Doña Epifania Zúñiga García

Allá por el año de 1952, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, conocí a otra extraordinaria mujer: doña Epifania Zúñiga García. Los que la trataban, le decían doña Pifa. Era esposa de mi general don Rubén Jaramillo.

Como lo referí en otra colaboración (Siempre!, 3409, 14 de octubre de 2018), por circunstancias de la vida, mi hermano y yo conocimos a don Rubén y a doña Pifa; esto fue en las oficinas del Partido Agrario-Obrero Morelense, que estaban en un departamento interior del edificio que actualmente es el número 10 de las calles de Aragón y León, de la ciudad de Cuernavaca, Morelos. En ese entonces esa calle constaba de una sola sección: la que corría de la avenida Morelos a la avenida Matamoros. Algunos años después se abrió la sección que corre de Matamoros a No Reelección.

Cuando mi general Jaramillo nos tuvo enfrente, nos preguntó si sabíamos escribir a “máquina”, los dos le respondimos que sí y “con los diez dedos de la mano”, respondimos. Al oír nuestra respuesta nos ordenó que se lo demostráramos. Sobre un escritorio mal hecho y sin barniz, había una enorme máquina de escribir color negro; nos dio papel. El primero en ser examinado fue mi hermano, que era mayor que yo casi dos años. Introdujo papel en el cilindro de la máquina y se preparó para recibir el dictado de don Rubén. Pasó la prueba. Enseguida pasé yo, hice la misma operación y también la pasé. A partir de ese momento. nos convertimos en escribanos de mi general Jaramillo y del Partido, en general.

Todavía el día de hoy, a pesar de mi edad, sigo escribiendo con los diez dedos de la mano y sin ver el teclado. Ahora lo hago en la computadora.

Volviendo al tema. Don Rubén siempre estaba acompañado de su esposa. “Era su sombra”, nos dijeron sus seguidores. Doña Pifa era morena, de mediana estatura y delgada. Entre la piel de su cara y su cráneo no había carne de por medio. Eran pellejos pegados al hueso. A pesar de los años que han pasado, la recuerdo callada; si tenía que hablar lo hacía con su esposo o con las mujeres presentes. Cuando salía colgaba de sus hombros una bolsa; en el estado de Guerrero las denominamos “huicho”; en ella guardaba las cosas que acostumbran cargar las mujeres y, además, la pistola escuadra, debidamente cargada, de don Rubén.

Lo anterior era una precaución necesaria, dada la persecución de que era objeto el general Jaramillo. Doña Pifa no caminaba a la par de don Rubén; lo seguía a corta distancia; cuando los agentes del gobierno detenían a su esposo para esculcarlo y detenerlo por portar armas, no las portaba. La señora, haciéndose ajena, se alejaba discretamente y observaba a distancia los acontecimientos.

Cuando el 23 de mayo de 1962 don Rubén fue sacado de su domicilio y aprehendido por miembros del ejército mexicano y policías del estado, doña Pifa, sabiendo como se las gastaba el gobierno, con el fin de evitar que su esposo fuera objeto de una arbitrariedad, se apresuró a acompañarlo; no sólo eso, ordenó a sus tres hijos varones ahí presentes que también los siguieran. Así lo hicieron. La comitiva se enfiló con rumbo a la zona arqueológica de Xochicalco. En ese lugar fueron bajados los rehenes. Don Rubén fue golpeado por los militares con la culata de sus fusiles; le destrozaron el rostro. Enseguida lo llenaron de plomo. Corrieron igual suerte doña Pifa y sus hijos. Ahí quedaron abandonados los cinco cadáveres.

Doña Pifa no quedó salvo de la agresión y crueldad de los militares ni por su condición de ser mujer; tampoco por el hecho de estar embarazada y de que eso era notorio. La familia Jaramillo/Zúñiga fue sacrificada enfrente de donde ahora se halla el museo de sitio de esa zona arqueológica.  Así acabó su vida esa valiente y fiel mujer a la que conocí y admiré.

