Los que se dedican a informar están siendo objeto de ataques. Provienen de AMLO, de los miembros de su corte y de los partidarios de ambos. Sus acciones alcanzan los linderos de la censura. Los atentados contra la prensa son mayúsculos y las consecuencias nocivas para el sistema de libertades y de democracia. Exceden los límites de lo admisible.
Los ataques han sido censurados por la opinión pública y rechazados por quienes se son objeto de ellos; no faltan razones para que lo hagan y se opongan al grave agravio que se hace a los informadores. Es inadmisible que alguien se ampare en la inmunidad de que goza, para atacar a quienes sólo tienen como arma y escudo el oficio, que llega a profesión, de escribir. El aparato gubernativo del Estado se ha dejado caer sobre particulares que exhibieron los errores, mentiras, hipocresía y excesos de la 4T. Ha habido abuso y exceso oficial.
Me sumo a las voces de quienes han censurado la arbitrariedad. Coincido con aquellos que advierten que esos ataques, en otras épocas y en otras naciones, han sido el inicio del fin de las libertades y de la democracia; el inicio de prácticas dictatoriales.
En esta colaboración aludo a otro tópico relacionado con AMLO: la mediocridad que predica y que propone como forma de vida. Lo hago desde el punto de vista jurídico.
Los autores de la Constitución Política y de sus reformas, en el ámbito económico, optaron por un sistema mixto: de libre empresa, de competencia, de libertad comercial y profesional (arts. 5º, 27, 28 y 131(); y, por otra parte, dieron al Estado, entendido como los poderes públicos, una intervención en la economía: producción, monopolio estatal, privilegios y prohibiciones. Esa intervención, en algunos rubros, es determinante: energía eléctrica; y en otros, excluyente: petróleo y uranio.
De unos meses a la fecha, el discurso del poder público, en concreto el que emana del presidente de la república, excede lo previsto por el marco constitucional; llega a los linderos de la imposición de una voluntad sobre el resto de las otras; de un parecer que ignora los otros pareceres.
En el marco de libertades que prevé la Carta Magna, si un profesionista, empresario, deportista e, incluso, periodista, por qué no mencionarlos también a ellos, tiene éxito en el ejercicio de su profesión, gana mucho dinero, es famoso y merece el reconocimiento de la generalidad, debe ser motivo de regocijo para todos, incluyendo a las autoridades. Tener éxito nunca ha sido ni debe ser motivo de crítica o razón para avergonzarse; mucho menos si quien tiene éxito trabaja duro y paga sus impuestos.
Es de sentido común que, si alguien se prepara, estudia, entrena, ahorra, se esfuerza y, por ello, tiene éxito, riqueza y fama, debería ser motivo de felicitación. Los que no han logrado éxito, al ver que alguien si lo alcanzó, tienen una buena razón para felicitarlo y para tomar la determinación de superarse. La mediocridad nunca ha sido ni debe ser objeto de felicitación; tampoco motivo para estar satisfecho.
La envidia, un “valor” inherente a la humanidad —¿quién no ha sentido envidia en una parte de su vida? —, aunque presente en todo tiempo, no ayuda en nada para dejar de ser un fracasado. La envidia en sí, sin esfuerzo, no sirve para mucho, y menos para alcanzar el éxito.
No está bien de la cabeza quien en un Mundo competitivo predica la humildad franciscana; sobre todo quien aconseja la mediocridad a sus adversarios y críticos; en cambio, favorece a sus amigos y partidarios para que hagan dinero y tengan éxito. Mucho menos es admisible si quien predica la mediocridad como “virtud”, no la imponga a sus propios hijos o familiares.
En otras circunstancias, tratándose de un mortal común y corriente, que predique la mediocridad como forma de vida, más que merecer censura, le acarrearía lástima o, en el mejor de los casos, ser ignorado. Pero da la casualidad de que quien lo afirma es el propio presidente de la república. En este caso, la indiferencia raya en complicidad. Merece ser censurado.
Sabiendo que AMLO es un ser acorralado, a la defensiva y que ya perdió piso, deberíamos dejarlo seguir hablando, sin hacerle mayor caso. Su discurso es risible, la defensa de su política y familia ridícula; su idea de la vida profesional irreal; no corresponde a la naturaleza de un Mundo competitivo. Su concepto está fuera del contexto en que se da la vida moderna.
En una sociedad de libertades, no se vale que alguien se aproveche del cargo para imponer a otros un modelo que ni él mismo sigue. Denota falta de valor que ese alguien se aproveche del cargo público que ostenta, el de mayor jerarquía en México, para atacar a quienes no piensan como él o lo exhiben cuando él o su familia incurren en incongruencias que niegan su discurso oficial de autoridad republicana.
AMLO abusa de la autoridad de que goza. En un particular todo exceso, en cualquier materia, es dañina; en una autoridad peligrosa, censurable y nociva.
La tragedia para los mexicanos es mayúscula; lo es si se toma en consideración que quienes forman parte de su administración, muchos de ellos líderes estudiantiles, opositores en otros tiempos al sistema de partido oficial, perseguidos políticos y luchadores sociales, no han protestado ante tanto abuso y absurdo. Nadie ha renunciado a los cargos que como prebenda usufructúan dentro de la 4T. Uno solo no ha protestado por los abusos, arbitrariedades, excentricidades y locuras de su jefe. Son unos chambistas que no sirven más que para grillar; algunos no tienen oficio ni beneficio; desconocen lo que es tener dignidad. No hay dentro de su gabinete y equipo más cercano quien se oponga. Salieron peor que los priistas en sus buenos tiempos.
La ley no exige a los particulares declaren sus bienes, mucho menos a decir a cuánto asciende su capital; hacerlo es riesgoso en este país en el que prevalece la inseguridad. Aquella únicamente los obliga a pagar sus impuestos y hacerlo oportunamente. Cada quien es libre de hacer o no ostentación de lo que gana, de exhibir su éxito. Nadie, en su sano juicio, puede impedírselo. Si el éxito de alguien es motivo de envidia, que con su pan se la coma; que muera por la acción de esa baja pasión que anida en su ser.
Caso distinto es el de los políticos; ellos sí están obligados a declarar sus bienes y sus ingresos, lo están en atención a que son servidores públicos, manejan fondos y recursos públicos. Nadie los obligó a ocupar el cargo que detentan. Se morían por estar en él.
Ahora está de moda aparentar ser austero; fingir recato y sobriedad; eso es lo que va con el estilo del sexenio.
Si AMLO no habla sólo por hablar, como muchos lo sostienen; o porque tiene boca, como lo afirman algunos; o por distraer la atención de la ciudadanía, como lo dicen los que saben, pudiera estar comprendido dentro de perdón generalizado que implica la frase: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.