Celebro la libertad de expresión que aún prevalece en México, a pesar del asedio al que se somete a quienes la ejercen fuera del pensamiento oficial. Los ciudadanos hemos manifestado —y seguramente lo seguiremos haciendo, en la medida de nuestras fuerzas— los puntos de vista que sostenemos sobre el camino y el destino de la nación. El parecer de los analistas corre todos los días en múltiples cauces: libros, artículos, comentarios de prensa escrita, radio y televisión, que abastecen nuestro conocimiento y animan el debate en el seno de la nación.

Jamás me permitiría reprochar las palabras de quien hace uso de esa libertad para expresar sus convicciones y sus propósitos. Debemos aceptar con apertura liberal y democrática las manifestaciones más diversas, nativas de distintas ideologías y promotoras de diversos destinos. Esto vale para los opinantes particulares y también para los opinantes gubernamentales, tanto cuando reaccionan frente a las discrepancias (a condición de que omitan injurias y calumnias, que a menudo anidan en el discurso oficial) como cuando revelan sus ideas y exponen, al amparo de éstas, el rumbo y el sentido de su desempeño.

Sin embargo, median diferencias evidentes entre el discurso del analista libre (o vinculado a círculos de legítimo interés) y el del funcionario público que pone a la vista de los ciudadanos el destino de su función, que lo es de las atribuciones con que ejerce sus tareas y del rumbo que imprime a su desempeño. Las expresiones del analista libre no comprometen a la República; las del funcionario, en cambio, exponen los compromisos del gobierno y adelantan la intención del servidor (a menos que el emisor del discurso formule reservas pertinentes y guarde distancias naturales). En otros términos, implican una anticipación del futuro, resuelto desde la cumbre del poder; entrañan una decisión política a partir de una convicción personal.

Quien me haga el favor de leer estas líneas probablemente recordará las ideas expuestas hace algunos días por un alto funcionario de la Federación, con rango de subsecretario, nada menos. Y, además, subsecretario de educación pública superior, tarea estrechamente vinculada con la formación de la juventud en planteles universitarios y la aportación del Estado —con toda su fuerza y la suma de sus recursos— a esa formación. Estas expresiones del subsecretario de educación pública superior suscitaron diversas reacciones, pero no tuvieron la trascendencia que merecían. ¡Y vaya que la merecían, en la medida en que pudieran traslucir la “línea oficial” de la educación que el Estado provee o promueve en instituciones educativas!

No me alarma la devoción del orador en su alegato favorable al comunismo. Tiene derecho a esta convicción, aunque sería preocupante que ella pesara en la toma de decisiones oficiales y la orientación de recursos públicos, sembrando piedras en el camino de los discrepantes y patrocinando el desempeño de los coincidentes. Si de eso se trata, valdría la pena que el orador dejara su cargo en la altura del poder para lanzarse a la lucha política e ideológica en el mismo plano en el que actúan quienes no comulgan con la orientación que profesa el orador.

En el curso de la historia —la nuestra y la ajena, que también es nuestra— ha habido múltiples tentaciones de imposición de un pensamiento único, abastecido con la fuerza del poder político. Estas tentaciones se han volcado en textos constitucionales (finalmente reformados) y en embates contra la libertad de investigación y cátedra (que finalmente arraigó en las universidades públicas). Pero la batalla librada contra la imposición de ideas y el establecimiento de una ideología oficial, de obligatoria observancia, no es una contienda ganada para siempre. En la sombra aguardan, con celo y perseverancia, los enemigos de la libertad, prontos a dominar la educación del pueblo y, con ella, el destino de la nación.

El subsecretario que confesó (con pleno derecho, que apoyo y aplaudo) su convicción autoritaria, arremete contra el neoliberalismo, que ciertamente ha dañado a la nación. Y quizás simpatiza con las imperiosas tendencias que pretenden reconstruir el lenguaje de la educación e imponer al pueblo la ideología, el camino y el destino que aquél identificó expresamente en su discurso. Me parece que esta “toma de posición” del alto funcionario merece —como dije— un examen cuidadoso: no para discutir la libertad de expresión, que se mantiene a salvo, sino para amparar la libertad de pensamiento contra riesgos que están llamando a nuestras puertas. No conviene guardar silencio y simular que nada pasó. Porque sí pasó y pudiera seguir pasando.