En estos días, que los cristianos llaman “de guardar”, hemos sido testigos  —y en ocasiones protagonistas— de hechos que alteran el buen curso de la nación. Por lo pronto, presenciamos —ya que muchos no compartimos— la “ratificación” o “reelección” desarrollada, con grandes preparativos, en una de las pistas en que discurre la vida de la República. Y al calor de este insólito proceso tomamos nota de la vigencia, clara y manifiesta, del principio rector del gobierno que nos conduce: le llamaré principio de “ilegalidad”.

Dos palabras acerca de la revocación de mandato, o bien, ratificación o reelección del titular del Ejecutivo. Hubo expresiones numerosas sobre ese proceso, planteado en los términos de la Constitución General de la República y de la ley reglamentaria de esa figura constitucional, pero desarrollado a despecho de las normas que debimos observar para que no ocurriera el aparatoso descarrilamiento que padecimos.

Incluida en la ley suprema como revocación del mandato, proceso novedoso entre nosotros, asociado a la democracia directa, este ejercicio consumado en plena primavera (que no fue primavera de la democracia) se apartó de su origen, alteró su sentido y estableció un precedente sombrío. Abundan las opiniones que sustentan este diagnóstico.

Los ciudadanos que acudieron a las urnas debían elegir entre dos opciones que ofrecía la boleta: que el Presidente de la República continuara en el desempeño de su cargo, hasta la conclusión natural de éste, o que dejara ese cargo por haber perdido la confianza de los ciudadanos. Esta opción careció de sustento constitucional, porque la ley suprema se refiere clara y directamente a la revocación del mandato, no a la continuación de éste por obra y gracia de una suerte de “refrendo” electoral. Fue así que la  revocación se transfiguró en un ejercicio engañoso  —y por ello fraudulento—  que torció la voluntad de la ley y empañó la decisión de los ciudadanos.

El resultado del sufragio ha sido, sin embargo, aleccionador: revela el estado de ánimo de los mexicanos y sugiere —quizás—  lo que pudiera ocurrir en elecciones posteriores, si prosigue la notoria declinación del gobierno en turno. En efecto, sólo una quinta parte o menos de los mexicanos registrados en el patrón electoral (al que quisieron colarse no pocos advenedizos) participó en el ejercicio de revocación. Esto muestra que la inmensa mayoría de los ciudadanos rechazó el proceso fraudulento.

En este caso, vale suponer que la abstención masiva implica un rotundo rechazo, pese al aliento que el gobierno y los gobernantes quisieron dar al ejercicio de revocación a través de un esfuerzo propagandístico de grandes proporciones, que presumiblemente tuvo un elevado costo económico (de fuente incierta), además de su costo político y moral, no menos cuantioso.

Y es aquí donde apareció, fulminante, el principio de ilegalidad al que me refiero en este artículo. El Estado de Derecho, que no es solamente un estado de paz y tranquilidad, se sustenta en la vigencia, la observancia, el cumplimiento puntual de la ley: deberes de los funcionarios y derechos de los ciudadanos. Platón propuso que los pueblos se gobernaran al amparo de las leyes, no por la mera voluntad o el capricho de los hombres.

Esa máxima —principio de legalidad— ha transitado la vida política de las democracias a través de muchos siglos: ley que ordena la conducta del gobernante y asegura los derechos y las libertades de los ciudadanos. “Rule of law”, dicen los anglosajones; Estado de Derecho, decimos en los países de formación latina. En fin de cuentas, el sentido es uno solo, invariable, prenda de nuestra seguridad y de nuestra libertad: legalidad.

Lamentablemente, nuestra experiencia más reciente, afirmada en el discurso político y en la conducta del poder público, no marcha al paso de aquel principio, sino de su opuesto: ilegalidad, discrecionalidad, arrebato autoritario. Flagrante y constante. La opción por este oscuro principio se hizo notoria cuando un ciudadano se plantó ante la ley y proclamó su propuesta autoritaria: “al diablo con las instituciones”. Éstas, fruto de la democracia y del  desarrollo político, debían ceder frente a la voluntad imperiosa  —en rigor, imperial—  del caudillo. Éste prevalecería sobre las instituciones, construidas afanosamente por varias generaciones de mexicanos.

Luego, el mismo caudillo liberó a sus subalternos del cumplimiento de la ley, es decir, les autorizó desempeñar sus tareas y ejercer su autoridad al amparo del peculiar sentimiento de justicia que cada quien considerase preferible, no de la justicia alojada en la ley, depositaria de la voluntad general. En días recientes y al empuje de la revocación del mandato  —pero ya dije que fue otra cosa: ensayo de ratificación o reelección—  volvimos a enarbolar el principio de ilegalidad cuando se pontificó en la más alta tribuna de la República el rechazo a la ley y el predominio de una voluntad personal que puede marchar con absoluto desenfado a despecho de los legisladores  —a menudo obsecuentes—  y más allá de las decisiones de los tribunales. Muchos funcionarios dejaron de lado los deberes de su cargo y se lanzaron a la propaganda política en favor de la ratificación.

Conviene que reflexionemos en torno a estos sucesos, al discurso que los “justifica” y a las consecuencias que pudiera tener el establecimiento de un principio de “ilegalidad” como pauta de gobierno y cartilla de los ciudadanos. Ya hemos presenciado muchas jornadas políticas bajo el auspicio de la ilegalidad. ¿Qué lección nos dejan y qué destino anuncian?