Sorprendente que un libro acapare cuanto premio existe en su país. Escuche usted, y coloque la palabra Premio después de cada coma:  Premio Nacional de Ensayo, de la Asociación de Librerías de Madrid, El Ojo Crítico de narrativa, Las librerías recomiendan, José Antonio Labordeta, Búho al mejor libro, de Literatura Histórica Hislibris, Acción Cívica en Defensa de las Humanidades, Nacional Promotora de los Estudios Latinos.

El libro es calificado de no ficción. Lo más sorprendente es, sin embargo, que cuando llega a México tiene ya 32 ediciones, lo que significa que cuenta con el favor del público. Su autora es Irene Vallejo, doctora en Letras Clásicas.

Que un libro académico tenga éxito, se explica, porque la mayoría del público lector lo conforman estudiantes de educación superior; en Francia, los libros de Roland Barthes o Foucault se editan una y otra vez. El relato en perspectiva, de Luz Aurora Pimentel o el Diccionario de retórica y poética de Helena Beristáin, no cantan mal las rancheras. Ya ni para qué hablar del Diccionario de María Moliner que acabó hasta en obra de teatro sobre la autora.

El libro de Irene Vallejo narra la historia de la Biblioteca de Alejandría, por lo tanto, evoca a Alejandro Magno y los amores de Julio César y Cleopatra, que han cautivado a la humanidad, desde Shakespeare hasta Burton y Taylor. Como se sabe, pero suele olvidarse, la literatura nace como un fenómeno oral, auditivo. La Ilíada y la Odisea, se trasmitían de viva voz de los rapsodas, lo que quiere decir, hilvanadores de cantos. Narra Irene Vallejo nada menos que la invención del libro, de cómo la humanidad fue pasando de la piedra, a la arcilla y al pergamino, que monopolizó Egipto. Esta historia fascinante, la autora la engalana con alusiones al presente, equipara lo antiguo con lo de último minuto. Por si fuera poco, Vallejo es periodista y, por lo tanto, escribe capítulos breves que, para el lector, se van como agua.

Prodiga los datos curiosos, por ejemplo, que Cleopatra no es exactamente un nombre, sino un título, por lo cual, aparte de la Cleopatra que todos recordamos, existieron otras. La Biblioteca de Alejandría, precisa, no era un espacio cerrado como nos podemos imaginar, sino una galería en que los investigadores leían, con los rollos, (no hojas como las nuestras) sobre las rodillas. Que el museo era donde convivían el grupo de investigadores y no, como es hoy, el lugar de exhibición de obras de arte. Cuando los Ptolomeos dominaban Alejandría, la cultura, por definición, era la griega y en Alejandría se reúnen, traídos de todos lados, los textos que son fijados, por la famosa crítica alejandrina, hoy le llamamos a eso, “edición crítica”, vale decir la original, la primera y única. No sólo se fijan, sino, para poderlos localizar, se ordenan con un sistema que prevalece hasta hoy. Los rollos se calculan alcanzan los 50 mil, aunque hay textos que no caben en un solo rollo o varias copias de un mismo texto. Y todo, sin dejar de relatar, con vena de novelista, las muchas intrigas, las rivalidades en que, incluso, la sangre llega al río.

Luego viene su incursión en los libros del Imperio Romano, porque Irene Vallejo hizo su tesis de posgrado sobre el famoso epigramista Marcial, al que presenta como un promotor del mercado del libro y primer publicista de Roma. Y siempre, sus saltos en el tiempo, de cómo las computadoras se llamaron ordenadores o de cómo el faro de Alejandría le recuerda las torres gemelas o cómo el primer museo del mundo fue, no como yo creía el Louvre, sino el Británico.

En México, existe un libro sobre la historia del libro y las bibliotecas, de Agustín Mateos, que es fascinante y merece una nueva edición.