 

La Matapiojos

Hace muchos años, tal vez por 1947, caminando por el centro de Iguala, Guerrero, mi señor padre, discretamente, me indicó que observara a un hombre de estatura regular, moreno, de complexión robusta, de aproximadamente unos cincuenta años de edad que cubría su cabeza con un sombrero “Tlapehuela” y con la camisa blanca fuera del cinturón. En sus manos se observaban manchas de “pinto”; en Guerrero, en ese entonces, ellas eran signo de ser oriundo de la Tierra Caliente. Aunque han pasado muchos años, lo recuerdo claramente. Mi papá agregó: “Llegando a la casa te platico su historia.”

En efecto, una vez que estuvimos en la casa, mi papá me comentó: Ese hombre al que te indiqué observaras, fue hijo de una mujer a la que, en mi pueblo, San Miguel Totolapan, por mal nombre, le decían “La Matapiojos”. No recordaba su nombre ni su apellido.

“La Matapiojos”, desde la adolescencia se mostró insumisa y rebelde. No reconocía autoridad, ni civil ni familiar. Sin incurrir en ilícitos, hacía su soberana y real voluntad. Si bien se casó, más lo hizo por acatar los dictados de la carne, que por obedecer a sus padres o cumplir con el mandamiento de “multiplicaos y henchid la Tierra”. Su esposo, en esta vida, se ganó, con creces, su espacio en el Cielo, por haber pasado al lado de esa mujer unos años. Eso decía mi señor padre.

El marido, dentro de su casa, como autoridad, era un cero a la izquierda. Nunca tuvo ascendiente sobre la mujer. La más leve insinuación era motivo para que la mujer hiciera lo contrario. “Mujer, la semana que entra mis peones van a terminar de sembrar nuestras tierras; es costumbre que por ese hecho se les haga una comida. Sería bueno seguir esa buena tradición.” Eso fue motivo suficiente para que la mujer desapareciera de su casa y se fuera a la de sus padres durante una semana. El matrimonio tuvo algunos hijos; uno de ellos fue al que vi.

En todo le llevaba la contra a su marido. Lo que tenía que pasar pasó. En alguna ocasión, no se sabe si de mala fe, o inconscientemente el marido de dijo a su esposa la “Matapiojos”: “Se viene una tormenta muy fuerte; –agregó–: sería peligroso que alguien vaya a lavar al río.” No estoy hablando de cualquier río, estoy aludiendo al río Balsas; el lecho de éste, en la Tierra Caliente, en los meses de agosto y septiembre, alcanza más de un kilómetro de ancho; su corriente lleva árboles, arrastra piedras y casas. Su fuerza es impresionante y el ruido de sus aguas de color café son para espantar a cualquiera.

La mujer, tan pronto escuchó la insinuación de su marido, tomó ropa y jabón, los puso en una canasta y salió a lavar. Ese día, en efecto, llovió como pocas veces. La mujer no regresó. Siguió lloviendo resto del día y la noche. El marido estuvo en vigilia hasta que se dejaron ver los primeros rayos del Sol y dejó de llover. Salió de su casa; se dirigió a las autoridades del lugar a notificarlas de los hechos y a pedir su auxilio. Ellas ordenaron tocar a rebato; las campanas de la iglesia sonaron; en el centro de la población se reunieron los hombres; fueron enterados de los hechos. Se organizaron brigadas para rescatar el cadáver. Una vez que estuvieron en el cauce el río, el marido, conociendo el carácter de su mujer, que a todo llevaba la contra, propuso a los expedicionarios buscar el cuerpo “río arriba” y no rio abajo, como lo indicaba el sentido común y como todos lo proponían.

Ni río arriba o ni río abajo se encontró el cadáver de la “Matapiojos”. Me refirió mi señor padre que el marido rehízo su vida, formó una nueva familia y tuvo nuevos hijos.

Todo esto sucedió antes de la revolución de Madero, es decir antes de 1910, cuando en el río Balsas todavía había caimanes o lagartos.