia, se va a acabar el Mundo, que va a llover fuego o que la humanidad va a acabar por la acción de dos jinetes: el hambre y la peste. No hay que hacerles mucho caso a quienes se escandalizaron y escandalizan. Que espanten sus feligreses y a los tontos.

La poligamia en México no es una novedad. Existe en varias etnias indígenas y funciona. Recuerdo el caso de los mijes de Oaxaca. Entre ellos existe la poligamia y una organización familiar que funciona: unas mujeres salen con el marido a trabajar al campo y otras se quedan a cuidar los hijos de la familia. Si todas tienen un papel en la organización familiar, lo justo es que los bienes, al morir el marido, se repartan en forma equitativa entre todas las viudas. Así debía preverlo la Ley.

Esperemos que la justicia federal, con base en el artículo 1º constitucional y las convenciones internacionales, concedan el amparo y la protección que le son demandados.