Nuestro presidente, que suscita conflictos en cada matinée, nos ha obsequiado varios infortunios que encienden el debate nacional. Para examinar estos tropiezos  —examen que no podría ser exhaustivo—, conviene recordar algunos hechos, ciertos dichos y determinados compromisos que nos ponen sobre la pista de una extraña política internacional.

Recordemos la posición del ilustrado mandatario ante su homólogo de los Estados Unidos de América cuando imperaba en aquel país el inefable señor Trump. Nuestro presidente visitó la Casa Blanca, omitió diversos temas de enorme importancia para la relación bilateral y se deshizo en elogios hacia su anfitrión, que correspondió con infinitas alabanzas para su huésped mexicano. Muy bien: cosas de la cortesía internacional, que dejó temas en la sombra y exaltó supuestas virtudes personales. Contra las predicciones de aquel momento, la sangre no llegó al río. La contuvo el afecto recíproco y cierta afinidad de personalidades que permitió superar con suavidad la dura prueba de un primer encuentro binacional.

Tiempo después llegó a la cumbre el señor Biden, cuyas características de gobierno y de personalidad difieren radicalmente de las que caracterizaron a su insólito predecesor. En esa nueva circunstancia, nuestro mandatario observó una rigurosa estrategia: guardó silencio sepulcral hasta que no hubo más remedio que saludar al nuevo ocupante de la Casa Blanca ungido por las instancias norteamericanas llamadas a calificar la elección. Quedó atrás el asalto al Capitolio y comenzó una nueva etapa en el trato entre los dos mandatarios, que se han mirado de reojo sin ocultar sus profundas discrepancias.

El gobernante de la gran potencia, que gravita con peso sobre la economía de nuestro país, ha enviado a México misión tras misión para expresar preocupaciones de las que ha tomado ligera nota el gobierno mexicano. Entre los emisarios del señor Biden han figurado la vicepresidenta de los Estados Unidos y un nutrido conjunto de funcionarios de primera línea. En la agenda de estos encuentros se hallan asuntos graves que requieren atención y solución: la política energética, el intercambio económico, la migración, la violencia criminal, los encuentros y desencuentros en nuestro sufrido continente. Si ante el señor Trump el gobernante mexicano se “dobló” —dijo el inefable Trump en recientes declaraciones, quizás sin reflexionar sobre lo que estaba diciendo—, semejante docilidad no se ha repetido ante el señor Biden. Por supuesto, celebro la gallardía mostrada en esta etapa por nuestro gobierno, que “no se deja”.

En el marco de nuestras fiestas nacionales, el mandatario mexicano recibió en un escenario de gran enjundia  —el Zócalo de la capital—  al presidente de Cuba, que acababa de reprimir a sus opositores con una energía que aquí no se aplica a los más notables personajes del crimen organizado. Por supuesto, el anfitrión mexicano elevó su voz  —en nombre de México— para condenar la presión imperial sobre la república caribeña y dejó de lado la represión ejercida por el gobierno de su huésped en las calles de La Habana.

También fue “cuidadosa” la posición del mandatario de México cuando Rusia invadió Ucrania y emprendió una guerra devastadora que ha destruido ciudades, forzado al éxodo de millones de ucranianos y privado de la vida a millares de ciudadanos de esta nación atribulada. Afortunadamente, algunos funcionarios de nuestra diplomacia elevaron la protesta mexicana en el foro de las Naciones Unidas, aunque no se llegara —¡no faltaba más!—   a unir a México al grupo de países que aplicaron sanciones al invasor. Si no hubiera sido por esos funcionarios, quizás seguiríamos meditando acerca de la conveniencia de emitir alguna declaración en torno al más grave conflicto después de la Segunda Guerra mundial. Por lo pronto, el presidente de México fue cauteloso. Sólo dio cuenta de hacia dónde late su corazón.

En contraste con esta mesura en el escenario nacional y mundial, el presidente de la República emprendió una guerrilla epistolar con el Parlamento Europeo, cuyos integrantes  —calificados como “borregos” al servicio de la reacción mexicana—  recibieron a pie firme las andanadas presidenciales. Vale suponer que éstas tienen sólido fundamento, que se localiza entre los “otros datos” que tiene en la manga el Ejecutivo federal. En las andanadas también figuró la arremetida de estilo contra empresas y gobierno de España, autores de infracciones e injerencias que el gobernante mexicano impugnó. También censuró a los malos mexicanos que pusieron sus atribuciones al servicio de oscuros intereses foráneos. Así quedaron las cosas, pendientes de mayor aclaración. Por lo pronto, “pausamos” la relación con España, aunque lo hiciéramos sin entender, bien a bien, cual es el significado de pausar en una relación internacional.

Y ahora estamos nuevamente en el escenario de los conflictos internacionales, en un renovado desencuentro con las pretensiones del imperio que se empeña en convocar a una asamblea continental sin permitir la presencia de América en pleno. El enérgico mandatario de México ha encabezado la reivindicación de una cumbre verdadera, a la que acudan tirios y troyanos sin miramiento ni discriminación. Magnífica expresión de convicciones personales, bien sabidas y constantemente proclamadas, que le mueven a reclamar la presencia de todos en el foro regional, sin importar que entre los asistentes figuren los mandatarios de gobiernos que han ejercido sus atribuciones encarcelando opositores y suprimiendo libertades.

Desde luego, han quedado en el aire las declaraciones suscritas por México, junto a otras repúblicas hermanas, en documentos tales como la Convención Americana de Derechos Humanos y la Carta Democrática Interamericana, que insisten, con gran ilusión, en eso que llamamos libertad y democracia. Pero nuestro mandatario conoce las prioridades y clama por una cumbre sin exclusiones, aunque su clamor, elevado con enorme sonoridad, coloque a México en una difícil situación tanto en lo que toca a las convicciones de nuestro país amparadas en aquellos documentos —y en otras rotundas declaraciones— como en lo que concierne a nuestra posición inmediata en los complejos escenarios de la política y la economía. Pero toca al presidente —lo dice el artículo 79 constitucional—  conducir la política exterior (aunque el mismo precepto también diga cuáles son los principios rectores de esa política, por si el presidente quiere considerarlos).

¿Y ahora qué? Eso no lo sé, y creo que nadie lo sabe, salvo el presidente que ha adoptado, en nombre de México, una inquietante política internacional. Ojalá nos diga a dónde nos quiere llevar. Esperemos que lo revele en alguna matinée.