¿De qué va esta guerra?

No tiene que ver, en absoluto, con la guerra de Putin, la infame invasión a Ucrania en el este de Europa. Sin embargo, en el oeste, desde el Reino Unido, esa “isla diminuta, miserable y gris, en un rincón lluvioso de Europa” -como la califica, cruel, la célebre actriz británica Emma Thompson- se prepara otra guerra, comercial y sin víctimas sangrantes, pero que entraña graves riesgos políticos y económicos.

Los motivos, uno que puede o no justificarse con argumentos, es el relativo a las reglas y procedimientos que el llamado Protocolo de Irlanda del Norte, negociado por el primer ministro británico Boris Johnson con la Unión Europea para hacer efectivo el Brexit, impone a Irlanda del Norte. Lo que, sin embargo, no se justifica, es la afirmación de Londres, de que es legal ignorar partes del protocolo.

La guerra no es solo comercial sino de odios sosegados -me permito emplear esta expresión- que reaparecen con cualquier pretexto y provocan inestabilidad; y el pretexto hoy es, que, en medio de esta turbulenta situación provocada por el diferendo entre Londres y Bruselas, el 5 de mayo se celebraron las elecciones autonómicas de Irlanda del Norte, con el triunfo del partido nacionalista Sinn Féin. En consecuencia, su líder, Michelle O’Neill debería encabezar el gobierno como ministra principal.

El triunfo de este partido nacionalista católico, sobre los partidos unionistas protestantes, el DUP, debilitados por su división, constituye un acontecimiento histórico, porque los católicos gobernarán, después de una espera de más de 100 años -dicen eufóricos dirigentes y militantes del Sinn Féin, así como sus simpatizantes.

Mientras, el DUP, su líder Jeffrey Donaldson y la militancia unionista rumian su derrota, humillados, y se preparan, a través de recursos -y maniobras- políticos, para neutralizar a sus vencedores. Lo que, para empezar, es factible porque las actuales reglas del gobierno disponen que la formación política que haya obtenido el segundo puesto en la votación gobierne también, como viceministro principal.

Y es en esta obligada negociación donde se hace real y se muestra visible el rechazo al Protocolo de Irlanda del Norte por parte de los unionistas; y los odios que durante décadas han envenenado y ensangrentado las relaciones entre católicos y protestantes, dejan de estar sosegados.

Con ello, los ingredientes de esta guerra que nadie -o casi nadie- desea y sí, en cambio, afectan no solo a los protagonistas directos, sino que van más allá de las fronteras físicas del Reino Unido, están servidos.

 

El Viernes Santo de 1998

Para entender esta realidad es menester, por una parte, recordar el conflicto de Irlanda, entre católicos y protestantes, que se remonta al siglo XVII, que se agrava es cuando Irlanda es incorporada, en 1801, al Reino Unido y se proclama el Estado Libre Irlandés y la partición de la isla; y que se continúa en innumerables hechos de violencia, asesinatos y terror.

Por fin, cuando concluían los años ochenta del siglo XX, las comunidades enfrentadas se convencieron de la necesidad de negociar, lo que hicieron y, al término de esas negociaciones, suscribieron, el 10 de abril de 1998 en Belfast, el llamado Acuerdo del Viernes Santo.

Atrás quedarían violencia, abusos de la policía británica y su parcialidad de la que frecuentemente era víctima la comunidad católica, y hasta una tentativa de magnicidio, cuando en febrero de 1991 tuvo lugar el intento, frustrado, de asesinar al primer ministro John Mayor.

El Acuerdo instauró el sistema político como territorio británico, restableció la Asamblea y el gobierno compartido, así como un entramado constitucional de cooperación con el Reino Unido y la República de Irlanda. El acuerdo fue sometido a ratificación por la vía del referéndum, aunque no tuvo un respaldo unánime y hubo que esperar algunos años para que el IRA, el Ejército Republicano Irlandés, que llevaba a cabo la lucha armada, anunciara, en julio de 2005, que cesaba esa lucha. Aun cuando sigue sosteniendo su validez.

Como sea, gracias al Acuerdo del Viernes Santo, que firmaron el gobierno británico -el entonces primer ministro Tony Blair, que accedió a dialogar con el Sinn Féin, vinculado al IRA, sin por ello romper con los unionistas- así como el gobierno irlandés y que aceptó la mayoría de los partidos políticos de Irlanda del Norte, se creo una frágil estabilidad.

 

¿Una nueva cara para Irlanda?

En este escenario de frágil estabilidad, Irlanda del Norte ha sido gobernada en los casi 25 años de vigencia del Acuerdo del Viernes Santo. Un gobierno que, conforme a los dispositivos del Acuerdo comparten protestantes Unionistas y católicos del Sinn Féin, pero siendo uno de los dos cogobernantes primus inter pares. Privilegio del que han disfrutado ininterrumpidamente los Unionistas.

Hasta las elecciones autonómicas del 5 de mayo cuando, en “un giro histórico”, el partido de los católicos alcanzó los 26 -y quizá 27- escaños necesarios para aventajar a los protestantes y estar en condiciones de que el candidato triunfador presida el gobierno como ministro principal. En compañía, conforme al estatuto constitucional, del DUP protestante, cuyo líder asumirá, repito, como viceministro principal del gobierno.

