Esta vez no voy a hablar de su poesía ¿quién podría? De sus paisajes infinitos, de sus marinas, de sus cantos al trópico. Ni de sus amores, a Deifilia, a Dios, a Esperanza Nieto y al amor de junio y de después de junio. No voy hablar, digo, de su poesía alegre, entusiasta, plena de luz y de sol.

Quiero referirme ahora a otros aspectos del poeta. El nacimiento que aparecía cada año en su casa de Sierra Nevada, un cuarto entero con luces colocadas como las estrellas que alumbraron el pesebre. Las figuras principales: María, el Niño y José, pero también los pastores, los animales del campo, nacimiento que tuve el privilegio de visitar una noche con Monsiváis y Doña Esther, la mamá de Carlos y sus primas Araceli y Beatriz. Pellicer era, además de poeta, museógrafo que estudió la materia en la Sorbona, de París. De él es el Museo de la Venta con las piezas regadas por ahí entre el paisaje selvático, al grado que la joven guía nos preguntó si queríamos pasar donde podía salir una culebra o bordeábamos ese paso. De él es el Anahuacalli con la colección prehispánica de Diego Rivera que tiene, gracias a la museografía de Pellicer- un no sé qué de misterioso y ritual. ¿De él es la casa Azúl, de Frida? Me late que sí.

También quisiera mencionar que en 1967, en un congreso de escritores latinoamericanos, le escuchamos, a petición de Sara de Ibáñez, recitar su poema a Simón Bolívar y algo que nunca presencié, pero que vale la pena contar, que llegaba a las vecindades, se ponía a aplaudir para pedir atención y luego recitaba poemas, no todos  suyos, sino de Neruda, de Lorca.

 

Otros centenarios de ayer

En el año pasado se me pasaron los aniversarios, de dos de mis consentidos: Los 100 años de la muerte de Dostoievski y el centenario también, pero de su nacimiento, de Charles Baudelaire. De Dostoievski, en lugar de escribir por enésima vez de Crimen y castigo, pensaba, y eso fue el tropiezo, releer El jugador, el libro que analiza Freud, como clave de la personalidad del artista. De Baudelaire, se quedó esperando, no Las flores del mal, sino la prosa de El spleen de París. Lo urgente, como dicen, dejó de lado lo importante. En fin, quizás este año logre comentar, aunque con retraso, estas dos obras maestras.

Con Moliere, estoy a tiempo, porque apenas el 16 de enero se cumplieron los 400 años del nacimiento del clásico de la comedia francesa. Casi seguro que me voy a decidir por el Tartufo, y no sobre Las preciosas ridículas que podría comparar con Las cultas latiniparlas de Quevedo. Las dos de Moliere las he visto representadas en México, la primera con el actor español Adolfo Marcillac en la versión de Enrique Llovet que tiene como blanco al opus dei, y la segunda por unos jóvenes en el Teatro de la Paz.

 

Víctor Serge

Aparecieron, editados por la Universidad de la Ciudad de México y por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, los Diarios de un revolucionario (1936-1947), de Víctor Serge. Los responsables de la edición y de la traducción, del francés, son Claudio Albertani y Francesca Gargallo. La portada, por supuesto, es de Vlady, el pintor hijo de Víctor Serge. Su publicación me recordó, que en 1972, apareció su invaluable texto Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión, que -después de la Revolución Cubana del 59 y el Movimiento estudiantil-popular del 68, cuando la revolución parecía al alcance de la mano, pero sobre todo, por la represión y los provocadores, temas centrales del texto de Serge, fue el libro de cabecera de una generación. Era, lo editó en su serie popular y la traducción fue del inolvidable compañero Daniel Molina.

 

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