Por Laura Coronado Contreras

 

Con más de 132 millones de espectadores, la serie surcoreana, El Juego del Calamar, ha sido un rotundo éxito. Rodeada de cierta polémica por la violencia que muestra o si es un contenido poco recomendable para menores de edad, fue objeto de memes y disfraces de Halloween. No obstante, ahora regresa a los encabezados de la prensa internacional por ser el detonador de una nueva censura por Corea del Norte.

Recientemente se ha reportado que un hombre ha sido condenado a la pena de muerte por fusilamiento. Su “crimen”, introducir y comercializar la serie de Netflix en un USB. El estudiante de secundaria que había comprado el material obtuvo como sanción la cadena perpetua y seis de sus compañeros pasarán cinco años realizando trabajos forzados por haberla visualizado. Todos ellos han sido juzgados bajo la “Ley de Eliminación del Pensamiento y la Cultura Reaccionarios” aprobada en dicho territorio en diciembre pasado.

La noticia es impactante, pero, por desgracia, no es tan lejana. Cada vez, con más cotidianidad, escuchamos discursos en los que se enaltece el patriotismo exacerbado, se pretende imponer una visión única de la realidad, se dibuja a los posibles críticos como enemigos y se justifica cualquier acción en aras de consolidar “un cambio social que es necesario”.

Estamos frente a las dictaduras de la verdad a nivel global. En ellas, es imposible garantizar el derecho a disentir. Cualquier voz crítica es duramente desprestigiada. Ya sea través de granjas de bots, prensa alineada con el régimen, amenazas o inicio de investigaciones ministeriales o jurisdiccionales, se inclina la balanza a favor de determinados grupos o intereses. Todo sea por la patria.

En el siglo I, Hipatia de Alejandría señalaba que debemos defender nuestro derecho a pensar, “porque incluso pensar de manera errónea es mejor que no pensar”. ¿Estamos viviendo el ocaso de las democracias a nivel mundial? ¿Nuestra tolerancia a aquello diferente cada vez es menor? ¿La libertad de expresión puede limitarse para imponer una narrativa en lugar de convencer?

El común denominador de las dictaduras de la verdad es fácilmente identificable. En su mayoría se fundamentan en la llamada deconstrucción de Occidente, los localismos y la famosa era de la posverdad. Es así como vemos gobiernos que buscan acercarse a las “necesidades reales” de la población, reaccionar frente a las promesas incumplidas o inacabadas de la globalización y un uso excesivo de las redes sociales para fragmentar las ideas y segmentar a los sectores a los que se dirige.

Aunque parezca ilógico, el fin de las dictaduras de la verdad es la mejora en la calidad de vida. “Su verdad” nos protege de injerencias externas, de enemigos internos, nos facilitan entender la realidad: basta con repetir como autómatas las “certezas” que enseñan y nos evita discernir, opinar, confrontar, estudiar y, lamentablemente, pensar.

Como mencionaba G.K. Chesterton, “cuando realmente amamos la verdad, amamos incluso las verdades desagradables” y pareciera que no estamos preparados para ello.

La censura al Juego del Calamar en Corea del Norte era algo inevitable. Refleja sus grandes temores: Occidente, Corea del Sur, lo lúdico, aquello sangriento y la yuxtaposición de emociones. Todos los personajes son ejemplos claros de la disparidad económica y social. Se disfrazan los terribles asesinatos por medio de juegos infantiles. Les damos un poco de esperanza y un margen de decisión sobre su destino a los jugadores, como ellos mismos señalan: “lo que nos espera ahí afuera no es mejor que lo que hay aquí adentro”.

Alarmantemente, la ceguera producida en las dictaduras de la verdad termina por aleccionar a sus “súbditos” para que justifiquen lo injustificable: no vemos las penas excesivas sino sujetos que merecen castigos ya que, de antemano, conocían las reglas por pensar diferente.

Por fortuna, las “benditas redes sociales” son una gran herramienta para el acceso al conocimiento, la confrontación de ideas, el debate público, el intercambio de información y el fortalecimiento de las democracias. Efectivamente, la libertad de expresión no puede ser absoluta pero sí lo más amplia posible. Como dice Fernando Savater, “las lenguas tienen dos grandes enemigos, los que las imponen y los que las prohíben”. Está en nuestras manos crear una mejor realidad que la mostrada en la serie.

La autora es investigadora de la Universidad Anáhuac México. Autora de la Libertad de Expresión en el Ciberespacio (Tirant), la Regulación global del ciberespacio (Porrúa) y 12 óperas para conocer el Derecho (Bosch). @soylaucoronado.

 

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