El triunfo de la candidata de los católicos -del Sinn Féin- Michelle O’Neill, ha producido una enorme alegría -euforia- entre los católicos que, dicen: “ya era hora de que gobernáramos, después de esperar más de 100 años”. Aunque no es este el ánimo de la población protestante, que acusa al Sinn Féin de negar sus vínculos con los “terroristas” del IRA y de vender un falso mensaje de amabilidad y de promesas de mejora para todo el mundo.

Los unionistas del DUP acusan, además, al partido de los católicos y a los católicos de su intención de acelerar la reunificación de Irlanda -o sea, de independizar del Reino Unido a Irlanda del Norte; y se lamentan del Brexit y del Protocolo de Irlanda del Norte, ambas “falsas promesas”.

En esta rebatiña de alegría y euforia de vencedores y de resentimiento y críticas de los vencidos, estos, conforme a lo que expresa Jeffrey Donaldson, líder del DUP, derrotado, no aceptarán formar gobierno hasta que el mencionado Protocolo sea anulado. Lo que ya intenta hacer el Gobierno británico, “saltándose a la torera” un acuerdo libremente concertado entre el premier británico Boris Johnson y los representantes de la Unión Europea.

De hacer efectiva Donaldson su decisión de no formar gobierno con Michelle O’Neill, la candidata del Sinn Féin, triunfadora en los comicios, impedirá que la Asamblea Autónoma -Stormont, como se le llama- el gobierno funcione. Porque su revoltijo de sentimientos de vanidad humillada y odio anacrónico a los católicos se lo impide. Aunque que hay que aclarar, que este no es el sentimiento de muchos protestantes, sobre todo de los jóvenes.

Tampoco es el prejuicio y la irrealidad lo que distingue a Michelle O’Neill que triunfó en los comicios, por su edad, 45 años, es decir, de una nueva generación de políticas y políticos, que, además, enfrentó una difícil vida de madre soltera a los 16 años, obligándola a renunciar a sus estudios. Aunque tuvo experiencia política desde muy temprano, como hija de un concejal, miembro del IRA, que pasó en prisión más de una vez.

Esta izquierdista, socialista, en lugar de hablar en su campaña política de la reunificación de Irlanda y de la retirada de los británicos del país, se refirió al costo de la vida y a los demás problemas cotidianos del ciudadano de a pie: la educación, la sanidad, el transporte, los servicios públicos.

Ciertamente el triunfo del Sinn Féin, que es, además, el principal partido de oposición en la República de Irlanda debería traducirse en una presión más fuerte para que se celebre un referéndum sobre la unificación de Irlanda. Pero lo que puede ser una legítima aspiración, choca con la realidad:

Según recientes sondeos, aunque un 62% de la República de Irlanda votaría a favor de una Irlanda unida, solo el 20% considera que hoy es una prioridad celebrar tal referéndum y el 79% no estaría de acuerdo en pagar el aumento necesario de impuestos que implicaría un país unificado.

Y, más grave aún, Irlanda del Norte es un país cuya economía requiere, para salir adelante año con año, de subvenciones del Reino Unido, de 10,000 millones a 15,000 millones de libras, que tendría que incluirse en el presupuesto del Estado unificado.

En vista de lo cual la exigencia y aspiración hoy de una Irlanda unida choca con la realidad, aunque el Sinn Féin triunfador y su manera ruidosa -dicen analistas- de actuar prediquen lo contrario.

 

El controvertido Protocolo de Irlanda del Norte

Tal Protocolo forma parte del mecanismo negociado y acordado por el primer ministro británico Boris Johnson y Bruselas -la Unión Europea- para que el Reino Unido diera por terminada, de manera impecable en lo legal y en lo político, su pertenencia a la Unión Europea.

Este Protocolo de Irlanda del Norte prevé que las inspecciones y controles aduanales entre la Unión Europea y el Reino Unido se realicen entre Irlanda del Norte -sus puertos- y Gran Bretaña -vale decir Inglaterra, Escocia y Gales. En virtud de que Irlanda del Norte tiene frontera terrestre con la República de Irlanda, ¡un país de la Unión Europea!

Ello, para los partidos unionistas de Irlanda del Norte socava su lugar dentro del Reino Unido. Para Londres, además, el Protocolo crea problemas que el gobierno no había previsto, creando una burocracia innecesaria para las empresas que transportan mercancías entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

El caso es que el gobierno de Johnson autorizó ya impulsar una legislación que altere unilateralmente -sin negociarlo con Bruselas- el contenido del Protocolo: la ministra británica de asuntos exteriores confirmó ya a la Cámara de los comunes, que en breve depositará formalmente la mencionada legislación. Arguyendo incluso que, en virtud de que el Protocolo ha sido rechazado por los legalistas irlandeses fieles al Reino Unido, ¡atenta contra el Acuerdo del Viernes Santo!

La Unión Europea, por su parte, se rehúsa a negociar, por considerar que las modificaciones que propone la ministra son de fondo –“muy sustanciales”- y, previene Bruselas, “responderá con todos los medios a su disposición”.

Ante lo cual, se preguntan los analistas si Boris Johnson está dispuesto a declarar la guerra comercial contra la Unión Europea y a poner en su contra a la administración Biden muy preocupada por la situación de Irlanda del Norte. Mientras un alto funcionario estadounidense afirma que la disputa de Londres con Bruselas pone en riesgo la unidad occidental.

¿Estamos, en efecto, ante una mezquina guerra comercial?